Casi todos los años publico un relato corto unas horas antes de que la débil luz otoñal sucumba al imperioso paso de la Noche de Difuntos. Podría hacerlo en la noche de Halloween pero los que me conocéis ya sabréis que soy un clásico. Me quedo mil veces antes con El Monte de las Ánimas becqueriano que con la torpe y pueril historia de Jack Lantern que, francamente, me dice bien poco.
Este año no he querido ser menos. Sin embargo, hay dos hitos que me gustaría adelantaros antes de iniciar mi relato.
Uno de ellos es su extensión. Cierto que este no es un blog para leer deprisa mientras preparas la bolsa del almuerzo de mañana. Y en esta ocasión no he sido infiel a mí mismo. De hecho, me he extendido más de la cuenta. Os pido de antemano disculpas por ello. Pero soy de esos incautos que piensan que cada historia se merece el recorrido que por sí misma exige y demanda. Y la historia de Danny y Marta – nombres falsos, vaya por anticipado – se ha extendido lo suyo. Espero que no os suponga más contratiempo que estar atentos para no saltaros la parada del metro o un par de avisos de más de vuestra pareja reclamando vuestra presencia para cenar.
El segundo hito me llena de orgullo y satisfacción, como decía Don Adolfo. La ilustración con la que he acompañado este relato corto es obra de mi hija Sandra. De hecho, esta historia la hemos hilvanado juntos, como un desafío. Le dimos forma juntos para después lanzarnos cada uno a su tarea; la mía, juntar palabras lo mejor que sé; la suya, convertirla en una imagen que resumiera y expresara gráficamente el relato.
Cada uno trabajó por separado y no pusimos en común lo que habíamos hecho hasta que no tuviéramos el resultado final acabado. Sin embargo, narración e ilustración coinciden y se retroalimentan con una naturalidad que asusta, nacida de esa extraña conexión inalambrica mental que solo puede surgir entre aquellos que están unidos por lazos de sangre. Permitirme que os diga que me siento un padre inmensamente orgulloso de su hija, faltaría más.
Y ahora sí; poneos cómodos y disfrutar del relato. Si lo deseas, al final del todo tienes una playlist para que puedas ponerle la banda sonora ideal. ¡Feliz Halloween a todos y que la Noche de Difuntos os sea amable y propicia!!
ES COMO PARA MORIRSE DE RISA
1
El potente coche deportivo derrapó violentamente sobre la carretera, deslizándose en diagonal hacia el arcén. Culeó un par de veces antes de detenerse en seco con una violenta sacudida. Tras de sí, la nube de guijarros y polvo del camino que había levantado al perder el contacto con el asfalto se tiñó al instante de sangre bajo los amenazantes focos de las luces de freno traseras.
La joven autoestopista dudó un instante antes de subir al jadeante coche. Finalmente, se encogió de hombros y se dirigió hacia el coche gris con ribetes rojos que la esperaba. Le echó un rápido vistazo mientras recorría la distancia que les separaba. No era una experta en coches, a pesar de que estaba acostumbrada a montar en muchos, pero éste parecía que alguna vez había sido un coche elegante y caro. Era obvio que su mejor momento había pasado, pero el motor seguía ronroneando con la intensidad de la respiración del guepardo tras perseguir a una presa.
Abrió la puerta del asiento delantero izquierdo y entró al coche sin decir palabra. Dedicó una tímida sonrisa a su anónimo benefactor y, tras meditarlo un segundo, musitó una frase de agradecimiento que pretendía ser más amable de lo realmente sonó.
El conductor asintió con la cabeza a modo de respuesta sin separar ni un ápice la vista del horizonte de la carretera. Por toda respuesta, soltó un instante el volante, estiró las solapas de su chaqueta de cuero y se llevó el dorso de la mano a la frente, en una burda imitación del saludo militar. La joven no podía ver bien su cara pero, por algún motivo, sintió que la sonreía burlón.
Los guantes de conducir crujieron al volver a hacer presa en torno al volante. Una décima de segundo después, el misterioso conductor hundió el pedal del acelerador y el viejo deportivo le respondió al instante dando un salto vertical hacia adelante, para volver a la carretera desierta y perderse en el horizonte en un abrir y cerrar de ojos.
