El Plan B

Esta semana ha sido demasiado extraña. Todo comenzó el martes con una alerta en Whatsapp. Pensaba que sería una de las tantas que recibo a diario. Supuse que sería alguien que quería venderme algo; gajes del oficio. Hasta que la abrí y leí un mensaje que decía:

Te has unido al grupo Comida del 14 de junio

Le seguían quince mensajes de usuarios, totalmente desconocidos para mí, que también habían sido añadidos al grupo. No tenía ni puñetera idea de qué iba todo aquello. Así que hice lo habitual en estos casos: preguntar para salir de dudas.

Holaaaa, ¿quienes sois?
¡¡Ese Víctor!! ¡Cuánto tiempo! ¿Qué es de tu vida, tío?
Aquí andamos, pero… ¿quienes sois? ¿De qué nos conocemos?

De repente, la conversación se llenó de gente anónima que me saludaba efusivamente, como si me conociera de toda la vida. De hecho, intuía que realmente así era, aunque no supiera de qué. En un momento dado, alguien subió una foto al grupo. Fue entonces cuando me quedé paralizado; no daba crédito a lo que veía. En aquella foto salía yo. Sólo que era una versión mía difícil de reconocer. Porque el Víctor que aparecía en esa foto tenía sólo seis años.

san jose de carolinas

Recuerdo perfectamente cuándo se hizo esa foto. Lo recuerdo como si la hubieran hecho ayer y no hubieran pasado más de 30 años. Y en ese mismo momento, aquel grupo de niños que posaba junto a mí formalmente ordenados en filas, estaba whassapeando conmigo como si nos hubiéramos visto antes de ayer.

Un torrente de recuerdos y emociones me embargaron profundamente. Miré atónito todas y cada una de las caras que aparecían en la foto; las caras de niños que no he vuelto a ver desde hace ya tres largas décadas. Allí estaban todos los chicos del bueno de Don Alfonso:  el gigantón de Gomis, con sus pecas y su sonrisa bonachona; los dos hermanos Alzamora, uña y carne, siempre bromeando; el buenazo de Ramón, el hijo del fotógrafo; Nicolás, que en el recreo soñaba que era un Citröen; Guardiola y David Capelo, fútbol y baloncesto en estado puro; Zaragoza y a Mario, que tenían un imán para meterse en problemas, aunque siempre salían airosos; Jorge, nuestro particular Harry Potter; Manolito, cuyos ojos mostraban siempre una entrañable melancolía; Vicentín, chiquito de altura, inmenso de corazón; y por supuesto, Pedrito y Carlos, mis compañeros inseparables de travesuras y estudios.

La verdad es que he pensado en ellos un millón de veces desde que nuestras vidas se separaron definitivamente cuando cambié de colegio a los diez años. Pero no fue hasta ese mismo día, que entraron de nuevo en vida como un torbellino, cuando caí en la cuenta de que todos esos niños ya no existían; un día mudaron y hoy son (somos) cuarentones a punto de peinar canas.

Porque hasta este martes, en mi memoria seguíamos todos siendo los renacuajos que un día fuimos. Como los niños perdidos de Nunca Jamás a los que Peter Pan les narraba los cuentos que escuchaba furtivamente a Wendy, mis antiguos amigos habían vivido todos estos años congelados en un permanente estado de niñez. Los años no habían pasado por ellos ni por mi casi olvidado yo.

victor guerraEn mi imaginación, seguíamos disfrutando poniendo petardos debajo de latas de refrescos, achuchando perros callejeros en los descampados que ya no existen, lanzando bocadillos pisoteados por encima de la tapia a los niños del colegio contiguo, tirando de las coletas de las niñas del Carolinas que nos gustaban para llamarles la atención, compitiendo ferozmente porque nuestra chapa de Marino Lejarreta fuera la primera en cruzar la meta, soñando con marcar el gol imposible, saboreando bocadillos de aceite con salchichón, corriendo por las calles bajo la lluvia para llegar a clase antes que suene la campana.  En mi mente, nunca crecimos. Nunca encendimos el primer cigarrillo. Nunca hicimos el amor por primera vez. Nunca escuchamos nunca más música que la de Enrique y Ana. Nunca sudamos para poder pagar el plazo de la hipoteca. Nunca lloramos amargamente por un despido laboral o amoroso. Jamás dejamos de ser ingenuamente felices.

