Banda sonora recomendada: Bitch (Meredith Brooks)
«Cenicienta tiene un plan: cuando el reloj marque la medianoche se inmolará en brazos del primer príncipe que le ofrezca un zapato de cristal…«
En el instante en el que las agujas del reloj se abrazaron fugazmente en la cumbre de la esfera del reloj, en el móvil de Gabriela se desencadenó una irritante melodía. Puso cara de asombro, contrayendo sus labios como si fuera a pronunciar una u francesa, y respondió a la llamada. Con cara de circunstancias, asintió contrariada hasta que dio fin a la escucha con una respuesta susurrada que se perdió bajo el fondo de jazz del Gilda. Su joven acompañante solo pudo entender con suficiente claridad que aquella frase suponía una sentencia de muerte prematura a la prometedora noche que, hasta unos minutos antes, parecía ser: descuida querida, enseguida salgo hacia allí.
Gabriela le ofreció una desordenada exposición de los hechos. Una amiga tiene un problema… su novio, que le acaba de dejar… está hecha polvo, la pobre… siento mucho tenerme que ir precisamente ahora… apúntame tu teléfono, te llamo mañana sin falta… eres un amor… de verdad que lo siento… nos vemos pronto, ¿vale?
Gabriela abandonó a la carrera el bar antes de que su anónima pareja hubiera podido asimilar la noticia. En un abrir y cerrar de ojos, se había quedado plantado en la barra con cuatro martinis pendientes de pago y un incendio implacable bajo de los calzoncillos. La impresionante rubia de curvas imposibles y ojos color océano índico se había desvanecido del mismo misterioso modo en el que había surgido. Todavía era capaz de recordar el sabor de sus labios y el contacto de sus pechos duros. Decidió agarrarse con resignación a estos recuerdos mientras comenzaba a desgranar el paso de los minutos restantes para recibir una llamada que nunca llegaría.
Gabriela, la rubia explosiva, salió al calor de la primaveral noche neoyorquina y extendió los pliegues de su minifalda hasta que ésta alcanzó la altura de sus rodillas sin dejar de correr hacia la acera. Una vez allí, llamó al primer taxi libre que pasó. Antes de entrar en el coche, el dedo anular de su mano derecha volvía a lucir una alianza de bodas con un pedrusco del tamaño del Taj Mahal. Gabriela dio su dirección al taxista y el vehículo arrancó, dejando tras de sí a un desconocido desconcertado y una tarjeta de visita abandonada sobre la calzada.
Durante la docena de manzanas que componían el trayecto desde la Quinta Avenida, Gabriela se atusó el pelo, se repasó el carmín y la raya de los ojos para rematar la operación echando mano de perfilador y de un par de pulverizaciones al azar de un pequeño frasco de Channel nº5.
Veinte minutos después, la pesada puerta del quinto piso de un edificio señorial situado frente a Central Park se cerraba con aplomo tras ella. Arrastró los pasos trabajosamente por el pasillo mientras se quitaba los tacones. Como tantas noches, David la esperaba sentado en su butaca leyendo la prensa financiera y degustando su Armagnac favorito en copa de balón con tragos cortos y sonoros. Apenas levantó la mirada del diario cuando su joven esposa se detuvo frente a él apoyada en el quicio de la puerta del salón.
— ¿Otra vez tarde? Querida, tienes que ponerte firme y acabar con esas reuniones interminables que van a acabar contigo.
— ¿Qué me vas a contar? — dijo a modo de excusa innecesaria. — Estoy destrozada; esto no hay quien lo soporte… Es la cuarta vez en lo que llevamos de mes.
— La quinta, para ser exactos — replicó su esposo sin apartar la lectura de su diario — ¿Otra vez el Consejo de Accionistas?
— Esas viejas gárgolas no saben lo que es tener vida. Sólo les importa que alguien les garantice sus malditos dobles dígitos en la cuenta de resultados. Imagínate, ¡Dobles dígitos, con la que está cayendo! Han hecho falta cinco horas para convencerles de que un ocho y medio por ciento de crecimiento es suficiente motivo como para abrir el champagne. Ya sabes cómo son esas cosas…
— Lo se, lo se, querida. Menuda pandilla de estúpidos. ¿Has cenado algo? Te he dejado un poco de rosbif en la nevera.
— Uff, no, gracias. A estas horas ya se me ha pasado hasta el apetito. De todos modos, algo de sushi y fruta he tomado del catering. Y tu, ¿qué tal por el despacho?
Gabriela no escuchó la respuesta de David. Se la conocía muy bien y en esos momentos le importaba un bledo. No tenía el cuerpo para escuchar las peripecias y entresijos del nido de víboras que era el prestigioso bufete de abogados que presidía David. En cualquier caso, éste parecía no haber sospechado nada y eso era lo importante.
En vez de ello, su mente salió volando por la ventana de vuelta al pub donde había pasado las últimas tres horas. Su imaginación recorrió el Gilda saludando a algunas caras familiares hasta llegar a la barra en la que aún permanecía el joven de curtida piel morena con el que había pasado una agradable velada.
Se recreó pensando en su mandíbula prominente y sus ojos de color miel. Volvió a notar la dureza de sus bíceps, sus fuertes hombros y su miembro erecto. Sintió un punto de placer al rememorar sus besos prolongados y húmedos y el tacto de sus anchas manos bajo su blusa y su falda en ese oscuro rincón del Gilda que tan bien conocía. Intentó en vano recordar su nombre, pero no pudo; era algo empezado por i o por a, no conseguía ponerse de acuerdo en ese punto. Finalmente, se recreó en el gesto del joven cuando le anunció que lo dejaba repentinamente solo con su excitación y sus promesas incumplidas de sexo furtivo. Y al hacerlo, volvió a paladear el pérfido placer de sentirse viva de nuevo aunque sólo fuera por ese furtivo instante.
Cuando cayó en la cuenta de que David había terminado su aburrida perorata, murmuró una excusa, le deseó buenas noches y tomó camino de la cama tras hacer la pertinente parada para dar un beso de buenas noches a sus dos hombretones que ya dormían a pierna suelta en sus dormitorios soñando con que llegara pronto el momento de dar su primer beso de amor.
Una vez en la alcoba marital, Gabriela se desvistió apenas consciente de que estaba levitando a tres palmos sobre el suelo. Tan pronto su cabeza rozó la almohada, sucumbió ante el sueño con una sonrisa malévola en su rostro como única prueba de su enésima noche de sexo anónimo.
Cenicienta tiene un plan. Cada segundo y cuarto jueves del mes aparcará su escoba, se quitará el delantal y se dejará besar por el primer extraño que se cruce en el Gilda hasta excitarlo hasta el borde del orgasmo, para abandonarlo repentinamente cuando la alarma del reloj le avise de la llegada de la medianoche. Vengará así la rutina en la que se ha convertido su vida y la distante actitud de su altivo esposo machista. Pondrá buen cuidado en no destruir todo lo que ha conseguido hasta ahora en la vida ni perder de vista la cuenta corriente de David y la custodia de sus hijos. Pero no renunciará por nada a sus noches de pasión. Y nada le importará lo que puedan pensar los demás sobre su comportamiento.
Ni convencionalismos sociales, ni remordimientos de hermanastras celosas ni el sagrado manual de lo que se supone que es una casta y católica esposa amantísima. Nada la va a alejar del perverso gozo que le provoca su excitante combinación entre adúltera a tiempo parcial y calientabraguetas y el catártico efecto que le produce. Esta es su forma de sentirse viva y es algo por lo que no está dispuesta a negociar, se ponga como se ponga la malvada madrastra…
Deja una respuesta