Navidad sobre el mantel


Sobre la larga mesa aún permanece el grueso mantel de algodón. Por él no pasan los años. Permanece extendido, como si quisiera aprehender algún rastro de la vida que su superficie ha conocido, mudo testigo de décadas de confidencias, risas y alguna que otra lágrima furtiva.

Repartidos a lo largo de su extensión, aún quedan restos y sobras de la noche anterior. Por su naturaleza, no resultaría muy difícil adivinar dónde se sentaba cada uno durante la cena. Los trozos de pavo mal masticados y los lamparones de jugo de la salsa, ahora apenas visibles bajo una montaña de envoltorios de celofán que hace unas horas cubrían chocolatinas, bombones y caramelos, revelan el lugar donde la chiquillería se agrupaba.

Ese montoncito de cáscaras de nueces mezclado con alguna peladilla que se resistió a ser comida sólo puede marcar el sitio donde se sentó la abuela, presidiendo la mesa con su nonagenaria sensatez y su tranquila quietud.

Donde se agrupan panderetas, zambombas y matracas, dirigidas de cerca por una botella de anís con su superficie dañada a costa de ser rascada, se hace evidente que, un año más, mi madre y sus hermanas ofrecieron a su sufrida audiencia un recital de villancicos desentonados. Entre el mantel todavía quedan rastros de sus risas y sus bromas.

La copa de brandy indica el lugar de mi padre. Sólo durante la cena de nochebuena, nunca apurado, pero siempre su eterno brandy navideño; servido en copa de balón sin hielo, como mandan los cánones, calentado lentamente con la ondulación de su mano, como si de un secreto pasatiempo navideño se tratara.

Servilletas mal plegadas, platos a medio comer, copas, muchas copas; éste era, sin duda, el lugar donde mis hermanas y primas se esforzaban por contarse atropelladamente todo lo que les había sucedido durante el año, tratando de reconstruir once meses en sólo algunas horas, hablando todas a la vez en un solo murmullo sordo y lleno de complicidad.

Y, por supuesto, esos huecos en el sofá indican que este año también alguno de mis tíos han sucumbido a la zozobra y al Rioja y han echado una cabezadita mientras por la televisión alguna folcklórica hacía las dudosas delicias de una audiencia que estaba más por otras cosas que por perder el tiempo escuchándola.

Ese sitio, el del cenicero repleto de colillas mal apagadas y el vaso de whisky de malta aguado; ese sitio no me hace falta adivinar por quien era ocupado. Era mi sitio, el lugar desde el que callo y les escucho a todos, les veo a todos, donde capturo sus rostros, sus gestos, sus bromas, sus miradas. No es un mal sitio; desde allí, siento y saboreo toda la vida que me rodea. Y doy fe de que es mucha.

No se si será una vida plena o más o menos vivida a la carrera. No se si estará repleta de grandes méritos o de pequeños hechos cotidianos. Ignoro si será una vida de esas que quedan reflejadas en los libros de texto o se amarilleará con el paso de los años y los niños. Pero esa vida, toda esa vida, es mía y la siento mía. Forma parte de mi familia, como lo forman todos y cada uno de los recuerdos que rodean a esta noche mágica, cálida, hogareña, profunda.

Desde la puerta del salón, tomo aire y aspiro profundamente. En la estancia se percibe al dulzón aroma de las bandejas de pastas y turrones, de esos que nunca han pasado por una máquina, de los que están hechos con el amor y el cariño de unas manos artesanas nacidas en el único sitio donde el turrón merece ser llamado turrón, Jijona. Se huele el rastro de mil licores y diez mil cigarros, madurados bajo cien horas de placentera sobremesa. Se detecta el olor superpuesto de decenas de perfumes que apenas consiguen enmascarar toda la humanidad, amable y bondadosa, sobre la que anoche lucieron.

Y por supuesto, se respira el olor entremezclado de mil platos cocinados en el calor de cuatro hogares, cocidos a fuego a fuego lento, elaborados con infinita paciencia y no menos dosis de amor. Y, sobre todos ellos, el aroma de la borreta, esa sopa elaborada a base de espinacas, puerros, ñora y bacalao que cada año prepara mi abuela como entrante a la cena, un plato cuya receta se pierde en el origen de los tiempos y que me habla de épocas humildes, de sabiduría popular, de cariño materno y de arraigo a la tierra.

