El último viaje de R. Pérez

perezCada noche se abría camino entre cañerías y entablados, atravesando velozmente recónditas sendas ocultas con su trotecillo jovial. Su diminuto cuerpo, semejante a un panecillo esponjoso envuelto en un delicado abrigo de piel cayena, ofrecía un divertido contraste con sus grandes orejotas y el simpático ramillete de bigotes afilados que flanqueaban su rostro. En el centro de éste, destacaban dos ojillos negros como el carbón que desprendían un brillo mágico. Su afilada nariz puntiaguda no eclipsaba su sonrisa permanente, parte de su peculiar personalidad ratonil. Complementaba su aspecto, una bolsa de cuero curtido llevada en bandolera y la voluminosa moneda de plata, reluciente como una luna de agosto, que sujetaba entre dientes.

Así ataviado, Pérez avanzaba cada noche por pasadizos subterráneos desplazándose a una velocidad formidable. Sin perder comba, saltaba de listón en listón, se deslizaba por sinuosas cuestas o trepaba frágiles paredes de escayola. Cabalgando infatigable, se ayudaba a su paso con el bamboleo de su alargada cola para no perder el equilibrio.

Cada puñado de centenares de lenguas, Pérez se detenía un segundo, se levantaba sobre sus patas traseras y estiraba cuello y hocico para olfatear su rastro; un débil rastro a queso fresco llegado desde la lejanía le indicaba el camino correcto. Una vez confirmado, sonreía y reanudaba sus correrías, fiel a su cita con los sueños de los niños y niñas del mundo entero. Así transcurrían sus noches y a ellos, los niños, dedicaba su vida. Esa era su misión, intercambiar dientes de leche infantiles por regalos y monedas; nada le satisfacía más.

Sin embargo, aquella noche sintió una emoción especial. Su olfato le había traído buenas noticias; debía recoger un diente de su amiga Sandra. Entre otras cosas, Pérez era capaz de reconocer y distinguir el olor de los dientes de cada uno de los niños que alguna vez había visitado. Y los dientes de Sandra, y de su hermana Isabel, se encontraban entre sus favoritos. Olían a leche con chocolate, a besos de mamá y a muñecos de peluche, sus tres aromas preferidos.

Pérez olfateó de nuevo y asintió al recordar el mismo delicioso aroma de visitas anteriores. Llevaba siete años acudiendo puntual a su cita con sus amigas y, en cada viaje, regresaba con un nuevo diente, blanco y perfectamente cuidado, con ese olor tan especial. R. Pérez siempre ha sentido un cariño especial por las niñas que se lavan los dientes cada noche al acostarse, como Sandra e Isabel.

Lavarse los dientes a diario — pensó al tiempo que reanudaba su carrera —, además de darles a los niños un aspecto aseado y un aliento fresco, me proporciona dientes en perfecto estado, de primera calidad. No abundan los dientes así; a los niños de hoy en día no les gusta lavarse los dientes; se acuestan con sus dientes manchados con restos de comida y golosinas, así que, cuando se les caen, muchos estan ya tan agujereados y manchados que no sirven para nada.

Cada vez eran más los dientes que tenía que tirar a la basura sin poderles dar utilidad. Aquello suponía un problema de dimensiones colosales porque Pérez y sus amigos necesitaban dientes; muchos dientes. Cientos, miles, millones de dientes, lo más sanos y blancos posibles. Los necesitaban para trabajar con ellos en su taller secreto, donde los transforman en teclas de piano, colmillos de elefante, lunas para enamorados y peines de princesas que luego venden para conseguir dinero con el que poder premiar a más niños cuando se les cae un diente.

Ratoncito-Perez

Al Ratón Pérez le hubiera gustado explicar a los niños cuántos dientes son necesarios para hacer cada piano, cada colmillo, cada luna o cada peine; si los niños seguían sin lavarse los dientes, pronto no podría continuar con su trabajo, se quedaría sin dinero y, lo que es peor, los pequeños dejarían de recibir regalos y monedas a cambio de los próximos dientes que se les cayeran y probablemente, dejarían de creer en el ratoncito Pérez.

