Hoy quiero compartir con vosotros un consejo que hace poco me dio alguien que sabe más que yo de esa cosa extraña que es vivir:
«En esta vida todo tiene un precio, tanto lo que hacemos como lo que dejamos de hacer. Al final, todo se resume a determinar el impacto de unas y otras decisiones; es una cuestión de hacer constante balance de costes y oportunidades…«
Debo admitirlo; desde un primer momento la frase me impactó. Es verdad que muchas veces tendemos a actuar de forma impulsiva dejándonos llevar por reacciones viscerales. No solemos perder mucho tiempo reflexionando sobre las consecuencias de nuestros actos. Nos engañamos a nosotros mismos diciendo que no tenemos mucho tiempo para pensar, que la primera impresión es la que cuenta, que lo que decimos y hacemos es lo que nos sale de dentro, lo que de verdad sentimos. Honestidad a cualquier precio. Pararse a pensar las consecuencias de nuestros actos parece, pues, a priori un fenomenal consejo.
Como una vez dije en este sitio, nuestros actos marcan nuestra vida y, una vez dichos o hechos, quedan impresos para siempre en la estela de nuestra vida y no tenemos más remedio que cargar con ellos y asumirlos de la mejor manera posible. Ni el perdón puede borrar nuestro comportamiento.
Pero cuando más vueltas le daba al consejo que me habían regalado, adquiría una nueva dimensión. A cada pensada me sonaba más a otra frase que me gusta bastante, bastante menos. Parálisis por el análisis. Esto es, aquellas situaciones a las que dedicamos demasiado tiempo a pensar en las repercusiones de nuestros actos y nuestras decisiones, lo que nos puede llevar a perder oportunidades únicas en nuestra vida o a convertirnos en verdaderos conejos atemorizados por dar un paso en falso.
En casos así, tener en cuenta que todo en la vida tiene un precio y concederle una importancia excesiva se puede volver en nuestra contra y convertirse en nuestro peor enemigo. En realidad, nadar y guardar la ropa es una tarea extremadamente difícil y requiere mucha, pero que mucha práctica; son muy pocas las personas que saben hacerlo con verdadera maestría. Las mas de las veces nos vemos obligados a quitarnos la máscara, a mostrar nuestras cartas con la esperanza de que nuestros contrincantes tengan peores bazas que las nuestras. La vida muchas veces nos empuja a mojarnos el culo, a posicionarnos, a tomar parte, a jugárnosla al todo por el todo.
En resumen, muchas veces la vida nos empuja a ser valientes; quizás a ser uno más de esos tantos valientes que llenan los cementerios en todas partes… o de los que cayeron orgullosos de defender su forma de pensar y actuar y ser consecuentes con ello. Pero, sea como sea, en repetidas ocasiones nos vemos obligados a posicionarnos y abandonar cómodas posiciones ambiguas defensivas en las que refugiarnos por miedo a nuestras consecuencias.
Entonces, ¿cuál es el mejor camino a tomar? ¿Ser esclavos de una permanente reflexión sobre el peso de nuestras decisiones o dejarnos llevar por lo que nos dicta el corazón? ¿Cuál es la frontera que marca el mix perfecto entre uno y otro extremo? ¿Cuáles son las reglas que nos indican cuándo debemos pensar las cosas dos veces antes de actuar y cuando actuar rápidamente tal y como nos señala nuestro instinto?
Si lo supiera, os aseguro que no estaría aquí escribiendo este post; habría escrito varios libros a lo Alex Rovira o Emilio Duró y viviría opulosamente del cuento diciendo a los demás sartas de obviedades a cambio de elevados cachés por conferencia y riéndome de las miserables vidas de mi audiencia sólo porque he tenido la flor en el culo de escribir un librillo que ha entrado por los ojos a algún crítico literario con tendencia a impresionarse fácilmente. No, creo que no es mi caso. Todo lo que puedo hacer es compartir contigo los principios del Zen en los que no soy más que un aprendiz pero en los que me esfuerzo por perfeccionar y avanzar.
Todos tenemos un destino, un camino; ese camino está marcado, está predeterminado, pero no podemos aspirar a conocerlo de antemano y no tenemos capacidad para controlarlo ni dominarlo. Las cosas sucederán cómo y cuándo tengan que suceder, por mucho que nos empeñemos en hacer otros planes. A nosotros solo nos corresponde aceptar de la forma más natural posible la realidad que nos envuelve, adaptarnos a ella y estar preparados para dar lo mejor de nosotros y cumplir cada día con lo que consideramos justos.
Cuando asimilas esta filosofía vital, es fácil caer en la trampa de relajarnos y dejarnos llevar por aquello que no nos está permitido cambiar. Pero no por ello debemos renunciar a valorar las consecuencias de nuestros actos. No porque nos vaya a permitir cambiar el rumbo de los acontecimientos – no somos tan importantes como para cambiar el mundo en el que vivimos – sino porque reflexionando, meditando sobre las consecuencias de nuestros actos y sus consecuencias, podremos asimilar mejor la realidad que nos rodea; podremos adaptarnos mejor a ellas; podremos preparar el camino hacia lo más probable que pueda suceder si actuamos de tal o cual modo.
No sirve de nada ralentizar nuestros pasos perdiendo el tiempo en medir las consecuencias de nuestros actos, porque nunca llegaremos a tener un conocimiento tan amplio como abarcar todas las implicaciones de aquello que hacemos. Todo el mundo está interconectado y lo que hoy hacemos o decimos puede tener consecuencias en lugares, personas y momentos que ni sabemos ni somos capaces de controlar.
Pero no por ello debemos olvidar que, efectivamente, todo tiene un precio que debemos de pagar, tanto lo que hacemos como lo que omitimos y callamos. Aprender a conocer este precio es, como poco, un entretenimiento divertido mientras esperamos a que las cosas que tienen que pasar, pasen cuando tengan que suceder. Pensemos un poco en ello. Pero no demasiado.
Deja una respuesta