2
Una vez en marcha, la autoestopista puso las manos sobre sus rodillas y se irguió sobre el asiento, poniendo énfasis en mostrar un aire relajado y distraído. Echó un vistazo al interior del coche; el salpicadero de cuero estaba desgastado y deshilachado por varios puntos. Media docena de moscas muertas reposaban su sueño eterno junto al parabrisas. El polvo pugnaba por ocupar el escaso espacio que envases y lata de cerveza vacías dejaban libre. A duras penas consiguió contener una arcada, deseando que el conductor no hubiera percibido su gesto.
Y luego estaba el tema del olor. Allí dentro, el aire estaba extrañamente enrarecido. No pudo evitar hacer un gesto mohíno al percibir bajo el intenso olor a neumático quemado y humo de tabaco negro, un sutil pero desagradable aroma que, en cierto modo, le recordada al olor a tierra húmeda y la podredumbre de un lugar que llevara largo tiempo clausurado. Decididamente, no le gustaba nada donde se había metido.
Las luces largas de los faros delanteros pugnaban por abrir una débil brecha entre la densa niebla que cubría la llanura castellana en la antesala a la puesta del sol. Los focos apenas conseguía mostrar una escasa decena de metros del camino. Pese a ello, el deportivo iba ganando paulatinamente velocidad con una facilidad pasmosa ante la indiferencia de sus dos silenciosos ocupantes.
3
El conductor echó una mirada furtiva hacia su pasajera antes de que la escasa luz de la tarde se extinguiera por completo. Sus ojos recorrieron lascivamente el cuerpo delgado y esbelto de la muchacha, tomando especial nota de las curvas que se insinuaban bajo la fina chaqueta que llevaba sobre su vestido de tirantes blancos.
Percibió como se balanceaba su sedoso flequillo rubio. Escrutó la elegante belleza clásica de su rostro. Sintió como su pecho oscilaba mientras ella miraba con aire melancólico a través de la ventana lateral, embargada en sus propios pensamientos. Los delgados brazos de la joven terminaban en unas manos tan suaves como el resto de su piel, inocentemente apoyadas sobre unas piernas que a duras penas alcanzaban a ocultarse bajo la delicada tela de su minifalda.
Sintió como una oleada de lujuria se abría camino desde sus entrañas. Vaya con la señorita melancolías, pensó el conductor; me ha tocado el premio gordo de la feria. Tanto mejor; será el colofón perfecto para esta noche de caza.
- Perdona, bonita, creo que no nos han presentado… – dijo, mientras pasaba la lengua por los labios resecos, antes de romper a reír ante su propia ocurrencia, como si alguien le hubiera contado el chiste más ingenioso de la historia. Empezaba a sentirse más excitado que un tiburón nadando en un banco de sangre. – Me llamo Danny, para servirte – dijo sin abandonar su sonrisa sarcástica mientras le tendía la mano – ¿Eres de por aquí, muñeca?
- Sí, soy de aquí cerquita. Siempre he vivido aquí. Me llamo Marta; encantada – esperó que el nombre no sonara tan falso como el del conductor pero no se hizo muchas ilusiones al respecto. – Y tú, ¿también eres de por estos lares o estás de paso? – respondió ella.
- De estos lares… oye nena, hablas como si fueras uno de esos malditos escritores del siglo diecinueve. ¡Me gusta! – dijo burlonamente, arrastrando el sonido de la u como lo pronunciaría una cantante cubana. – Bueno, ya sabes, pequeña, soy un poco de aquí y un poco de allí… Vivo donde me lleve el viento; todo un espíritu inquieto, como se suele decir – y volvió a estallar en carcajadas renqueantes hasta que terminaron en una explosión furibunda de tos seca.
Mientras hablaban, se estrecharon la mano durante una décima de segundo. Al contacto, ambos sintieron cómo les recorría una desagradable descarga de electricidad estática, como cuando tocamos a alguien tras andar todo el día con zapatos de goma sobre un suelo de moqueta.
La joven de piel blanquecina se ajustó la chaqueta e hizo un esfuerzo por asentir complacida por la respuesta, poniendo cuidado en no reflejar la desagradable sensación que había sentido al tocar la mano de su anfitrión incluso a través de sus guantes de cuero. Era como si bajo su piel hirviera un torrente de lava incandescente, pensó ella divertida. Se miró las yemas de los dedos, esperando encontrarse alguna quemadura en ellas sin éxito.
