Serendipia a mi pesar

El 28 de junio de 1914, aproximadamente a las 11 de la mañana, el archiduque Francisco Fernando de Austria y su esposa fueron asesinados en Sarajevo a manos de Gavrilo Princip, extremista serbio. La consecuencia directa de este hecho aislado fue la muerte de más de ocho millones de personas. Francisco Fernando está de visita oficial en Serbia. De repente, un integrante de un grupo extremista arroja una bomba al paso de su coche. Aquel, al ver la bomba, la arroja inmediatamente hacia atrás y al explotar causa heridos. Precipitadamente lo llevan al ayuntamiento de la ciudad. Suspende sus reuniones oficiales y exige ser llevado al hospital donde se encontraban los heridos. Después de muchas maniobras, el chófer que conduce el automóvil se pierde por las calles de Sarajevo.

Casualmente, uno de los integrantes del grupo extremista apodado Princip, que estaba en un café, lo ve; el chófer, desorientado por las calles de Sarajevo, retrocede y Princip acaba a escasos metros de Francisco Fernando; saca su arma y dispara dos veces. Una bala hiere directamente al archiduque y la otra rebota hiriendo a Sopfía su esposa, la cual está embarazada. Ambos mueren después de unos 20 minutos. Apenas unos meses después, este acontecimiento da lugar a la Primera Guerra Mundial.

Tendemos a creernos importantes cuando nos da por ponernos trascendentales. Consideramos que tenemos una misión en la vida, un destino, un objetivo. Tendemos a pensar que tenemos las riendas firmemente sujetas a las bridas y que conducimos el carromato desbocado de nuestro devenir por el camino que sabemos, ese que lleva a través del paseo de los chopos que corre junto al río en dirección opuesta a la avenida de los cipreses. Nos vemos a nosotros mismos como piezas fundamentales del engranaje que mueve este carrusel. Ego sum machina.

OMBLIGO

Kundera, en «La Insoportable Levedad del Ser» habla constantemente del «es muss sein», citando la obsesión de Bethoveen con el determinismo compulsivo que guía nuestros pasos, en opuesto contraste con el cúmulo de casualidades que suele definir nuestra existencia. ¿Qué hubiera pasado si el chófer de Francisco Fernando hubiera tomado un camino directo hasta el hospital; si la escopeta de Lee Harvey Oswald se hubiera encasquillado en el momento de disparar a JFK; si el cáncer hubiera fulminado a Madame Curie antes de que pudiera dejar por escrito las bases que explican la radioactividad; si Alexander Flemming hubiera tirado a la basura los cultivos que dieron lugar al descubrimiento de la penicilina; si Osama Ben Laden hubiera nacido en el siglo XVII, cuando no habían aviones; si las tres carabelas patroneadas por Cristobal Colón hubieran resultado hundidas por un huracán tropical durante su primera travesía; si el maremoto de Japón en 2011 hubieran sucedido 300 km mas al sur, alcanzando a Tokio en vez de Fukushima; si realmente Halley hubiera errado sus cálculos y nuestro planeta se hubiera interpuesto en la órbita de su querido cometa?

Nada expone mejor la estupidez humana que la grandilocuencia y egocentrismo de quien no es fruto más que de una serie de encuentros fortuitos, de coincidencias que escapan totalmente a nuestro entendimiento y nuestro control. Somos como la lumbre que brota de la vela, expuestos a la providencia del viento que nos empuja y que tiene la potestad absoluta de apagarnos con un leve soplido a su voluntad. ¿Cómo podemos creernos, entonces, seres superiores si no somos siquiera capaces de dominar nuestro propio presente?

Caminamos con la frente alta y un velo arrogante en nuestra mirada. Pisamos fuerte por la errante senda que nos hemos trazado. Alzamos la vista y sonreímos con suficiencia con la vanidad de quien tiene claro lo que quiere. A nuestro paso aparecen paisajes nuevos, nos cruzamos con otros caminantes que atraviesan nuestra carretera o la recorren en sentido opuesto, nos hallamos frente a circunstancias que condicionan nuestro viaje.

Pero somos incapaces de predecir nada de cuánto nos acontece; dependemos de que la casualidad decida que estos encuentros tengan la relevancia suficiente como para poner nuestra vida del revés. Los dioses juegan a los dados con nuestro destino y nosotros no dejamos de ser más que miserables fichas que cambian de mano a capricho del azar. ¿Cómo pretendemos aspirar a ser altivos, a mirar a nuestros compañeros de partida por encima del hombro, a sentirnos orgullosos de lo que tenemos?

