El secreto del girasol

El girasol es, probablemente, una de las plantas más inteligentes que jamás hayan existido; estira su cuello y gira su cabeza constantemente para no perderse los rayos del sol en ningún momento del día. Su indecisión es proverbial, no lo voy a negar. Nada que ver con las soberbias hortensias o las petulantes rosas que permanecen siempre sublimes en su quietud, desafiando a quien quiera admirarlas a acercarse ante su mayestática presencia.

Desconozco si el girasol necesita la luz solar en mayor medida que otras plantas para poder sobrevivir o si, tal vez, se haya acostumbrado a este grado de dependencia de tal modo que un capricho momentáneo haya derivado a decantarse en necesidad. Ni lo se ni me importa; yo no soy un vegetal ni entra en mis planes, Dios mediante, serlo en mucho tiempo. Pero esto no es óbice para que muestre un punto de simpatía hacia el espléndido girasol y su nada desdeñable esfuerzo por acumular rayos solares a porfía.

Al fin y al cabo, la actitud del girasol, por más que nos pueda parecer caprichosa y mundana, resulta extraordinariamente humana. Nada más propio de nuestra forma de entender la relación con quienes nos rodean y de expresarnos en sociedad que aquello de orientarnos hacia donde mas calienta el sol, aunque en ocasiones para ello debamos dar la espalda al escenario al cual se supone que tendríamos que estar mirando. Nada resulta más difícil que negar el instinto de supervivencia. Ni más estúpido. Ni más humano.

Pero aquí es donde nace la paradoja. Porque los girasoles, como tú y como yo, tienden a vivir en comunidad. Decenas de miles de ellos nacen, crecen, mueren y giran corona simultáneamente, separados apenas uno o dos palmos el uno del otro. Su vida oscila entre la rutina de la masa que vive y actúa como si de una sola entidad se trataran, y el ansia de querer sobrevivir que le ha impuesto la madre Naturaleza por nacimiento. Y es que al girasol, en realidad, le importa cuatro pipas lo que le pase a los que están en su entorno. Gira y gira sobre su propio eje. Busca sus propios rayos de sol, aspira a su bocanada de vida. El hecho ocasional de que, al hacerlo, coincida con miles o millones de compañeros y vecinos no es su problema; no deja de ser una mera anécdota a la que es totalmente ajeno.

girasolNo está mal para una planta simplona, bastante feucha, se ponga como se ponga Van Gogh, y cuya aportación no ha revolucionado el mundo sobre el que habita más allá de ofrecernos una variedad prescindible de aperitivos y un aceite bastante indecente. El girasol no es flor muy dada a la coquetería, no es un árbol majestuoso, no provoca alteraciones agresivas en su entorno, no atrae a miles de aficionados; no protagoniza un gran episodio en el gran libro de la botánica. Solo vive y gira. En otras palabras, os puedo garantizar que no resulta nada divertido ni apasionante ser un girasol.

Sin embargo, en este ritual de aparente fragilidad vegetal construida sobre un mosaico de voluntades individuales aisladas en medio de una aplastante multitud, reside la esencia de la belleza de su comportamiento. Sin saberlo o sin quererlo, todos los girasoles viven y giran al unísono como si de gráciles bandadas de estorninos o infinitos bancos de sardinas se trataran. La suma de un millón de seres crea una belleza inmensamente superior. Y el hecho de que lo hagan de modo instintivo y egoísta no le resta ni un ápice de valor a dicha acción comunitaria.

Los girasoles viven y comparten hábitos en comunidad. Coinciden en sus decisiones, pero no acuerdan un movimiento conjunto. No construyen sinergias porque no obtienen ningún beneficio de su acción conjunta. Solo toman sus caminos y estos, azarosamente, coinciden con precisión milimétrica. Misterioso, extravagante y caprichoso destino del azar.

Tal vez pienses que ningún girasol se ha planteado nunca que pasaría si dejara de girar de forma voluntaria. Es un lujo ser inmune a la tortícolis, pero supongo que algo de cansados deben acabar, quieras o no. O puede que sientan el punzante hormigueo de la rebeldía. Descartemos el natural impulso de querer diferenciarse de los demás como fuerza motriz porque, como ya hemos dicho, los demás les importan menos que nada. Pero aún así es más que probable que en ocasiones sientan ganas de actuar por voluntad propia, de salirse de la norma, de tomar un rumbo nuevo. Al menos si yo fuera girasol así me ocurriría, con mi proverbial manía por hacer siempre lo que me sale de los huevos… perdón, de las pipas.

Yo apostaría, viejos bribones fotosintéticos, a que no pasaría absolutamente nada si permanecierais quietos, y lo sabéis perfectamente. Tiendo a creer que todos y cada uno de vosotros, desde vuestra individualidad comunitaria y vuestro sentimiento de desapego asocial, compartís ese gamberro secreto inconfeso. Pero calláis y giráis como si el mundo no fuera con vosotros. Guardáis vuestro secreto y seguís vuestro camino esférico como si nada en el mundo más importara. Actuáis con obstinada constancia, indiferentes al esfuerzo conjunto, las dudas de los humanos y al paso del tiempo.

Y, ya puestos a poner las cartas sobre la mesa o a elevar el juego de nuestras conjeturas a ruta endiablada por el tortuoso camino de la imaginación, creo saber la razón. No me extrañaría ni lo más mínimo que la motivación que os impulsa a guardar tan celosamente vuestro secreto y a permanecer en eterna rotación no es otra que el pensamiento de que sois, todos y cada uno de vosotros, poseedores de esa información de forma exclusiva. Me jugaría mil maravedíes a que creéis ser tan únicos, tan superiores, tan importantes, que sólo a vosotros os ha sido dado el oculto conocimiento supremo de la inutilidad de vuestro movimiento. Y todos y cada uno de vosotros, retorcidos vegetales de cara de plato, calláis como si de putas gardenias se tratara y seguís con vuestro girar y girar mientras os reís hacia dentro pensando lo estúpidos que son vuestros vecinos al ignorar lo que cada uno sabéis y la cara de sorpresa que pondrían los demás si alguna vez les contarais la cruda realidad.

girasoles

Sea como sea, debéis saber que a mí no podéis engañarme con vuestro juego de egos y celos vanidosos. No me la dais con queso, pese a vuestras caras inexpresivas y a vuestro aspecto delicado y ausente. Os conozco demasiado bien y, qué demonios, también os admiro. No se si es por vuestro secreto o pese a ello, pero la realidad, sea ésta como sea, es que siempre permanecéis en movimiento. Giráis y giráis, día tras día, bajo la lluvia arrolladora o el sol abrasador, en semana laboral o en apetitoso fin de semana. Siempre en secreto, siempre constantes, siempre en acción; ya es más de lo que muchos de nosotros podríamos decir…

Yo os admiro por ello, estimados girasoles. Larga vida tengáis, obstinados, retorcidos y egocéntricos pipáceos. Y permitirme que os diga, si no os causa molestia, que si alguna vez os cansáis de vuestro hábitat rural, estáis invitados a veniros a la gran ciudad. Seréis más que bienvenidos. Al fin y al cabo, ya sois como unos de nosotros.

Y tú, ínclito lector, quizás no olvides estas humildes palabras la próxima vez que tu ruta recorra los interminables campos de girasoles que nos rodean. Quizás esa vez dejes de verlos como estúpidas plantas inertes para tomar conciencia de que eres observado por cientos, miles, millones de ojos que te observan y te estudian desde sus retorcidas y malintencionadas mentes.

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