Mira tú por dónde; este chulo de carretera está ardiendo por dentro como si fuera el mismísimo diablo. Tanto mejor para él, porque pronto le estará haciendo compañía.
El hilo de sus pensamientos hizo mutar su rostro, hasta ahora impertérrito, para dejar paso al nacimiento de una incipiente sonrisa burlona que tomaba forma en la comisura de sus labios. Afuera, los últimos retazos del día luchaban inútilmente por no sucumbir ante la imparable caída de la noche, que extendía sus alargados dedos huesudos entre las sombras de los escasos árboles que salpicaban a cada tanto la ribera de la carretera.
4
El ánimo de Danny también se había alterado al contacto con la mano de la joven. Su naturaleza salvaje se abría paso en oleadas de pasión que emergían desde lo más primitivo de su ser. La descarga eléctrica no había hecho sino embravecer sus peors instintos; sintió como un escalofrío recorría todo su espinazo hasta erizarle los pelos de la nuca, como un chacal al acecho de su presa. Lo que no dejaba de ser una metáfora bastante acertada porque, al fin y al cabo, eso es lo que era, ¿no?
Giró la cabeza lentamente. Al hacerlo, crujieron una a una todas sus vértebras. Chasqueó sordamente la lengua contra el paladar, degustando el placer de ese momento. Los primeros retazos de la luna, llena y sobrecogedora, asomaron por lontananza anunciando el nacimiento de una nueva Noche de Difuntos.
Sin embargo, pese a la excitación que le embragaba, había algo en su presa que no le gustaba nada en absoluto. No era un problema en sí; era algo que no hacía sino más excitante la cacería. Pero debía andar con cuidado. Las presas fáciles no suelen pasear frente al nido de los depredadores; cuando pasa una, es mejor poner todos los sentidos alertas para no dejarla escapar. El acecho es un arte que no suele ofrecer segundas oportunidades.
Sobre la marcha, decidió que se divertiría un poco con la joven mientras durara su breve y desgraciada estancia en el reino de los vivos, antes de hacer con ella lo que el Destino ya había decidido. Y de paso, vigilaría un poco mejor a su presa para estudiar sus reacciones.
No andaba sobrado de emociones fuertes últimamente, de modo que un poco de diversión nunca estaba de más. Y una niñita pija y solitaria con aspecto de universitaria recién salida de una película de anime encajaba a la perfección con su paradigma de noche de juerga loca. Sí, me parece que hoy va a ser mi gran noche, como diría Raphael. Igual hasta haremos una visita al asiento trasero antes de bailar un vals bajo la luz de la luna llena. Ya tendré luego tiempo de sobra para rematar mi trabajo; pero antes debo asegurarme de que esta cabritilla esté demasiado asustada como para querer escapar de mis garras.
- Y dime, ¿te diriges muy lejos, guapa? – le preguntó, divertido – Una señorita finolis como tú no debería andar sola por estos andurriales a estas horas… Uno nunca sabe con quién puede encontrarse; hay mucho loco suelto, querida – El tono contenido de su propia voz le resultó inevitablemente cómico, así que, por tercera vez, rompió a reír a carcajadas, al tiempo que imitaba aullidos de lobo.
Sin inmutarse, Marta siguió mirando hacia la oscuridad que desfilaba ante sus ojos a una velocidad suicida y asintió, como si se sintiera reconfortada con lo que veía a través de ella. Se tomó su tiempo para responder. Cuando lo hizo, el tono apocado de su voz había cambiado y ahora sonaba tan fría y desangelada como el sonido de la brisa entre las lápidas de un cementerio abandonado.
- Oh, bueno. No te preocupes por mí, se cuidarme muy bien. De hecho, ya no falta mucho para llegar a mi destino; ya te avisaré cuando hayamos llegado. Mientras tanto, ¿qué tal si bajas un poco las ventanillas? Aquí dentro huele a cementerio de leprosos, majo.
5
Una extraña sensación sacudió al conductor. La respuesta de la muchacha sonaba muy lejos de expresar miedo. Más bien, parecía como si creyera que era ella la que tenía el toro cogido por los cuernos. Tal vez era su forma de reaccionar ante las amenazas externas; el pánico a veces provoca esas reacciones. Pero si se había propuesto inquietarla, el resultado no podía estar más lejos de su objetivo.
