Empecé a escribir esto apenas minutos después de que el pitido final del árbitro determinara que España era la nueva campeona del Mundo y se fundiera con un maremágnum de gritos de alivio y alegría, sonidos de claxon eufóricos y un concierto interminable de vuvuzelas importadas desde China. Sin embargo, transcurrido un tiempo, opté por dejarlo «enfriar» para terminarlo en un momento donde las ideas y las emociones estuviera más reposadas y meditara mejor la dimensión de mis palabras. Mal asunto es éste en el que tienes que llevar extremo cuidado sobre lo que dices respecto a tu propio país…
Es curioso. Nunca he sido muy aficionado al fútbol y nunca lo seré. Me parece un deporte aburrido, insulso, falto de tensión, sobrevalorado. Nunca veo partidos de fútbol de Liga, ni siquiera de los equipos de mi tierra. Me hastía. Ni llevo mi pasión por un club o unos colores a gala delante de nadie, entre otras cosas, porque sería mentirme a mi mismo por algo que no siento. Ver fútbol es un recurso que me reservo para aquellos momentos en que me cuesta conciliar el sueño. Bastan quince minutos de cualquier partido, aunque sea la mismísima final de la Champions, para dormirme profundamente. Me parece un deporte desmedido, jugado a nivel profesional por personas que apenas merecen ser llamados deportistas y seguido por personas que, en ocasiones, muestran demasiada tendencia a dejarse llevar por fanatismos baratos. Lo siento, pero así es como lo siento.
Tampoco he sido nunca demasiado amante de demostraciones y gestos patrióticos. Nunca he tenido en mi casa banderas, ni llaveros, ni demás símbolos de identidad nacional. Con frecuencia me río de aquellos países cuyos ciudadanos convierten su bandera y su país en iconos de reverencia semi-deísticos. Y esto es así porque creo que todas las naciones son mentira; conceptos arbitrarios y subjetivos creados por el hombre. Las fronteras y los sentimientos de pertenencia no son más que pura ficción humana. Son una norma de conducta y comportamiento social, como las religiones o las ideologías políticas.
Pero resulta que España, este trozo de tierra aislado del continente y bañado por dos mares y un océano, es mi mentira, nuestra mentira.
Y la verdad es que ésta es una mentira compartida y común a 46 millones de almas – si nos basamos en el censo de población – o por algo menos de 40 millones, visto desde el sentimiento de pertenencia de quienes aquí viven.
La verdad es que ésta es una mentira que cuenta con más de 3.500 años de historia desde su fase primigenia, una mentira que ya existía y tenía gobernantes y leyes cuando en otras partes de la Tierra todavía vestían con taparrabos, comían las bayas de los árboles y se comunicaban con sonidos guturales.
La verdad es que ésta es una mentira en la que conviven gentes con un idioma común, con una bandera común, con un gobierno y unas leyes comunes. Y bajo éstos, viven personas de todas las partes del planeta y desde estas tierras han salido personas que habitan en todas las partes del planeta, pero que no olvidan cuáles son sus orígenes.
La verdad es que ésta es una mentira por la que, a lo largo de los siglos, millones de personas han entregado su vida, voluntaria o forzosamente, orgullosos o renegados. Han muerto astillados por los cañonazos de Trafalgar o de Finisterre. Fusilados defendiendo Cuba, Madrid o Miranda del Ebro. Pasados por bayoneta luchando por la invasión de Flandes, de Génova o defendiendo Aranjuez o Zaragoza. Acuchillados en Manila, Guinea o Florida. Ensartados en Guatemala, Bolivia o México. Disparados por la nuca en Bilbao o en Getxo. Pasados por la quilla por los piratas franceses o ingleses del Caribe. Ejecutados públicamente por ir a misa en Valencia o por defender sus ideales cerca de Fuente Vaqueros, por uno u otro bando de sus propios hermanos y vecinos.
Verdad o mentira, estos hechos son y han marcado siempre la historia de este país, capaz de las mas grandes hazañas históricas y de los mas bajos instintos humanos. Capaz de conseguir que desconocidos se unan en defensa de un ideal común elevado o que minorías tenebrosas sean capaces de torturar a sus propios congéneres. Quizás por todo ello o quizás no, la realidad es un hecho apoyado en una determinación aplastante:
España es una palabra tabú en España.
O lo era hasta hace muy poco. Nuestra historia reciente manchó el orgullo de este lugar y creó una pátina de gilipollez que nos negamos a olvidar. Sinceramente creo que no hay mayor estupidez que renegar de lo que te rodea, sea verdad o mentira. No creo que haya mayor mezquindad que utilizar partidistamente un sentimiento que es común a tantas personas por el favor de unos pocos a los que les importa nada el bien común y sólo se sienten motivados por la adicción al poder, conseguido o por llegar. Pero este país siempre ha estado gobernado por políticos y terratenientes que rara vez han sabido estar a la altura de sus ciudadanos. Y esto provocó que hace ya décadas el orgullo de sentirse español quedara escondido de puertas a dentro de los hogares, estigmatizado por elementos que son ajenos a lo que debería ser sentirte orgullosos del país al que pertenecemos.
