De vez en cuando, a la vida le da por abandonar su monotonía gris para sacarse de la chistera alguna historia capaz de hacernos levitar tres palmos sobre el suelo. Cuando eso sucede, la realidad se nos muestra un millón de veces mas ingeniosa que la mejor ficción jamás inventada por la mente humana. Hoy quiero hablaros de una de esas raras historias increíbles.
Su protagonista se llama Laurence Oswald. Supongo que su nombre no te dice nada. Como mucho, tal vez te suene a galán de los años cuarenta o a magnicida esquizoide; nada más lejos de la realidad.
No te molestes en preguntarle a la Wikipedia; no aparece. Para abrir boca, te contaré que el tal Oswald era un inglés de pura cepa, de los de BBC, pantuflas de felpa y tabaco en pipa diarios; mas británico que el gin-tonic de su graciosa majestad o la estampa de un profesor de Oxford montando en bicicleta con capa y birrete. E igual de popular, aunque te pueda sorprender.
Oswald no era un político ni un militar. Sin embargo, consiguió que a lo largo de su vida generaciones de ingleses obedecieran a rajatabla con solo oír su voz acentuada, con un disciplina tal que ya la quisiera para sí el mas exigente instructor de los marines.
Laurence Oswald tampoco era un actor; no te molestes en hacer memoria; tampoco le conoces por ese motivo. Jamás ganó un galardón ni rodó una película ni, que se sepa, en su vida interpretó papel alguno en televisión. Sin embargo, su voz era tan familiar para cualquier inglés como la del célebre discurso de Churchill.
Siete segundos de fama
Andy Warhol pasó a la historia básicamente por 3 cosas, a saber: pintar cuadros de sopas de tomate envasada, colocarse con la flor y nata de los artistas malditos de su generación y resumir toda la filosofía vital de la segunda mitad del siglo XX en una sola frase: “todo el mundo tiene derecho a sus 15 minutos de fama”. En el caso de Oswald, la fama le llegó por bastante menos de 15 minutos; para ser exactos, le bastó con los siete segundos que se tardan en pronunciar tres monosílabos: “mind the gap” (algo así como «cuidado con el hueco«).
Oswald grabó esas tres palabras en 1960 para el Metro de Londres. Fue la obra maestra de su vida. Suficiente como para abrirse un hueco en la historia anónima de las personas comunes. Durante más de cinco décadas, Metro de Londres usó la grabación de Oswald para alertar a sus viajeros para que no metieran literalmente la pata al subir o bajar de los vagones.
Supongo que su perfecta pronunciación y engolada dicción cautivaron la atención de los pasajeros y, con el paso de los años, su grabación se popularizó hasta convertirse en un icono cultural del Londres mas castizo, a la altura de los double decker bus, las cabinas telefónicas rojas o sus anti-aerodinámicos taxis. Gracias a él, las visitas al Metro de Londres compitieron con Piccadilly Circus, Trafalgar Square y Buckingham Palace como lugar de peregrinación para millares de turistas que descendían al subterráneo para oír a Oswald pronunciar su “mind the gap” en un british english pluscuamperfecto merecedor de ser incluido en la versión de audio de la Enciclopedia Britannica. Si Liverpool tenía a sus Beatles, Oswald era la banda sonora de la gran capital del Imperio.
Sin embargo, los años no pasan en balde. Tradición e innovación no son buenos compañeros de viaje y, para cuando Oswald falleció a los 80 años en 2001, los avances tecnológicos habían hecho desaparecer su grabación de la mayoría de las estaciones del Metro y, con ella, el humilde rastro que el bueno de Laurence dejara a su paso por esta vieja bola de piedras y sueños rotos que llamamos planeta Tierra.
La última estación en la que pudo escucharse su voz fue la de Embankment, en la línea Northern Line. Y por ese motivo cada día, lloviera, nevara o cayera un sol de justicia, acudía hasta allí su viuda. La señora Oswald pagaba religiosamente su billete, saludaba al personal de la estación y se sentaba en un banco durante horas para escuchar la voz de su marido y recordarlo en su ausencia.
Ajena a los ojos de los pasajeros que pasaban frente a ella ignorando su identidad, aquellas tres palabras repetidas hasta la eternidad constituían su puente de unión con el difunto señor Oswald por encima de la vida y de la muerte. De este modo homenajeaba diariamente la breve obra maestra de su esposo mientras él, por su parte, le pedía que cuidara el hueco que se había abierto entre ellos hasta que sus destinos volvieran a unirse en otra dimensión. Mind the gap, honey, mind the gap.
Pero un mal día, la señora Oswald sintió que su corazón se rompía en mil pedazos al descubrir que la grabación había sido eliminada también de aquella estación. Desolada, se puso en contacto con TfL – Transport of London -, la compañía gestora de las estaciones de metro de Londres, para preguntarles si podía obtener una copia del ‘Mind the gap‘ antes de que el registro de la voz de su esposo se perdiera para siempre en el olvido.
Afortunadamente, su historia les conmovió en modo tal que su personal se desvivió para localizar el corte y no sólo realizaron una copia del anuncio en un CD para que ella pudiera tenerlo, sino que están trabajando para recuperar su locución en la estación de Embankment, tal y como ha reconocido Nigel Holness, director de Metro de Londres.
Tal vez no sea la primera vez que leéis una historia similar. Pero lo mejor de esta historia es que es real. No se a vosotros, pero a mí me pareció fascinante. Confío en que estaréis de acuerdo conmigo con que una historia así brilla como una supernova entre la oscuridad de las deprimentes noticias que cada día nos cuentan los medios. Ojalá los telediarios incluyeran con mas frecuencia historias así, genuinas leyendas forjadas a base de alma por seres anónimos que viven a nuestro alrededor.
Historias como la del señor y la señora Oswald nos enseñan un valor humano que está muy por encima de las memeces irrelevantes del politicucho de turno o de la banal crónica del partido del domingo. Y sin embargo, suelen acabar relegadas a una breve mención escondida en la sección de sucesos por culpa de algún redactor-jefe con menos imaginación que un tratado de odontología persa, en detrimento de las estupideces que nos rodean y nos impiden ver el bosque.
El amor atemporal de los Oswald y la empatía de los empleados del Metro que se desvivieron por satisfacer a una humilde señora anciana es una de esas historias que te ponen la piel de gallina, te dan la vuelta al alma. Transmiten una sensibilidad y una nobleza que no es fácil de encontrar en el día a día.
Me gustaría pensar que en la profundidad de esta anécdota se esconde un maravilloso consejo sobre cómo afrontar nuestras vidas. Mind the gap, colega. Como concepto ante la vida. Abre los ojos a lo que realmente importa y mira más allá, mucho más allá de lo que tienes delante. Vigila el hueco que se abre entre la realidad y el universo de cartón-piedra que nos quieren vender. Intenta no meter la pata cuando des un paso por encima del vacío en busca de un lugar al que asirte para que te lleve bien lejos.
Y si a pesar de todo, te das algún batacazo y te dejas algún diente hincado en el suelo, recuerda a la señora viuda de Oswald y piensa que a veces la vida nos da la oportunidad de levantarnos de nuevo y convertir nuestros días en un homenaje a aquellas personas que sí valen la pena.
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