Hasta mi peluquero me toma el pelo

Hoy me han tomado el pelo. Literalmente. En otras palabras, he ido a la peluquería. Por deferencia hacia los hypsters, skins heads, machacas de gimnasio y demás sub-razas del universo calvos que puedan leer esto – muy pocos, según Google Analytics -, os dejo una definición académica de  peluquería:

dícese del establecimiento donde uno o varios tipos que se creen Eduardo Manostijeras malviven a costa de su habilidad para hacer a su clientela el corte de pelo exactamente opuesto al que se desea y solicita.

Para mí, ir a la peluquería era una cuestión de rutina. Al menos, desde que tuve pelo y conciencia de mí mismo. No en vano, he estado yendo a la misma peluquería durante más de treinta años. Era aquella un lugar reconfortante, lo que se entiende como una peluquería de las de toda la vida, con sus butacas de cuero rojo desgastado, sus revistas antediluvianas, sus batas blancas de hospital provincial, sus fotos en blanco y negro de modelos capilares con un porte muy de moda apenas medio siglo atrás y ese chirimbolo cilíndrico con barras blancas, azules y rojas en espiral que adorna tantas peluquerías y que a mí se me asimila a un caramelo decimonónico.

Mantener mi fidelidad durante tantos años me ofrecía su recompensa. Me sentía cómodo allí. Era como viajar en el tiempo hasta mi infancia. Nos entendíamos. Y hablaban mi mismo idioma.

Tu llegabas, te asomabas, dabas unos afables «buenos días» y el peluquero te contestaba amablemente algo que sonaba como «XbfkKl&5%@«. Siempre pensé que era su forma de saludar, pero lo cierto es que tal y como sonaba, bien podrían haber sido los primeros versos de una canción de Serrat, tan en boga en estos tiempos inciertos.

A partir de aquí, se iniciaba siempre el mismo diálogo mordaz y dicharachero, plagado de sabiduría popular:

  • ¿Cuántos? – preguntaba yo.
  • Pschee – me contestaba agitando la mano.
  • ¿Media hora? – insistía, en busca de algún dato que iluminara mis expectativas.
  • Bueeh… – me respondía, chispeante como él solo.
  • Vale.
  • ¿Y?
  • ¿Y qué?
  • ¿Vuelves? – pronunciese con voz profunda y cavernosa, de esas de mucha noche y poco recogimiento.
  • Vuelvo.
  • XbfkKl&5%@ – repetía el fígaro del barrio, desafiante, a modo de definitiva despedida.

Y llegabas media hora después y seguían estando los mismos parroquianos, aguardando pacientemente su turno. Así que te se sentabas y ojeabas algún Interviú antiguo dedicado a la mayoría de edad de Sarita Montiel, al que ya le tomabas cariño, después de pasar cuarenta años en el revistero. En caso de estar ocupado – casi siempre -, podías optar por indagar en las últimas novedades revolucionarias de la casa Derbi para la temporada 1973-74. Siempre me gustó la arqueología periodística.

Si aún así te sobraba tiempo de espera, como no era extraño que sucediera – generalmente, cuando iba a mi peluquería tenía por costumbre despedirme de mi familia hasta el día siguiente-, podías leer la etiqueta del frasco de masaje Lloyd’s, amaestrar las pulgas del sillón o auto-hiptonizarte mirando girar al citado cilindro tricolor.

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Ahora todo es distinto. Mi peluquería cerró hace un mes. El dueño, apocado por una mala racha, decidió vender el floreciente negocio a una familia de chinos. En su lugar han abierto un local de estética laosiano-tailandesa en el que habitualmente trabajan, comen, duermen y viven los treinta y siete miembros de la familia asiática («Alisado japonés: 7€. Colte y lavado: 3€. Masaje cláneo-facial: 2€«. Y, por 0’50€ más, te dejan bañarte en un acuario con peces de colores, que sirven al alimón para desfoliar pies y alimentar a la familia del sol naciente).

De modo que me he visto obligado a buscarme una nueva peluquería. Hoy he dado con ella; y no tiene nada que ver con la antigua. Por desgracia.

Mi nueva referencia en materias pilíferas ha resultado ser un local moderno, abierto hace apenas un par de meses, aunque, por algún motivo que no termino de entender, está decorado como si llevara en el barrio desde los tiempos en los que Carlos III era guardia urbano, pese a que el barrio, por aquella época, no era más que un mosaico de bancales, secarrales y huertas estériles.

Dentro del local hay dos motocicletas clásicas americanas – una Harley-Davidson y una Indian Motocycles, ambas fabricadas en Corea -, cuatro sillones con forma de montura de caballo, cinco guitarras eléctricas, carteles de neones, pantallas de televisión, tres ordenadores, un coche antiguo, dos lavadoras manuales, un toro mecánico y una estantería para guardar frascos y ungüentos como el que tenía mi abuela cuando era enfermera, allá por los felices años veinte.