Hoy, un grupo de 23 chavales, casi niños aún, han conseguido una proeza deportiva inigualable en la historia de nuestro deporte. Es una proeza épica que posiblemente no vaya a generar ni un sólo punto más de riqueza en un país que emocional y económicamente está sufriendo. Es sólo deporte. Pero por unas horas, por tan sólo unos días, nos han hecho felices a estos casi 40 millones de personas, si no a la totalidad de los 46 millones. Nos permitieron olvidarnos de nuestros problemas, de nuestros agobios, de nuestras ansiedades. Nos liberaron de nuestra realidad y nos invitaron a soñar que nosotros eramos el jugador número 24 y que compartíamos esta proeza con ellos, que eramos co-partícipes de su gloria.
Y desataron un sentimiento popular inenarrable, fruto de la emoción del momento y de los sentimientos a flor de piel. Quizás fuera todo mentira; quizás no. Pero en medio de esa catarsis colectiva de histeria y orgullo patrio, centenares, miles, millones de banderas salieron de la nada, del olvido. Y esas banderas de España convivían con las banderas y los símbolos de cada ciudad, provincia, región, en armonía fraterna y respeto mutuo. Y esas banderas eran sólo una: la bandera de España. Sin aguiluchos cruentos. Sin anti-estéticas franjas moradas. Y sus propietarios hicieron gala de sentirse felices de vivir donde vivían, de pertenecer a la tierra que les vio nacer, de ser una ínfima parte de esta historia de glorias y desgracias. De ser españoles. Las calles se llenaron de banderas españolas y camisetas rojas. La vergüenza, la estupidez y la felonía desaparecían ante la mirada indignada de los que ansiosamente desean alimentar el odio y el rencor del pasado o de los que confunden patriotismo con episodios lamentables de nuestra historia que afortunadamente nunca volverán.
Quieto en mitad de la calzada, miraba calle arriba y calle abajo y hasta donde alcanzaba mi vista sólo era capaz de distinguir un mar de banderas, camisetas, bufandas y gorras de España, llevados por personas orgullosas de su país, felices por unas horas de su presente, en paz con su pasado y esperanzados en su futuro, entusiasmados de compartir ese sentimiento con su vecino, con otros compatriotas a los que ni siquiera conocían. Y fue en ese momento cuando adquirí conciencia de que yo también estaba ondeando una bandera. De que yo también gritaba en medio del jolgorio. De que mi rostro estaba pintado a franjas rojas con una banda amarilla en el centro. No; no me gusta el fútbol, salvo cuando se trata de partidos de la selección nacional de mi país. Es la única ocasión en la que intento ser fiel a la cita y no perderme ni un minuto del partido. Es una especie de fiesta de la que disfruto especialmente. Y no, no soy amigos de gestos patrióticos pero no soy lo bastante estúpido como para sentirme orgulloso de aquello a lo que pertenezco, quiera o no. Y ese «aquello» se llama España.
Y no sólo porque estos chicos jueguen al fútbol como los mismísimos ángeles, que también, sino porque me siento español. Puede que todo esto sea una verdad o una mentira, pero, en todo caso, es mi verdad o mi mentira. Y me siento parte de ella y, sorprendentemente para mí mismo, me enorgullece serlo.
Ahora que el rodillo del tiempo nos aleja del momento de máxima euforia y la rutina nos orienta hacia tareas y pensamientos mucho mas mundanos, me gustaría creer que todo lo que hemos vivido no fue un sueño. Que mis vecinos, los ciudadanos de España, de toda España, abren los ojos y despiertan de su letanía y son conscientes de la grandeza de la tierra a la que pertenecemos. Y que sentirse orgulloso de ello es algo mucho más grande, infinitamente más noble, que la irrelevante identificación con uno u otro movimiento político.
España es nuestra. Nos pertenece a los españoles, a los ciudadanos, a la gente de a pie, no a los políticos ni a los gobernantes a quienes pusimos nosotros en donde ahora están. No debemos renunciar a ese derecho y a ese deber. Tal vez sintamos que ese sentimiento no es recompensado, que nuestro país no está a la altura de nuestras expectativas, que es difícil sentirse orgulloso de una nación que nos ha permitido caer en desgracia. Pero en esos casos, tiendo a pensar que el hoy es sólo una circunstancia y que los seres humanos somos imperfectos de por sí. No es por ellos por los que me siento español. Es por los campesinos, ganaderos, alfareros, estudiantes o mesoneros que un día empuñaron un fusil y lucharon poniendo en juego su vida por defender el trozo de tierra en el que vivimos y que ahora sentimos que nos pertenece. Su esfuerzo fue el que hizo grande a mi país. Y ellos eran gente humilde, gente llana como tu y como yo. O como Iniesta, Gasol o Rafa Nadal. Por todos ellos, por todos nosotros, ojalá esas banderas no se vuelvan a esconder en los armarios y continúen siendo un icono común de un sentimiento común, que se llama España.