— No te acerques más a mí — le espetó a la cara, poniendo buen cuidado en hacer provisión de odios furibundos — No te conozco, no se quien eres, no te he visto nunca. Así que no te me acerques más y déjame en paz.
El vagón del metro quedó sumido en el silencio. Rostros que miran al suelo, pasos que se alejan, culos que se mueven inquietos en el asiento, conciencias que se acomodan. Un silbido surge de las entrañas del túnel y las puertas se cierran como los párpados de un muerto engullido bajo las tripas de la ciudad.
— No te quiero ver. No te quiero oler. No te quiero sentir. No te quiero hablar. Muérete.
Palabras que se mecen en brazos del vaivén del gusano loco. Allá donde la noche siempre habita y las luces de neón nunca se ponen, el cáncer de un millón de vidas comprimidas corre por las venas ocultas de la capital. Quieren las extrañas horas de la madrugada acoger a los borrachos que ansían llegar a su cuna para vomitar en brazos de mamá. Mil cuerpos que no quieren despertar cohabitan encerrados en su tumba de acero y plástico. La luz mortecina ilumina sus rostros somnolientos y pinta sombras chinescas en el alma de los que no tienen alma.
La sala de autopsia huele a vida sin vida, a humanidad de saldo, a oportunidades perdidas. El hediondo perfume que recorre el vagón se mezcla con el aire enrarecido de los pasadizos que no llevan a ninguna parte más allá de la próxima estación. El ozono que despiden las chispas eléctricas del catenado espesan el jugo a derrota que empapa el sudor de los viajeros.
— ¡Qué no! Quemedejes, quemedejes, quemedejes. Que no se quien eres, que no te conozco, que no he visto antes tu cara. Olvídate, piérdete de una puta vez, ¿vale?
Miradas cautivas que asoman por encima de las lecturas para volver atemorizadas al vano refugio de las hojas amarilleadas de sus vidas sin escribir. Diarios gratuitos para porvenires que no están por venir. Prensa deportiva para celebrar las derrotas del Pupas. Diarios sepias que te dicen la cotización del mercado de compraventa de seres humanos sin recursos. Revistas para peluqueras que muestran las vidas que nunca tendremos. Corín Tellado para inmigrantes que añoran su bachata lejana. Ojos vacuos que recorren entre líneas el deshilar de las paradas.
— Próxima estación: Tirso de Molina.
El vagón expele tres chavalucos que buscan un parque donde brindar con sus litronas por unas pellas de soslayo que se han marcado en el instituto donde nadie les va a echar de menos. En su lugar, sube un ejecutivo destronado que aún no sabe que está en el paro, un caballero andante que busca desesperadamente un molino de viento al que poder hincar el diente y un jubilado con carpeta de cartulina al que se le ha olvidado subirse la bragueta. Dos muchachas cuchichean en un rincón; aspiran a ser mañana princesas a tiempo parcial si encuentran una esquina libre en Montera. Y el carterista de turno ha dado con hueso al robarle la billetera a un rumano que jamás ha visto un billete, ni aunque sea de metro.
— Atención; estación en curva. Al bajar, tengan cuidado para no meter el pie entre coche y arcén — dice una voz engolada que estira las palabras deleitándose en su frase como si fuera un espontáneo en Las Ventas durante sus tres minutos de gloria.
Esta línea no tiene parada en el futuro. Este tren no tiene conexión con el porvenir. Esta parada no tiene portero que la ataje. Esta mañana no tiene fin. De algún modo que ignoro, la lluvia ha conseguido calar hasta las catacumbas de Metropolitano. El abismo esconde criaturas feroces. Las zarpas siempre hambrientas de las raíces sedientas de la ciudad estiran sus dedos y arañan con sus garras afiladas el lateral del vagón a su paso. Un chirrido metálico recorre las venas desde la boca del lobo y hiela la sangre de los pocos que quedan despiertos.
Las tinieblas se rompen cada ochocientos metros. La siguiente parada es un escaparate en el que cientos de cuerpos exhiben su desesperación mojada en salmuera. A una señal, el ejecutivo y la peluquera bajan al unísono. Sus dos palmos cuadrados son ocupados por un parroquiano orondo vestido en chándal del glorioso que sube dubitativo. Aparenta no saber a dónde se dirige. Vaya novedad; como si alguien lo supiera dentro de este patético mundo de hojalata y relleno de pavo.
— TE ODIO. TE ODIO, ¿ME OYES? NO-TE-QUIERO-VOLVER-A-VER. Pero vamos a ver, ¿por qué me sigues? No te conozco, no se quien eres, no te he visto nunca, ¿qué cojones quieres de mí? ¿Qué, dime?
La ruta continua. La estación término es sólo un punto y seguido en la ruta hacia el Averno. En cada estación, el metro entrega puntualmente la ración diaria de carne y destinos que la gran ciudad necesita para alimentarse. Engulle sus almas y escupe a un lado las cabezas, que le dan ardor. Sus intestinos rugen y piden mas viandas, mas sustancia, mas pasajeros. Siempre quiere más. Insaciable como un carpanta en cuaresma. Nunca tiene bastante.
Navajas sin filo, calvas grasientas, piercings infectados, anteojos remendados con esparadrapo, zapatillas de deportes, amores imposibles, carteras de valores, apuestas desesperadas, estraperlo de currículums vitaes, cartones de Don Simon, tickets sin valor, bolsas de la compra semivacías, colillas aplastadas, vidas que arrastra la brisa, besos que algún día alguien se cobrará, chicles de menta ácida, sujetadores mal abrochados, corbatas de seda, mochilas sin libros ni deportes, smartphones sin cobertura, bolsas de marihuana.
Vidas enlatadas. Metros que no avanzan. Libros que se acaban. Calendarios que caducan. Epitafios graffiteados con prisa. Estaciones con nombres rimbombantes. Transporte de sueños imposibles. Aletargamiento de conciencias que han bajado los brazos. Y el pasajero de la gabardina, que se arrima lascivamente a la matrona desconfiada.
— ¿Me lo vas a decir? ¿Qué quieres de mí? ¿Por qué me sigues a todas partes? ¿Quien demonios eres? ¿Cómo te llamas?
— Mi nombre es Madrid — le contestó, al fin, el espejo.
Y el metro arrancó con una sacudida y se perdió para siempre en las tinieblas de su eterno viaje a ninguna parte.
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