Políticamente, España es un muñeco de peluche rasgado en dos mitades. En un extremo y el otro se encuentran dos formas opuestas de ver la vida, tan antagónicas como obsoletas. En cada una de ellas arde una hoguera alentada por políticos iracundos y periodistas prevaricadores, cuyas brasas proceden de maderos que no conocimos nosotros, ni nuestros padres, ni casi los padres de nuestros padres.

El origen de este enfrentamiento fratricida reside en la intrahistoria de una tierra formada por campesinos y artesanos analfabetos y carentes de talento que vivían eternamente gobernados por tiranos y mandamases ineptos y explotadores.
Un mal día, unos y otros decidieron partirse la cara mutuamente, cansados de tanto disputarse los unos a los otros quién era más eficaz destruyendo cualquier atisbo de futuro para este país. Y es que España y los españoles siempre fueron el peor enemigo de España y de los españoles. Cuando los padres de nuestros abuelos se liaron la manta a la cabeza y se dedicaron a repartirse collejas sin ton ni son, España tocó fondo.
Fue ésta, sin duda, la peor estupidez dentro de una histórica sucesión de estupideces perpetradas por monarquías endogámicas y mal preparadas, con el beneplácito de una aristocracia corrupta formada por cenutrios sin luces ni altura de miras y por un clero engreído sediento de codicia y lascivia. Su poder estaba auspiciado por el consentimiento tácito de una sociedad bobalicona, ingenua y falta de ambición, que se dejaba avasallar sin el menor rastro de orgullo propio. Ellos son los antepasados de las casposas derecha e izquierda actual; estos son los mimbres de los que provienen sus actuales votantes.
Decía José Luis Aranguren que España aún tiene pendiente una revolución social. Es probable; el viejo profesor sigue mereciendo todo el crédito del mundo. Lo que es cierto es que esa revolución no fue la Guerra inCivil de España. Aquello tuvo muy poco de revolución y muy mucho de español; torpe, atropellada, deslavazada, ausente de grandes ideales y de nobles ideas – ni antes ni después de la guerra las hubo -. Solo un reguero de zambombazos a hostia limpia, a ver quien era más cafre que el otro. ¿Para qué hablar si puedes pelear?, como diría el bardo.
De aquel desgarro, de aquella fractura, no debería quedar ya nada. Quienes la disputaron, crían malvas desde hace ya muchos años. Es probable que muchos de ellos murieran creyendo tener la razón, pero no hay razón válida en la sinrazón. Prefiero pensar que fueron muchos más los que se fueron al otro barrio arrepentidos y avergonzados de la grosera tropelía cometida por unos y otros.
Y, sin embargo, las dos hogueras siguen hoy ardiendo desde la derecha y la izquierda política española.
Hubo un tiempo en el que España quiso remendar su ruptura, envainarse egos y olvidar lo que nos separaba para mirar juntos hacia un futuro común y, a la postre, mejor. Pero lo cierto es que nos duró poco.
Tanta armonía no vendía periódicos, ni atraía oyentes. Plumillas mediocres y cizañeros hicieron lo imposible por avivar el fuego y se aliaron con una generación emergente de políticos desprovistos de cualquier atisbo de brillantez, que encontraron en las pocas brasas que permanecían encendidas, el caldo de cultivo perfecto para satisfacer sus ambiciones desmedidas.
Desde entonces, la crispación servilista y el odio visceral se han asentado en la sociedad civil española, impulsando el surgimiento y auge de partidos de extrema izquierda y de extrema derecha cuyos discursos están peligrosamente cercanos al marxismo-leninismo y al fascismo, respectivamente, desde un tono populista y simplón, que tantos réditos está aportando en medio mundo.
El centrismo español, una profesión de riesgo
En este estado de las cosas, existía una posibilidad remota: la emergencia de partidos centristas que estimularan un clima de reencuentro y concordia que permitiera a los españoles olvidarse de su pasado sedicioso para centrarse en su futuro prometedor.
Y pudo ser así. De hecho, desde que la democracia volvió a nuestro patio de vecinos, en España siempre ha habido algún partido de centro que ha apostado por soluciones reconciliadoras, opuestas a los discursos bipolares que buscan imponer ideas partidistas y obligar al adversario a ser aplastado hasta que doble la rodilla.
El centrismo político español siempre ha tenido que convivir en tierra de nadie entre trincheras, aprendiendo a sobrevivir en el fuego cruzado del cisma que divide a la sociedad española entre revanchistas y arribistas, y ha abogado por construir el diálogo abierto, democrático, constructivo y bidireccional y por la búsqueda de nuevas soluciones políticas y sociales.
El centrismo que hoy conocemos nace como corriente política durante la segunda mitad del siglo XX de los frutos del New Deal de Roosevelt y del evidente fracaso de las políticas extremistas del marxismo-comunismo y el fascismo. Con el paso de los años, terminaría también renegando de las fórmulas almibaradas de la izquierda y derecha políticas. El tiempo ha demostrado que ni el proteccionismo de papá-estado ni el liberalismo salvaje han evitado el hundimiento del estado del bienestar, la deriva del status quo en el sistema económico mundial y la quiebra social de las nuevas generaciones que se empeñan en imitar las costumbres suicidas de los lemmings.
De este modo, los partidos centristas españoles partieron de estas premisas para proponer un nuevo orden basado en el equilibrio, la equidistancia y la armonía como mimbres desde los que construir un sistema político, económico y social nuevo. No es que fuera fácil de visualizar – ni lo es aún a día de hoy – pero sí parece más lógico y coherente, al menos, que perpetuar los errores históricos de unos y otros.