No elegimos cuándo nacemos, ni dónde ni en el seno de qué familia. No decidimos quienes serán nuestros compañeros de estudio, cuándo conoceremos a la persona que va a recorrer la mayor parte de su vida a nuestro lado, las sorpresas que nos va a deparar la vida, si tendremos hijos y cómo serán éstos, cuándo nos abandonarán para siempre los que están en nuestro corazón y, al final, cuándo habrá de llegar nuestra hora. Accidentes del camino, coincidencias en el tablero de juegos por el que deambulamos dubitativos. Entonces, ¿tenemos derecho a mostrarnos tan vanidosos de algo que nos ha sido otorgado en la ruleta de un juego al que no hemos sido invitados?

dados

Contingencias imprevistas, retruécanos de nuestro sino que por ventura emergen ante nosotros dibujan la silueta de lo que somos y lo que nos define. Eventualidades que el paso del tiempo talla sobre el tronco del árbol de la vida, oportunidades que nos ofrece el destino y cuyas consecuencias apenas podemos vislumbrar. ¿De dónde nace, entonces, la seguridad de que aquellos pasos que hemos dado durante toda nuestra vida eran los correctos? ¿Acaso sabía Alicia qué había detrás de las otras dos puertas? ¿Qué hubiera pasado si Neo hubiera aceptado la pastilla azul de Morfeo? Sin esa certeza, ¿de dónde nace esa pose de triunfador en mil partidas, si desconocemos qué contenía la carta que ha quedado boca abajo?

Serendipias; hallazgos fortuitos que nos encontramos mientras estamos buscando otra cosa distinta. Como nuestra vida, por ejemplo. John Lennon dijo una vez: «la vida es eso que sucede mientras nos empeñamos en hacer otras cosas». Poco después, un tipo llamado Chapman

que había viajado hasta Hawai para contarle a su esposa que estaba obsesionado con asesinar a Lennon, que pasó el 8 de Diciembre de 1980 en la entrada del edificio Dakota donde Lennon vivía con su esposa hablando con fans y con el portero, que estrechó esa mañana la mano de su hijo Sean y le dijo que era un niño hermoso y luego le tendió a Lennon una copia de su nuevo disco para que se lo firmara («en ese momento, mi parte buena ganó y quería regresar a mi hotel, pero no podía»)

disparó al propio Lennon cinco balas de punta hueca con un revólver calibre .38 Special y acabó con la vida del cantante británico. Estúpido, sin sentido, azaroso, eventual. Vida en estado puro.

Serendipias que nos marcan, que nos empapan del sudor frío del qué hubiera pasado si… Nuestra arrogancia, nuestra dignidad, nuestra grandeza tiene el poder de la hoja que arrastra la corriente, de la pluma que empuja la suave brisa del otoño, de la nieve que el sol del mediodía derrite sin remisión. Vivimos junto a una ausencia total de coherencia que lo llena todo con su silencio avasallador. Sufrimos el hambre insaciable de la humildad, de la pequeñez, de la insignificancia. Somos deshonestos con nuestra propia existencia. La montaña sobre la que hemos construido nuestro castillo de naipes está levantada sobre las mentiras que nos hemos creído con la inocencia de un niño que tiene miedo a mirar dentro de la oscuridad del armario.

Quién sabe, tal vez la prima de riesgo esté bajando pero la estupidez de los ciudadanos sigue en máximos históricos. A ver si esta vez hay algo de suerte y aciertan los mayas… aunque sea por azar. Y tal vez en ese momento sepamos por fin asimilar que lo único que realmente importa es que seamos capaces de despertar una sonrisa entre aquellos que nos recuerden cuando nos hayamos ido. Aunque puede que entonces para nosotros ya sea irremediablemente tarde para empezar a aprender a vivir en armonía con nuestra eventualidad, para cuestionarnos más a menudo las cosas en las que creemos, para replantearnos los cimientos sobre los que apoyamos nuestra realidad; para aceptar, finalmente, nuestra fútil realidad y disfrutar del placer de ver qué nos depara la vida sin nuestro permanente deseo de interpretarlo todo, manipularlo todo, dominarlo todo. Como si eso fuera posible.

Aprendamos mejor a conocernos ahora que todavía estamos a tiempo y hagamos las paces con nuestra identidad mientras aún nos tenemos un hálito de respeto, antes de que perdamos del todo el sentido común, la sensatez y el latido de nuestro corazón.

«Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora » (Mateo 24:44)

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