De repente, una idea tan absurda como desconcertante cruzó su mente. Bajó la ventanilla delantera del coche como ella había pedido y apoyó en ella el codo izquierdo mientras que con la mano derecha sacaba un Ducados del paquete. Le ofreció uno a su invitada, que lo declinó con un gesto sin dejar de mirar por su ventanilla. Por primera vez desde que la recogiera, separó los ojos de la carretera para dedicarle una mirada en profundidad a su invitada.
Todavía andaba escudriñando su rostro delicado, que parecía esculpido por las manos de uno de esos escultores griegos o romanos o de donde narices fueran, esos tipos antiguos capaces de coger un cacho de mármol y sacar de él una belleza espectacular, cuando cayó en la cuenta de que la piel de la joven – Marta, dice que se llama Marta; no se lo cree ni ella – era tan fina y blanquecina que casi podía vislumbrar la sangre circulando por sus arterias.
Su piel fina y delicada, la mano increíblemente helada como un témpano, esos aires de sabelotodo ajena a la amenaza que le acechaba… La idea en su mente se tornó en certeza, tensando sus músculos como un reo en la silla eléctrica hasta hacer temblar el volante bajo la mortal presa de sus manos.
6
Todavía estaba mirándola fijamente cuando la joven se giró lentamente, dejando con el movimiento que se viera fugazmente la mancha de sangre seca de su abdomen, y clavó su mirada en él. Era la primera vez que ella miraba su rostro y lo que vio la dejó anonadada.
El conductor era incluso más joven que ella. Daba la impresión de haber cumplido hacía apenas unos meses la edad de poder conducir. A simple vista, su aspecto se parecía al de un actor secundario en una película punk ochentera, algo así como un doble de El Kurgan de Los Inmortales en versión hispana.
Su largo pelo negro apenas alcanzaba para tapar los ojos más oscuros y perdidos que jamás hubiera visto. Oscuras bolsas bordeaban sus ojeras y contrastaban con el brillo dorado de un arete en su oreja izquierda. Una cicatriz profunda recorría su frente de una a otra sien, como si un aprendiz de cirujano le hubiera practicado en el pasado una rudimentaria trepanación. Por debajo de su barbilla, la camiseta roja como la sangre de un manatí que asomaba entre las solapas de su chupa de cuero no llegaba a ocultar del todo otra cicatriz que recorría el perímetro de su cuello hasta perderse en las postrimerías de su larga melena. Al fumar, finos hilillos de humo azulado se deshilachaban entre los agujeros supurosos de su cicatriz.
El joven le dedicó una amplia sonrisa que dejaba al descubierto una hilera infinita de dientes puntiagudos. La sonrisa de tiburón hambriento se cerró por un instante para dar otra calada al apestoso cigarrillo, mientras dedicaba un grotesco guiño a su invitada.
Mierda, dónde te has metido, so idiota, se dijo la joven, desesperada; qué lamentable pérdida de tiempo. El coche perdió por un segundo el contacto con la carretera al sobrepasar un cambio de rasante. A escasos centímetros de las llantas, los dos cuervos que se estaban dando un festín con los ojos de un conejo recién cazado levantaron asustados el vuelo, dejando a su víctima, aún agonizante, cruzar en solitario el tránsito hacia el cielo de los roedores.
Al instante, la radio del coche se puso en marcha sin que nadie la tocara. Desde los altavoces les llegó la cavernosa voz de Joey Ramone suplicando no ser enterrado vivo en un cementerio de animales. Curioso, dado que Joey llevaba muerto bastantes años, como la mayoría de sus compañeros, de modo que sus ruegos sonaban baldíos e inútiles.
Sorprendidos por el repentino sonido de la música, el conductor y su invitada cruzaron sus miradas. Entre las brumas de la niebla, que empezaba a desvanecerse, la luna brilló con su macabra sonrisa mortecina. Una luz plateada inundó por un momento sus rostros, dejando que ambos pudieran ver el asombro mutuo que les embargaba.