Lamentablemente, con tanto ornamento, no cabe lugar para que barberos y clientes puedan entrar en el local, así que te atienden en plena calle. Cuando llueve está bien, porque, según me han explicado, te descuentan el lavado del pelo, pero los días que aprieta el sol, la bata anti-pelos podría llegar a resultar sofocante, especialmente porque está hecha con tela vaquera.

Mi nueva experiencia no podría haber sido más desalentadora. En cuanto llegué, un tipo inquietante se acercó a mí con aspecto amenazador. Resultó ser el peluquero. Por lo que pude deducir de su atuendo, el individuo es de origen zulú, pese a lucir una piel más blanca que el culo de un astronauta en enero. Pero a mí no me engaña; la argolla que le cuelga de la nariz, las dos dilataciones de sus orejas, por cuyo diámetro podría colarse con cierta holgura un balón de baloncesto, y el pelo, rapado por los laterales y con una cresta morada que surca su testa de proa a popa, delatan su origen centroafricano. He visto individuos semejantes en los documentales étnicos que National Geographic emite a la hora de la sobremesa para ayudar a su audiencia a dormir plácidas siestas.

Mi nuevo barbero me dio la bienvenida con un abrazo y un beso en ambas mejillas, mientras se deshacía en milongas con un acento que bien podría proceder del cono sur americano, de algún país perdido ex-miembro del Pacto de Varsovia o del castizo barrio de Lavapies. Finalizados los parabienes de la recepción, quiso saber si había hecho reserva previa por Internet. Lo miré atónito antes de explicarle – por gestos – que no acostumbro a usar las nuevas tecnologías, con la excepción del Telex que tengo en casa, el cuál no ha recibido comunicado alguno desde el pasado cambio de siglo.

El peluquero asintió con exagerados gestos con la cabeza, mientras que disimuladamente se metía las manos en una suerte de delantal de cuero que lleva ceñido a la cintura. Agarré al instante una de las guitarras eléctricas, con objeto de defenderme del ataque encubierto, si es que esas eran las intenciones del peluquero lisonjero, pero mis ánimos se tranquilizaron cuando del mandil extrajo una tarjeta de visita. Tome, me dijo, para que reserve la próxima vez que venga. Le di animosamente las gracias mientras hacía votos de no usarla jamás.

A continuación, me acomodó en lo que inicialmente se me antojó un potro de tortura medieval, pero que resultó ser, según el bizarro anfitrión, una butaca de peluquería. Me miró desde mi espalda a través del espejo y me preguntó, voluntarioso.

  • Usted dirá.
  • Lo de siempre, quiero que me corte el pelo como Gordon Gecko – haciendo gala de mis humildes referencias estéticas que me obligan ir siempre a la más rabiosa moda y tendencia.
  • Ya sabe, El Lobo de Wall Street.
  • Michael Douglas, hombre.
  • ¿Es un cantante? Espere, que busco en Google…

Tras cinco minutos trasteando con un aparato del tamaño de un periódico dominical británico, que resultó ser una tableta de última generación, el interfecto asintió con los ojos entornados, al tiempo que hacía algún comentario entrevelado sobre lo cansado que estaba de la moda retro de los años sesenta. Definitivamente, la LOGSE ha fracasado en toda su plenitud.

Tras veinte minutos de arduo trabajo, en los que el artesano capilar hizo gala de un extenso instrumental que hacía décadas que no veía por una peluquería y abrasarme el pelo con una suerte de tostadora-sandwichera cromada reconvertida en secador – de pelo, no de vajillas – el manitas dijo haber acabado su trabajo y me obsequió con una vista panorámica de mi cogote mostrada a través de un espejo bronceado.

Asentí enérgicamente y me deshice en elogio por tan espléndido trabajo, no porque estuviera satisfecho del resultado final sino por temor a que me cortara los cuatro pelos que me había dejado. A la vista del resultado final, todo mi parecido con el insigne personaje de la obra maestra de los ochenta se limitaba a que tanto un servidor como el protagonista del filme aún lucíamos dos piernas y dos brazos, si bien de cuello hacia arriba las semejanzas dejaban mucho que desear, empezando por el color del pelo y terminando por la forma y diseño del mismo.

Hice votos porque alguna vez pudiera volver a lucir el pelazo que en mí es natural y pregunté al piltrafilla que cuánto se debía. Creo que es la primera vez que tengo que pagar en una peluquería con un cheque. Eso sí, apuesto a que en su interior, mañana mismo hay una motocicleta más. El montante total del servicio bien cubriría su adquisición.

En fin, queridos, que nada es lo que era. Antes, para que te tomen el pelo, uno debía personarse en los servicios de un administrador de fincas o un asesor fiscal. Ahora, por el contrario, son aquellos cuya vocación debiera ser la de enaltecer el lucimiento del cabello, los que te lo toman. Y de qué manera. La próxima vez que necesite de sus servicios, tomo el metro de la Villa y Corte y me bajo en la estación de Sevilla. Me han hablado de un barbero de la zona que tiene una merecidísima fama. Prometo darles contada crónica de cuanto allí suceda. Amén.

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