Abundancia de olores, de aromas, de platos, de emociones y de sobras. Porque mi familia todavía sigue cocinando suficiente cena de Nochebuena como para alimentar a un regimiento durante todo un mes. Nadie me lo ha dicho expresamente pero yo se que lo hacen como una excusa para poder comer juntos el resto de la semana, la que va entre Navidad y Nochevieja,bajo el pretexto de tener que acabar con todos los restos. Y deseo profundamente que esa costumbre secreta no acabe nunca, que siga sirviendo de nexo de unión como un pegamento que intenta estirar la esencia navideña mucho más allá del día 25 para construir un poso de conexión mucho más intenso si cabe que el de la sangre que nos une.

Me aproximo a las ventanas para subir las persianas y correr las cortinas. El salón es bañado al instante por un tímido sol matinal, apagado pero tenaz, que se nota que está haciendo un esfuerzo para concentrar las pocas fuerzas que le quedan durante su hibernación en el afán de dotar con algo de tenue luz natural a este día tan especial. Una suave brisa agita las cortinas, penetra en el salón y se desliza por la habitación haciendo, a su paso, tintinear las copas casi vacías de cava y sidra.

Un escalofrío recorre mi espalda cuando siento como si los recuerdos del ayer se hubieran esparcido sobre la mesa de nochebuena, brindando con sus invisibles manos por los años que se fueron y por los que ya no están entre nosotros. Siento sus rostros, oigo sus voces, huelo su recuerdo, rozo sus mejillas y una lágrima huye de mis ojos en homenaje a mis abuelos paternos, a mi abuelo materno, a esos familiares que no tuvieron plato anoche sobre la mesa, pero que presidieron el banquete desde su mesa allá en las alturas. Siento de nuevo el calor de su presencia que me abraza y me siento, al mismo tiempo, eternamente triste y cálidamente reconfortado.

Y en estas andamos cuando tomo constancia del motivo de la brisa; una ventana mal cerrada, entreabierta tras el árbol de navidad, deja colarse la fría brisa matutina. Al apartar la cortina, que se arremolina en torno de la corriente de aire, se descubre ante mí los pies del árbol rodeados de zapatos y absolutamente atestados de regalos. Inmensas, coloridas, aparatosas cajas de juguetes, envoltorios de libros, cajas de perfume, la corbata y el pañuelo de todos los años más algunas prendas mal empaquetadas a última hora con una torpe urgencia casera; paquetes que acumulan pequeños tesoros, secretos deseos, ofrendas de buena voluntad, magia enlatada para niños.

En apenas unos minutos, el salón se volverá a llenar de gritos de sorpresa, de risas, de jirones de papel de regalo que vuelan, de cajas abiertas por minúsculos dedos temblorosos, de ilusiones infantiles, aún vírgenes de las patadas y los tragos amargos que ofrece la vida a quien tiene la valentía de afrontarla. La magia de la Navidad se pintará sobre las caras de los pequeños, en algunos casos por primera vez en sus diminutas e incipientes vidas, y encogerá el corazón de los mayores, estremecidos por el momento.

Y sentiré que hoy también, un año más, la fuerza de la vida se abre paso para avanzar hacia adelante, siempre hacia adelante, hacia un destino incierto como sólo ella sabe ser, con pasos dubitativos pero firmes, con la creencia de que mañana habrá algo más y mejor, con la solidez que aportan los profundos principios que nos atan, que nos mantienen unidos en un solo alma y en un solo hogar. Y alzaré mi copa por esta familia.

Y volveré a brindar porque las desgracias del año saliente queden pronto cubiertas de polvo. Y porque las alegrías que nos quedaron, que también las hubo, pasen a formar parte del altar de nuestras dichas comunes. Y para que el año que pronto comenzará nos ofrezca, al menos, momentos juntos, oportunidades para reírnos de la estupidez del mundo en el que vivimos, soplos de aire puro, momentos de sosiego para saber y poder hacer las paces con nosotros mismos, calor para mantener la llama encendida de nuestra pasión común. Nuestra familia.

Y, cómo no, brindaré porque dentro de doce meses todos podamos volver a estar puntuales en nuestra cita anual con la Navidad sobre el viejo mantel de algodón, con la alforja de los sueños renovada, la mochila de las esperanzas repleta y la sonrisa intacta.

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