Cuando el rayo de luna se volvió a esconder, los ojos de la muchacha rodaron sobre sus órbitas para ofrecer un intenso color tan blanco que pronto tornó hacia el azul vívido del hielo perenne. El conductor, que había visto el cambio, sintió una fulgurada de amargura infinita antes de que sus ojos también sufrieran su particular mutación, para desaparecer dejando en su lugar dos teas ardientes. Frente a ellos, la carretera solícita les ofreció una alfombra grisácea que se extendía en un tramo recto cuyo final se perdía mucho más allá del horizonte negro de la noche.
7
De repente, sin mediar un previo acuerdo entre ellos, el conductor y la joven rompieron a hablar al mismo tiempo para sepultar el incómodo silencio en el que ambos se habían visto inmersos.
- ¿Has oído hablar de…? – empezó a decir el conductor, mientras ella explicaba – … y al final de esta recta hay una curva donde…
- Perdona – dijo el conductor, deteniendo su narración. – ¿qué querías decirme? – Su voz había perdido la petulancia para mudar a un tono que sonaba apagado y dubitativo. Lo que antes le causaba tanta risa, había pasado al olvido; el chiste que estaba viviendo no tenía maldita gracia.
- No, discúlpame tú a mí – dijo ella- Cuéntame, te escucho – el tono gélido de su voz contrastaba con su gesto altivo y desafiante. Mejor; dejaré que diga la primera gilipollez que le pase por la cabeza, se dijo. Diga lo que diga, si cree que le va a salvar de lo que le espera, es que es aún más tonto de lo que parece. Las cartas están repartidas y yo tengo todos los ases.
- Ni de coña, guapa. Las señoritas primero, insisto – replicó el conductor.
- Está bien; muchas gracias – respondió la joven, animada por el detalle de cortesía -. ¿Ves aquella curva que hay al final de esta recta? Da igual; dentro de solo unos segundos la podrás ver; espera a que esa nube deje de tapar la luna. Ahora; ¿la ves?
- La veo – dijo el conductor, con profunda decepción.
- Bien, pues allí es a donde me dirijo. En esa curva… en esa curva morí yo – dijo ella, tratando de imprimir a su voz un tono lúgubre y fracasando estrepitosamente en el intento.
El conductor le lanzó una mirada de reojo, suspiró y, tras dar una profunda calada al cigarrillo, lo arrojó por la ventanilla sin mediar palabra.
- ¿No vas a decir nada? – preguntó la joven, deseosa de oír su reacción pese a los malos augurios que sentía.
- Vete a la mierda – dijo el conductor por toda respuesta. Su cara era la expresión máxima de la decepción.
- ¿Es que no me crees? No, no es eso; sé que sí me crees. De hecho, hace ya un buen rato que sabes quién soy, ¿verdad? Tal vez no lo adivinaste al principio, cuando me recogiste, pero me consta que hace un tiempo que llegaste a la conclusión de quién soy. Entonces, ¿cuál es tu problema, machote?
El conductor suspiró de nuevo para intentar contener la ira en la que se estaba transformando su deseo carnal
- ¿Has oído hablar alguna vez del Conductor Maldito, mona?
- ¿Es uno de esos grupos raritos que se pusieron de moda hace unos años? – preguntó ella con inocencia.
- ¿Estás de coña o qué? Yo soy el Conductor Maldito – respondió él, herido en su orgullo profesional.
8
Yo también la palmé en esta misma carretera hace la tira de años. No tantos como tú, supongo, pero casi. No recuerdo exactamente cuándo fue; el tiempo sigue su propio ritmo cuando estás muerto en vida y le hace cosas raras a la memoria. Estoy casi convencido de que debió ser a finales de los ochenta; en cualquier caso, eran los últimos años de La Movida; los Rolling Stones ya habían pasado por Madrid y la fiesta seguía en todo lo alto. Aún manteníamos las ganas de comernos el mundo y recuperar el tiempo perdido. Y de bebérnoslo, por supuesto. Nadie nos había explicado aún que, antes o después, alguien tendría que pagar las copas rotas – dijo el conductor, sonriendo con tristeza.
Ella lo miró con aire melancólico y asintió con la cabeza. Sabía perfectamente a qué se refería su anfitrión. Ella misma había olvidado hasta su propio nombre con el paso de los años. En su mente, los recuerdos de su propia vida se iban diluyendo en el lago del tiempo hasta dejar apenas unos pocos retales inconexos. Solo quedaba carretera y muerte; noche y desolación; tristeza y desesperanza. La memoria es un lujo que un fantasma no puede permitirse.