Sin embargo, desde ese día y en los sucesivos, mientras nos poníamos atropelladamente al día de todo lo que nos ha pasado en la vida desde que nos separamos, mi mundo imaginario se fue derrumbando para dar pie a otro mucho más real. Y en ese nuevo mundo, íbamos descubriendo juntos como aquellos enanos habían crecido, envejecido, madurado, hasta convertirse en lo que hoy somos. Nos habíamos casado, habíamos tenido hijos,habíamos sufrimos toda clase de tropelías; habíamos cambiado. Incluso en aquel maremágnum de noticias, surgieron un nieto, algún divorcio que otro y hasta quien nos dejó para siempre.

No he podido dejar de pensar en ellos ni un solo instante desde que volvieron a cruzarse en mi vida. Supongo que para muchos de vosotros, un reencuentro de este tipo hubiera supuesto un auténtico shock. Parece una de esas historias que cuentan las películas de serie B que emiten por televisión a la hora de la siesta. Y, si bien en nuestra película cada una de nuestras respectivas vidas había tomado rumbos distintos, la verdad es que la mayoría de ellos siguieron viviendo vidas casi paralelas. Siguen viviendo en el barrio, siguen cruzándose cada día camino del trabajo, siguen coincidiendo en el parque, comparten experiencias y lugares comunes. En cierto modo, su mundo se ha movido bastante menos que el mío.

Así que ahora me encuentro aquí, poniendo orden a mis ideas y compartiéndolas con quien quiera escucharlas, fumando un cigarro tras otro mientras escucho cómo Dylan cambia totalmente el sentido a la melodía de sus canciones cada vez que las versiona. Miro la vieja foto del curso de pre-escolar e, inevitablemente, me pregunto cómo hubiera sido mi vida si aquel año, cuando finalicé quinto de EGB, mis padres no me hubieran cambiado de colegio. Si hubiera seguido compartiendo cursos y experiencias con todos ellos, si hubiera crecido a su lado,  si hubiera seguido siendo uno de ellos, si hubiera permanecido cerca de mis orígenes, si no hubiera existido un plan B.

Resulta irónico, yo que siempre he defendido que la vida está construida con casualidades en las que el destino poco o nada tiene que decir, de cruces de caminos que solo podemos tomar una sola vez por primera vez, de monedas al aire en las que va escrito nuestro futuro, me halle hoy dándole vueltas a preguntas que sé a ciencia cierta que no pueden ser contestadas.

¿Qué hubiera pasado si nada hubiera pasado a mis diez años? ¿Habría conocido a la que es hoy mi mujer? ¿Hubiera pisado alguna vez la Universidad? ¿Habría tenido unos hijos como los que tengo? ¿Me llenarían las mismas cosas que hoy me hacen sentir completo? ¿Sería más feliz? ¿Lo serán ellos? ¿Lo serían, si hubieran vivido mi vida tal y como yo la he vivido?

Y ya que estamos, dime, ¿tú alguna vez te lo has preguntado? Ya sabes a lo que me refiero; a todos esos Qué hubiera pasado si… ¿Cómo sería hoy tu vida si él/ella no te hubiera dicho que no? ¿Si te hubieran dado aquel trabajo? ¿Si no hubieras sacado aquel billete de tren? ¿Si no hubieras ido a aquella fiesta? ¿Si hubieras marcado otra casilla en el formulario de registro? ¿Si en la moneda hubiera salido cruz? ¿Lo has hecho? ¿Alguna vez te has parado a pensar cómo serías y cómo vivirías en estos momentos? ¿Si te sentirías más feliz, más pleno, más realizado? ¿O si serías inmensamente infeliz, si envidiarías llevar una vida como la que hoy vives en la vida real?

En cualquier caso, ya te adelanto que la respuesta es siempre la misma: Ni puta idea.

Nunca podremos saberlo, viejo; no se han patentado aún las máquinas del tiempo y las bolas de cristal están en desuso. Así que tendremos que conformarnos con saber únicamente lo que hemos vivido, lo que hemos sentido y lo que hemos aprendido en nuestra propia piel. Tendremos que conformarnos con aceptar que la vida, la irreversible, caprichosa y juguetona vida, es una línea que solo sabe desplazarse hacia adelante, una carrera desbocada en la que cada versión es diferente a todas las anteriores.

Como las canciones que versiona Dylan. Benditos recuerdos de gente muy grande. Que viva la padre que los parió.

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