Por mucho que no nos guste que nos vendan gato por libre, el hecho es que La Verdad está absurdamente sobrevalorada hoy en día. Ya pueden ponerse como quieran el juez y el predicador; La Verdad no nos hará libre, nos hará castañear los dientes, esa es la auténtica consecuencia de La Verdad. Nada que ver con el balsámico, analgésico, creativo y siniestramente sugerente poder de La Mentira. Sin embargo, por algún motivo insospechado, la Verdad actualmente goza de una inmerecida fama mientras la Mentira está condenada al desprecio popular.
Posiblemente, esta percepción injusta y desigual venga ya de viejo. Al fin y al cabo, el enfrentamiento entre Verdad y Mentira se remonta al principio de los tiempos. Cuando todavía andaba el hombre feliz y tranquilo en su bendita ignorancia paseando por el jardín nudista del Edén, Dios lo puso a prueba prohibiéndole comer del Árbol de la Ciencia y el Saber. Flaco favor. Es más que probable que Dios supiera que el hombre y la mujer actuarían del modo en el que acabaron actuando; de hecho, siempre que alguien nos prohíbe taxativamente hacer algo da por hecho que, antes o después, acabaremos haciéndolo y desea aumentar su recaudación por medio de la consecuente multa.
Por aquel entonces, Dios no solo había inventado al hombre y a la mujer – aunque olvidara registrar sus patentes, hecho que aprovechó años después Falete – sino que también había inventado a los políticos y abogados, a los que bautizó en aquel primigenio instante con el nombre genérico de serpientes. Adán y Eva consultaron a su serpiente de oficio y ésta les aconsejó que desoyeran la orden, que no existía jurisprudencia sobre la prohibición del consumo de frutas y que, en caso de litigio, él les representaría sin coste alguno con totales garantías de ganar. Las consecuencias de aquel litigio son harto conocidas: Adán y Eva fueron fulminantemente expulsados del Paraíso, se inventó Elcortinglés para que tuvieran con qué vestirse, Eva fue condenada a parir en clínicas de la Seguridad Social y Adán a trabajar durante un mínimo de cuarenta años y cotizar no menos de treinta y nueve para recibir una jubilación de mierda no garantizada. Ah, y la serpiente consiguió escaño en las siguientes elecciones generales.
O sea, que la disyuntiva entre decir la verdad y mentir es tan antigua como la historia del hombre. En teoría, Bruto sólo pretendía limpiarle una manchita en la espalda a su padre Julio César cuando sin saber muy bien cómo se le fue la mano y acabó apuñalándolo cincuenta y tres veces. Judas sólo quería presentarle a Jesús a unos amigotes que se acababa de echar en la taberna Cuarenta Denarios de Plata, muy de moda en el Jerusalem de aquel entonces, y creía que aquel extraño comentario de la cena acerca de que «En verdad uno de vosotros va a traicionarme» era otra muestra de la celebérrima gracia de Dios que él nunca terminó de pillar, como el humor de Muchachada Nui. Y Alejandro Magno sólo había salido a comprar tabaco pero la cosa se le fue liando y liando y casi sin querer terminó invadiendo media Asia. Una mentira tras otra.
Y mientras, ¿Qué alegrías les esperaba a los que se empeñaban en decir la verdad? Acabar haciendo más pesada la digestión de los leones del circo o dando trabajo extra a los funcionarios de la Santa Inquisición. Lo dicho: la verdad nunca ha tenido mucho futuro…
Galileo era un incondicional defensor de la verdad pero, tras ser cordialmente invitado a conocer las mazmorras y salas de tortura de la ciudad, tuvo una iluminación y pronunció las famosas palabras que pasaron a la posteridad: «Ahora que lo dices, yo también tengo la sensación de que el sol se ha movido un poco, sí…». Cristóbal Colón tomó las de Villadiego con la intención de conquistar América como Antonio Banderas y ver jugar a Messi antes que nadie porque siempre sospechó que lo de non plus ultra tenía gato encerrado y sonaba mucho como a bandera facha y tal. Y ¿que me dicen de aquella amable petición de Napoleón? «Si vusplé, ¿podgían degagme pasag un momentó? Solo pgetendo cguzag gápidamente paga visitag a un amigo pogtugués y compgagme algunas toilettes, mesiés». Casi diez años a hostia limpia contra los gabachos nos costó creernos la palabra de un tío cuya imagen es el estereotipo con el que se representa a los locos, que ya tiene delito el tema…
A mi que no me vengan con cuentos chinos – que por otra parte, deben ser todos mentira con tantos dragones, grullas y tigres… -. Yo lo de la verdad como que no termino de creérmelo mucho. La mentira sale mucho más a cuenta, dónde va a parar.