Y sin embargo, cuando alguno de estos proyectos cogía cierto auge en el escenario político español, siempre aparecían fuerzas ocultas reacias al cambio y dispuestas a torpedear su evolución desde todos los flancos.

Curiosamente, los españoles otorgaron el primer gobierno de la recién recuperada democracia española a los centristas de la UCD (Unión de Centro Democrático) capitaneados por Adolfo Suárez. UCD era un partido que buscaba hacer una transición tranquila desde los arcaicos principios del régimen fascista hacia un sistema mucho más democrático y liberal.
Eran años de una débil estabilidad política, en los que todo estaba por construir, pero en el poco tiempo en el que gobernaron, renovaron todos los estamentos del estado y sentaron las bases para que la democracia se perpetuara en España.
Sin embargo, la izquierda y derecha políticas españolas no estaban dispuestas a que un recién llegado les usurpara el rol de macho alfa de sus respectivos rebaños. Con la inestimable ayuda del ejercito unos, y de los sindicatos y los medios de comunicación los otros, UCD solo pudo sobrevivir cinco años entre 1977 y 1982, cuando perdió 157 escaños que lo empujaron a su desaparición. Curiosamente, varias décadas después, muchos de los españoles que le dieron la espalda a Adolfo Suárez lo recuerdan como uno de los políticos más íntegros e integradores que hemos tenido.
Con la desaparición de la UCD, tomaba el relevo centrista el CDS (Centro Democrático y Social) en 1982. Pese a contar con Suárez y algunos de sus primeros espadas, el CDS nunca llegó a tener la relevancia que tuvo su antecesor.
Había nacido el bipartidismo. El periodismo vio que era bueno para sus ventas y lo bendijo e impulsó; los políticos centristas sufrieron una persecución periodística sin límites a medio camino entre los titulares que sembraban dudas sobre la honorabilidad de sus miembros y la censura absoluta sobre su discurso electoral. La mejor prueba es que, contra lo que muchos españoles piensan, el CDS y sus respectivas escisiones han sobrevivido hasta 2012, un dato que muy pocos españoles conocen.
En 2007, varios ex políticos del PP y el PSOE se unieron a Rosa Díez para dar una nueva oportunidad al centrismo, fundando UPyD (Unión de Progreso y Democracia). Nadie les tomó en serio cuando en 2008 ganaban su primer escaño. Pero cuando en las elecciones generales de 2011 el partido magenta obtenía 5 escaños y grupo propio en el parlamento, el duopolio puso en marcha de nuevo sus engranajes para erradicar la amenaza.
Bastaron algunas llamadas a los principales grupos editoriales para que UPyD desapareciera de un día a otro de cualquier medio de comunicación español. Una vez más, el periodismo se ponía al servicio de sus dueños políticos para echar toda la mierda posible al ventilador y sembrar divisiones y discrepancias internas en UPyD, con idéntica eficacia a lo sucedido antes con UCD y CDS. Siete años después de su fundación, UPyD perdía toda su representación parlamentaria. Aunque el partido aún subsiste, otro enemigo había mordido el polvo por el bien del bipolarismo fagocitador de la política española.
Solo un año antes de que UPyD viera la luz, un abogado barcelonés cansado de no sentirse representado por el duopolio político español fundaba una nueva alternativa centrista en España, Ciudadanos. Cuando Albert Rivera daba sus primeros pasos en 2006 al frente de Ciudadanos mostrando su cuerpo desnudo en los carteles electorales, nadie lo tomó en serio. Pero en pocos años, Ciudadanos se convirtió en un peso pesado de la política española.
En algún momento, Ciudadanos llegó a encabezar la intención de voto en las encuestas electorales y ganó las elecciones autonómicas en Cataluña. Pero su osadía tendría un coste político, por descontado. El propio Albert Rivera tendría que dimitir tras las elecciones generales de 2019, después de que su partido sufriera la tradicional mezcla de acoso y censura periodística.
Lo cierto es que hay varios hechos incontestables respecto al centrismo político en España. Es un hecho que, con uno u otro partido, el centrismo ha estado activo en la esfera política española durante las últimas cuatro décadas. Es un hecho que, durante todo este tiempo, el centrismo ha sufrido un acoso periodístico y político sin precedentes en nuestra historia. Y es un hecho que este acoso le ha causado un impacto muy negativo en su evolución.
Podrían quedar dudas sobre cómo habrían salido adelante los partidos de izquierda y derecha tradicionales y de nuevo cuño si hubieran sufrido un ataque mediático tan visceral como ha sufrido el centrismo. Pero lo cierto es que, en no pocos casos, estos partidos también fueron víctimas del poder purgativo y moralista de la prensa; siempre salieron indemnes a los ataques.
Quizás los votantes centristas sean más sensibles a la opinión pública que los votantes de otros partidos. O quizás el servilismo y la militancia doctrinal no estén tan exacerbadas ni sus votantes sean tan ciegamente obediente y poco juiciosos. Por si no hubieran motivos suficientes de por sí, ésta y no otra podría ser razón suficiente como para que les haya dado mi apoyo más incondicional desde que tengo uso de la razón.
Incluso admitiendo los males endogámicos del centrismo, expresados en un cierto carácter proselitista y adoctrinador que les hace creerse y situarse por encima del bien y el mal, evitando de este modo cualquier enfrentamiento directo con derecha e izquierda, dado el principio de equidistancia y concordia. Pero, al final del día, incluso estos pecados no dejan de ser consecuencia directa de apostar por el único planteamiento político que hoy por hoy se puede considerar cuerdo, responsable y democráticamente maduro en el escenario político español.
Deja una respuesta