En la radio del coche, un grupo australiano que no saltaría a la fama hasta una década después de la muerte de la joven arrancaba las primeras estrofas de su particular himno a la autopista hacia el infierno. Por descontado, su cantante estaba ya tan fiambre como el anterior.
Apenas recuerdo algunos detalles – siguió contando el conductor. – Supongo que volvía de alguna fiesta en un pueblo y me había bebido hasta el agua de los floreros en compañía de mis colegas y de unos cuantos canutos. No sé, hasta es posible que algunas rayas de coca se sumaran a la fiesta. Pastillas es seguro que no; siempre he pasado de esa mierda química, esas cosas no son buenas para la salud. En fin, solo sé que en algún momento me salí de la carretera a una velocidad de la hostia y tuve un accidente. Así de sencillo.
Era una simple cuestión de tiempo. Si juegas todos los días a la ruleta rusa, más pronto que tarde acabas haciendo saltar la banca. Había un tipo en bicicleta recorriendo esta carretera en plena noche cerrada, ¿te lo puedes creer? Dio un volantazo y dos segundos después ambos estábamos muertos. A veces me pregunto qué coño pintaba aquel roble a medio podar tan cerca de la carretera; supongo que debió ser la enésima obra maestra de lo que mi madre solía llamar la Gracia de Dios.
Los bomberos tardaron ocho horas en sacarme del coche y un par de horas más en encontrar mi cabeza. Algún becario del tanatorio hizo una mierda de trabajo al cosermela; el muy cretino debió pensar que no valía la pena esmerarse ya que no me iba a hacer mucho papel en un futuro. Solo me consuela pensar que al imbécil de la bicicleta no pudieron recomponerlo ni mirando un plano.
Desde entonces y hasta hoy, al caer la noche recorro esta carretera buscando algún incauto autoestopista para llevármelo conmigo al otro lado del muro; quien sube a mi coche, bye bye, mundo cruel, se acabó lo que se daba. Los chavales hablan de mi en sus fuegos de campamento; unos me llaman El Diablo sobre Ruedas, otros La Bala del Infierno, pero la mayoría se refieren a mí como el Conductor Maldito. Soy leyenda, nena. El de allá abajo me paga un buen puñado de monedas por cada nueva alma, pero aún me falta una eternidad para poderme comprar un peaje para subir al último piso. Más o menos, esa es mi historia, preciosa. Y la tuya, ¿en qué consiste, chica de la curva?
La joven miró por la ventana en búsqueda de una respuesta. Durante la conversación, el conductor había reducido involuntariamente la velocidad del coche. Podría decirse que se le había pasado la prisa. Aun así, ya habían recorrido la mitad de la larga carretera y el tramo curvo del final se acercaba rápidamente. A lo lejos, se podía vislumbrar las luces de la solitaria granja donde, cuarenta años atrás, una pareja de campesinos asustados corrieron en mitad de la noche, alertados por el estruendo del accidente mortal, en busca de heridos a los que poder socorrer. Fueron los últimos rostros que ella vio en vida. En apenas unos minutos habría llegado a su altura.
Las últimas nubes se habían retirado definitivamente, dejando en su lugar una noche gélida y sombría en la que el candil de la luna inundaba la llanura infinita, arrojando en cada recodo sombras demoníacas. De vez en cuando, una cruz de piedra o madera cubierta de flores resecas, tachonaba el camino indicando lugares de muerte. Al rebasar una de aquellas cruces, la joven miró por el espejo retrovisor el tiempo justo para ver salir de entre las sombras una figura aún tocada con su sudario mortuorio. La Noche de Difuntos había empezado.
En realidad, mi historia no es tan distinta a la tuya, dijo ella. Cambia la noche de juerga por un novio celoso demasiado aficionado a las mujeres de pago y a usar la correa cuando algo no le gustaba, y el roble astillado del camino por un voluntarioso automovilista con suficientes escrúpulos como para recoger a una joven huida del altar justo a tiempo de evitar el mayor error de su vida para caer en las manos de otro error peor, y el resultado que queda es mi vida. Intentaré contarte los detalles que aún soy capaz de recordar mientras llegamos a mi destino.
