Tardes de Domingo

Hoy Sandra se cree un caballo. Relincha, patalea y sale al galope por el pasillo. A Sandra le encantan los animales. Posiblemente, ha debido ver alguna película esta mañana sobre caballos, así que hoy toca ser uno de ellos. Quizás mañana sea un gatito ronroneante y pasado sea un mastín juguetón. Da igual, ella adoptará la personalidad del animal que toque y pondrá en su papel toda la pasión que transmite en todo lo que hace y en todo lo que dice.

A Isabel no la oigo. Apostaría a que se ha quedado dormida en el sofá, agotada después de alguno de esos juegos llenos de fantasía que solo ella entiende. Efectivamente, ahí está, hecha un ovillo junto a su madre, dormidas apoyadas una en la otra como dos hadas a las que la fiesta de las flores de la noche anterior hubiera sustraído hasta la última gota de energía.

Yo recorro la quietud de la casa con Pablete en brazos. Me mira desafiante, invitándome a atreverme a dejarlo en la cuna ni por solo un segundo sin que ponga sus pulmones a funcionar a todo trapo. Sin embargo, sé perfectamente que mientras no lo separe de mí, permanecerá callado, mirándome con esos ojazos oscuros y enormes que desprenden ansias por verlo todo, por aprenderlo todo.

Desde las ventanas, veo como la tarde de domingo se diluye como un azucarillo en las aguas tenues y quietas de la noche que asoma tras la silueta de la sierra madrileña. El reloj se hace el despistado y ralentiza el paso de las horas, de los minutos, de los segundos; la pereza le puede.

Sea como sea, mi casa respira vida por los cuatro costados. Despiertas o dormidas, estas dos enanas ejercen de princesas resplandencientes en su castillo de cristal. Poco importa que anoche sus abuelos las tuvieran jugando hasta casi las once de la noche. Poco importa que la noche se haya roto cien veces con los llantos de Pablo que exige invariablemente su biberón con la exactitud de un cronómetro suizo. Poco importa que el gallo se haya despertado con las risas de Sandra e Isabel, que saltan de la cama cada domingo tan pronto el sol pone pie en tierra. Ellas son energía en estado puro. Nunca hay tiempo para parar. Sus risas, sus juegos y sus canciones llenan cada hueco, cada espacio, cada segundo de nuestras vidas. Y ellas lo saben y les encanta. Y nosotros lo sabemos y nos encanta que les encante.

Pablo y yo cruzamos una sonrisa cómplice y suspiramos al unísono cuando desde el salón llega la vocecilla de Isabel llamando a su hermana; se acaba de despertar. En apenas un instante, se unirá a Sandra y entonces nada ni nadie estará a salvo de su trote. El domingo va a entrar en ebullición de nuevo.

De la cocina me llega el olor dulzón e intenso a ese bizcocho de avellanas y melocotones que Elena ha dejado en el horno antes de concederse una breve tregua. Las potrillas relinchan de alegría cuando ellas tambien lo perciben. La tarde se intensifica y se materializa, como un arco iris que las gotas de lluvia hubieran esbozado en el azul lienzo del cielo. Y en ese momento, oh, sorpresa, Pablo se reconcilia con el sueño que lleva rechazando toda la tarde y se abraza a mi camiseta mientras sus párpados caen pesadamente cuando lo dejo suavemente en su cuna, con extremo cuidado para que no sea consciente de que lo estoy acostando.

Y es en ese momento, en ese preciso momento en el que estoy delante de mi portatil pensando si seré capaz de sacarle alguna idea con un mínimo de sensatez, cuando me enciendo un cigarrillo y le doy una calada profunda al domingo. Y lo saboreo en todo su esplendor, lo paladeo en su esencia más plena, lo degusto como si fuera la primera vez que lo hubiera hecho. No me hace falta un espejo, sé que estoy sonriendo. Qué otra cosa podrías hacer cuando te rindes ante la evidencia de lo que te rodea, que no es otra que la certeza de que estas personillas llenan por completo mi espíritu, me hacen sentir vivo y me hacen sentir feliz.

