A mi suegro le han dado recientemente una de las peores noticias que se le pueden dar a un hombre.
Andrés – le dijo el médico, muy serio, mirándole fijamente a los ojos –, definitivamente te tienes que poner a dieta. Y se quedó tan campante el hombre. El médico, me refiero. A mi suegro tuvimos que recogerlo del suelo tras el consiguiente flaqueo de piernas.
Los médicos no conocen de prudencia a la hora de darnos las noticias. No puede un señor respetable acudir a consulta para conocer los resultados de unas pruebas de control rutinario y salir con semejante soponcio encima.
¿Este señor no tiene en cuenta que vive de las arcas públicas? Pues sepa usted, querido señor, que yo pago religiosamente mis impuestos. O sea, que es usted un asalariado mío. Y yo no le permito a mis asalariados que me hablen así. Y mucho menos si es para dar noticias tan desagradables a mí o a mi familia, por muy familia política que sea. Si yo le pago, y entiendo que usted cobra – con Zapatero nunca se sabe… -, lo menos que puedo exigir es que si voy a su consulta me de usted buenas noticias, me diga que está todo bien, me recomiende mucho descanso, me aconseje tomar al menos un gin-tonic cada cuatro horas, me recete practicar ejercicio de carácter sexual con frecuencia diaria y me despida amablemente de su consulta con reverencias respetuosísimas. Faltaba más.
Pues no. Este señor, por así llamarle, no solo no se priva de darle un disgusto a mi suegro de muy señor y padre mío sino que además le hizo entrega de un par de cuartillas, cuidadosamente impresas indicando el susodicho régimen de marras por escrito, para que no cupiera duda alguna de su maldad.
Tras abaniqueo reparador y el consiguiente vaso de agua fresca para recuperarse de tan tremenda impresión, hemos procedido, ya fuera de la consulta, a leer a voz alzada el régimen en cuestión. Nunca un epíteto estuvo mejor aplicado. Régimen. Carcelario para más señas. Vamos, una auténtica condena a trabajos forzados en toda regla.
Nada de pan; nada de fritos; cero chocolate; los helados, ni olerlos; la repostería, sólo verla de lejos; el aceite, nada más corporal y para la piscina; queso, yogures y lácteos varios, puede usted olvidarlos de por vida, caballero; sal, ni la de la playa. Se han conocido casos de prisioneros en campos de concentración que seguían dietas menos estrictas.
Nuevo soponcio suegril. Recurrimos al uso de sales para los desmayos. En una de éstas, este señor se nos va a mejor vida.
En todo caso, el malvado doctor ha tenido un atisbo de humanidad y ha considerado dejar abierta una vía en las limitaciones alimenticias. Así pues, mi suegro tiene libertad total para tomar toda la verdura y medicaciones que desee. Sin restricción ninguna.
Así que todos los días, mientras el resto de los miembros de la familia damos cuenta de la oportuna ración reglamentaria de gambas, cigalas y percebes – malísimas para la urina, según el artículo vigesimocuarto de la dieta de mi suegro – continuadas por un entrecot vacuno de tamaño extra – paupérrimo para el colesterol; artículo séptimo de la dieta, apartado segundo -, mi pobre mi suegro se enfrenta a un platazo de ensalada que no se lo salta un galgo, bien cubierto como está de lechuga y diuréticos y convenientemente aliñado con trozos de zanahoria rallada, betabloqueantes, pimientos crudos y unas pastillas azules que todavía no hemos descubierto que función cumplen y que sospechamos están recetadas para dar contraste a las pastillas amarillas de la tensión y a las rojas del colesterol.
Y claro, a mi suegro se le está quedando cara de acelga o de lenguado – a la plancha, se sobreentiende, y sin gota de sal -. No es para menos.
Todas las mañanas, Andrés, mi suegro, se relee de nuevo la sentencia – que es como llama al cruel régimen espartano – en busca de algún resquicio legal desde el que pueda justificar hacerse llevar a la boca algún tipo de alimento que contuviera algo parecido a sabor. Pero, claro, las letras del régimen no cambian por sí solas y día tras día dan con las esperanzas de mi suegro en vano. Siempre está escrito lo mismo, palabra por palabra. Su gozo en un pozo.
Aun siendo ésta una acción siempre digna de un alma retorcida y malvada, la vileza de este médico alcanza extremos dantescos al haber dictado sentencia en pleno mes de agosto. Adiós, esperanza a un buen caldero. Adiós, sardinadas con sangría en el chiringuito playero. Adiós, noches de tertulia con amistades regadas en un buen whisky de malta. ¿Es por ende justo que un señor honrado se pase once meses al año trabajando como una hormiga para que le revienten de tan salvaje modo su descanso veraniego?
Y que conste que no será por buena intención. Recuperado de tan tremendo golpe, mi suegro, muy altivo y muy suyo, se recuperó de sus desvanecimientos y orgulloso dijo estar dispuesto a enfrentarse con total entereza a tan fatal destino. Por lo menos, por el plazo de una semana.
Sin embargo, transcurridas 36 horas de estricta dieta si no tenemos en cuenta la cena de los viernes con sus amigos en las que tuvo que hacer una excepción y el desayuno del sábado en el que no quiso hacer un feo a los churros de mi suegra, en el momento de llegar a la hora del almuerzo del segundo día estallaron las hostilidades.
Conseguimos salvar el escollo del aperitivo toda vez que optamos por tomarlo en el pasillo, de pie y a toda prisa evitando así que mi suegro viera la pinta que tenía la chistorra y las navajas. Pero llegados al momento del arroz comunitario, mientras el resto de sacrificados miembros de la familia dábamos cuenta de aquel manjar en respetuoso silencio mirando de reojo el minúsculo plato de patatas y judías hervidas de mi suegro, la tormenta estalló.
Con un rotundo grito de “¡¡A la mierda!!” proferido desde su ronca voz de monárquico convencido, mi suegro ha procedido a practicar el lanzamiento de plato de tubérculos hervidos a través de balcón de apartamento con tan elegante estilo que no hemos podido por menos que levantarnos todos a una y aplaudir tal gesta deportiva. Posteriormente, y sin mediar palabra alguna, se ha servido un plato de arroz del tamaño del Teide, metro más o menos, incluyendo en él tantos pedazos de conejo, gambas y mero como le ha sido posible, mientras murmuraba incesantemente a sotovoce ¡¡a la mierda, a la mierda…!!.
Evidentemente, el arranque de cordura le ha durado apenas un par de horas, hasta ser llamado de nuevo al orden por mi suegra bajo amenaza de telefonear de nuevo al doctor para que en esta ocasión le prohíba también el agua y, a ser posible, el respirar.
Mi suegro, humillado y desconsolado, ha vuelto de nuevo a su inhumano régimen penitenciario. Y yo, aquí, sentado en su hamaca de la terraza, me he puesto a escribir este post en memoria suya mientras acabo el vino de su bodega para evitarle tentaciones innecesarias al hombre y consumo su jamón de bellota, rebosante de sal y grasas saturadas, siempre pensando que su salud es lo primero.
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