Sin mentiras, no habría políticos. Sin mentiras, no habría juicios, no habrían abogados ni requeriríamos jueces. Sin mentiras, no habrían relaciones públicas ni recepciones de galas ni sonrisas de cristal. Sin mentiras, los periódicos tendrían cuatro páginas en blanco. Y los columnistas, colgarían de sus columnas vacías. Sin mentiras no habría prensa del corazón, ni corazones prensados. Sin mentiras no habrían Milli Vanilli. Sin mentiras no habrían árbitros. Sin mentira, sería la ruina para los fabricantes de banderines para jueces de línea. Sin mentiras, la foto de las Azores sería el nombre de un grupo de Facebook formado por beneficiarios del Imserso portugués. Sin mentiras no habrían inspectores de trabajo ni bancos centrales. Sin mentiras no existiría Hollywood y al león de la Metro Goldwyn Mayer nadie le hubiera pagado la ortodoncia. Sin mentiras no habría maridos ni mujeres ni matrimonios ni divorcios. Sin mentiras, los cuellos de las camisas resplandecerían siempre de blanco nuclear. Sin mentiras, no habría Verdad. Sin mentiras, las redes sociales nunca hubieran triunfado. ¿Qué íbamos a contar, la verdad? Bah, la verdad no vale un mísero retuit… A Zuckerberg le hubiera salido en balde robarle ideas a sus compañeros de facultad. Vaya dantesco panorama, pardiez.
Supongamos que nos ocurriera lo que tantos y tantos lunes. Esto es, que la noche anterior fuéramos abducidos por unos seres verdes con luces brillantes que detienen nuestro vehículo, nos secuestran y nos hacen soplar por un tubo hasta que de su maléfica máquina plena de diodos y bips sale un resultado de 3,5% de alcohol en sangre, razón por la cuál tenemos que dormir la mona en el calabozo. ¿De qué sirve en casos como éste contar la verdad, solo la verdad y nada más que la verdad a nuestro jefe? Mejor recurrir a una mentira fácilmente digerible: «Estoy en cama con gastroenteritis pero mañana voy a trabajar aunque tenga que ser de rodillas». Y todos tan felices. Si a Guti le sirvió para hacerse una carrera, a mí me vale.
O por ejemplo, ¿por qué marear a nuestra pareja explicándole que la Merkel ha decidido incrementar la presión fiscal sobre los países PIGS de la eurozona lo que provocará una consecuencia adversa sobre la carga impositiva a medio plazo en la economía de las naciones emergentes que repercutirá en un incremento de moderado a elevado en el precio del combustible derivado del petroleo lo que supondrá un encarecimiento de la cesta de la compra dos puntos y medios por encima de las estimaciones del banco central europeo, motivo por cual se nos ha olvidado comprarle un regalo por nuestro aniversario? ¿No es más fácil recurrir al solidario y sanador «que no, tonta, que lo tengo preparado en el coche, bajo a por él en un momento» y salir corriendo a la búsqueda del primer chino que encontremos abierto para comprarle litro y medio de colonia a granel?.
No os molestéis en pensarlo dos veces; la verdad está hay fuera, como bien decía Mulder. Así que cerrar bien puertas y ventanas no sea que entre, y quedaros con la cómoda y confortable mentira. Además, ya que hemos empezado con referencias bíblicas, no podemos ignorar que la mentira nos ayuda a elevar nuestro alma y nos hace mejores a los ojos de Dios. Todos hemos oído hablar alguna vez de la mentira piadosa pero ¿alguien conoce que exista la verdad piadosa? No, ¿verdad? Pues por algo será, pensad en ello. Yo nunca os mentiría sobre este tema.
O tal vez sí…
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