9
El tuerto veía acercarse las luces del coche en la distancia con renovadas esperanzas. Miró hacia la granja que había dejado a sus espaldas. Las luces del porche aún estaban encendidas; tanto mejor, pensó. Es probable que alguien se hubiera alertado al ver apagadas las luces de esos palurdos en medio de una noche de noviembre y hubiera optado por acercarse a echar un vistazo; aquello no le convenía a sus planes. Esperaba poner varios cientos de kilómetros de por medio con aquel sitio de mierda antes de que alguien encontrara los cadáveres de la pareja de granjeros.
Y no es porque tuviera mucho de que temer. Había encontrado la granja al azar, tenía preferencia por las granjas solitarias donde puedes trabajar a gusto sin que ningún entrometido aparezca alertado por los gritos o los disparos. Por no hablar de la afición incurable que tienen todos los granjeros a guardar sus ahorros bajo del colchón, en alguna tabla hueca del suelo o, como había sido el caso, en un tarro de cristal oculto entre las conservas de la alacena.
Solo había necesitado dar un par de hachazos a la esposa del granjero para que este cantara como un ruiseñor y le entregara todos sus ahorros, en conjunto, algo más de ocho mil euros. Todo un botín para un trabajo rápido, seguro y limpio. Bueno, tal vez limpio no era una expresión muy acertada; el hecho de que el granjero sacara de la nada una escopeta de cartuchos con el ánimo de impedir el atraco, le había enfurecido. Y todo el mundo sabe que cuando El Tuerto pierde los papeles, nadie sale bien parado.
Echó una ojeada a la bolsa de deportes donde guardaba el hacha ensangrentado envuelto en varias bolsas de plástico, junto con la pistola automática, los guantes y la ganzúa. De momento, no se veía ningún rastro del estropicio que acababa de realizar. Otra obra maestra.
En cuanto llegara el coche solitario que se acercaba por la carretera, saldría de su escondite y fingiría ser un autoestopista. Se ganaría su confianza diciendo que se le había estropeado el coche y lo había arrastrado hasta esa granja cercana, pero que ahora necesitaba llegar a casa para llamar al seguro y que una grúa fuera a recoger el coche averiado. Una vez lejos de la escena del crimen, sacaría la pistola y secuestraría el coche para poder huir muy lejos de allí. Si el conductor se empeñaba en oponer resistencia, bueno, tanto peor para él. Donde mueren dos, mueren tres.
10
El Tuerto subió de un salto al asiento de atrás del deportivo y dedicó la mejor de sus sonrisas a la joven pareja que le había recogido. Ellos le devolvieron la sonrisa con amabilidad y le invitaron a que se pusiera cómodo.
- Vaya nochecita, amigos. No se pueden imaginar lo agradecido que les estoy. Estaba realmente en un apuro. No sé qué hubiera sido de mi si no llegan a pasar por esta carretera y tener la simpatía de subirme.
Al escuchar la perorata, el Conductor Maldito y la Chica de la Curva cruzaron sus miradas y rompieron a reír a un mismo tiempo.
- No hay de qué, caballero – dijo la muchacha sin dejar de mostrar su sonrisa más encantadora – Este no es un lugar muy agradable para pasar la Noche de Difuntos. Quién sabe qué peligros pueden acechar en la oscuridad. ¿Sabe? por esta carretera no suele pasar más de una docena de coches a la semana. Afortunadamente, ahora está en buenas manos, así que ya puede relajarse. Si le parece bien, aprovecharemos para conocernos mutuamente; a veces el viaje se puede hacer un poco largo…
El Tuerto vio por la ventanilla trasera cómo se alejaban las luces de la granja y optó por seguir los consejos de la pareja. Parecían un par de incautos, de modo que, llegado el momento, no le costaría mucho someterlos a su voluntad y hacer con ellos cuanto se le antojara. Había decidido que le caían bien, y no le gustaba la gente que le caía bien. En otras palabras, ya podían darse por muertos.
Les devolvió la sonrisa y se recostó en el asiento trasero mientras metía la mano disimuladamente en el macuto y quitaba el seguro a la pistola.
- Tiene usted toda la razón, señorita. ¿Sabe? Estoy convencido de que vamos a pasárnoslo en grande aquí dentro.
- No lo sabe usted bien, amigo – intervino el conductor- No lo sabe usted bien… Es como para morirse de la risa.
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