Me hago a un lado justo a tiempo para no ser atropellado por el enésimo galope alocado de mis potrillas salvajes, le guiño un ojo a Elena y la miro cómo se afaña por darles a sus niñas un bocado de amor maternal y me acerco a ver si Pablo está realmente dormido. No me extraña encontrar en su rostro esa sonrisa de satisfacción; al fin y al cabo, es la misma que viste mi rostro esta tarde. Se agita bruscamente en su sueño y me pregunto en qué demonios puede estar soñando un renacuajo de sólo dos meses para sobresaltarse de esa forma. Y sé la respuesta. En biberones tibios y rebosantes, por supuesto. Los veo a todos y por unos instantes siento la fuerza poderosa de esta especie de reencarnación con forma de dos enanas y medio que me rodean y me dan el inestimable regalo de volver a revivir mi infancia. Y no quiero que nunca dejen de saber lo agradecido que les estoy por ello.

El domingo ya se está poniendo el camisón y en un abrir y cerrar de ojos cederá su protagonismo a la luna. Pronto, arrastrará sus pasos y dará acceso a una nueva semana. Con sus carreras, con sus prisas, con sus agobios, con sus preocupaciones y con sus pequeñas sorpresas. Sandra, Isabel y Pablo ya están enfundados en sus pijamas y devoran su cena, absortos en las historias que les cuenta Bob Esponja. En unos minutos, por fin, caerán agotados en sus camas y exigirán impacientemente un cuento inventado y un beso de su madre con el que poner broche dorado al fin de semana. Y Elena y yo caeremos en el sofá, absolutamente destrozados de cansancio pero orgullosos de esta tropa nuestra, que es capaz de hacer brillar hasta la noche más oscura con su radiante pureza y su ingenua inocencia. Recordaremos el último palabro que la lengua de trapo de Isabel haya inventado. Suspiraremos por la penúltima travesura de Sandra, que secretamente tanto me gustan por lo de ingenioso que tienen, aunque sea a costa de la salud mental de su madre. Y nos miraremos con complicidad rememorando la nueva payasada que Pablo haya aprendido a hacer hoy.

Pero hasta que eso suceda, pienso respirar profundamente hasta el último aliento de esta tarde de domingo, escuchándolo todo, viéndolo todo, acariciándolo todo, oliéndolo todo, tratando de guardar para siempre dentro de mí todos y cada uno de estos momentos mágicos para que formen parte del álbum de mis recuerdos. Cierro los ojos para tratar de aprehenderlo todo y guardarlo dentro de mí. No se si algún día necesitaré combustible para ponerme en marcha, si alguna vez tendré que tirar de reserva para enfrentarme a algún muro infranqueable, a algún desafío titánico. Pero si ese día llega, esa energía se alimentará con estos recuerdos, esas fuerzas nacerán de esta sensación tan profunda de felicidad plena.

Poco más o menos, este es mi mundo; ésta es nuestra esfera de universo propio, tan lejano y tan cercano al mundo que nos rodea. No se si mejor o peor, si más puro o si resulta demasiado edulcorado o adulterado por nuestra visión de las cosas, pero creo poder decir sin equivocarme que a todos los habitantes de este universo nos cuesta poco sentimos felices. Al menos durante la mayor parte del tiempo, aunque de vez en cuando no tengamos más remedio que enfrentarnos a algún que otro bocado de la realidad que nos envuelve.

Es tarde de Domingo y todo fluye en el sentido correcto. Es tarde de Domingo y la vida pasa invariablemente y lo inunda todo con su torrente desatado. Es tarde de Domingo y yo la comparto con la familia más maravillosa del mundo. Es tarde de Domingo y yo no puedo y no quiero dejar de sonreír.

atardecer

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