Sin embargo, debía mantener en secreto el destino de los dientes que recogía; así se lo había prometido al hada madrina que le había encargado su tarea y él nunca incumplía una promesa. Pérez era un ratoncillo muy, pero que muy formal. Por tanto, solo le quedaba seguir confiando en que hubieran muchas más niñas como Sandra e Isabel, que cuidaban perfectamente de sus dientes y le proporcionaban tantas alegrías.

Llegó a un punto del camino en el que se dividía en siete pequeños túneles. Sin detenerse, tomó el tercero de ellos y comenzó a ascender la larga cuesta que le llevaría a su destino. Apenas faltaban unos pocos kilómetros y, aunque en la superficie la luna todavía no había asomado su nariz chata sobre las montañas, presintió que debía llegar lo antes posible a su encuentro. Algo le decía en sus bigotes que tenía que darse toda la prisa que pudiera.

A Pérez le caía bien aquella hermosa niña de suave melena rubia y nobles ojos grandes. Y no solo por lo bien que cuida de sus dientes, pensó. Sandra siempre ha sido muy amable conmigo; recuerdo que, cada vez que sus padres me avisan para que recoja alguno de sus dientes, ella me deja trocitos de queso y dedales llenos de leche, preparados con cariño. Pérez lo agradecía de corazón; muchos niños ignoran lo pesado que puede llegar a resultar estar toda la noche corriendo con una mochila a espaldas llena de dientes. Algunas noches, terminaba absolutamente agotado; sobre todo en navidades, cuando a muchos niños se les caen los dientes al morder el turrón.

Él siempre las dejaba notas de agradecimiento en la almohada por sus detalles. Tan pronto como Sandra supo escribir, le devolvía sus notas con nuevas cartas de modo que, con el paso de los años, creció entre ellos una correspondencía que ambos mantenían con el cariño que dedicamos a quienes admiramos.

Pero R.P. era consciente de que sus citas estaban próximas a terminar; Sandra ya era una jovencita de once años a la que le quedaban pocos dientes de leche que compartir con su viejo amigo roedor. Su amiga se hacía mayor rápidamente y pronto formaría parte del mundo de los adultos, donde difícilmente tienen cabida los honrados ratones recolectores de dientes y sus mágicas misiones secretas; los mayores se creen muy importantes, con sus coches y sus ordenadores, y no tienen tiempo para perder con tonterías de ese estilo; mucho se temía Pérez que su amiga terminara contagiándose de ellos.

Así pensaba R.P cuando surgió frente a él la silueta de la casa de Sandra. Recorrió los últimos metros del camino vigilando por la presencia de gatos y lechuzas, mientras se relamía pensando en las ricas comidas que encontraría al llegar y preguntándose si esta vez también tendría una carta para él. Una vez frente al edificio, trepó cuidadosamente por la fachada hasta alcanzar la ventana de su dormitorio. Había llegado más temprano que de costumbre y temía encontrarla aún despierta; ya se sabe que los ratones son muy tímidos y no les gusta encontrarse con humanos, sean amigos o enemigos, ya que su altura y el sonido de su voz les asusta profundamente.

Lentamente, dos orejones asomaron por debajo de la cortina de la habitación y captaron los susurros de una conversación. Efectivamente, alguien estaba despierto; R.P. se detuvo, temeroso de ser visto y, poco a poco, agachó su cabeza hasta que sus dos ojillos negros pudieron observar el interior de la habitación.

Bañadas por la tenue luz de su lamparilla rosa, descubrió que la madre de Sandra estaba sentada a los pies de la cama de su amiga mientras esta lloraba con tristeza. Conmovido por sus lágrimas de su amiga, afinó el oído para escuchar la conversación; su corazón se encogió al escuchar sus palabras.

— Pero, mamá, todas mis amigas dicen que el ratón Pérez no existe, que es un invento de los padres. ¿Cómo puedes negarlo? Os he pillado. — Una inmensa tristeza le impidió escuchar la respuesta de la madre.

— ¿Y cómo sabes que es así? ¿Acaso lo has visto alguna vez en persona? Oh, ya sé que me vas a decir… que es muy tímido y que por eso nunca aparece a la vista de los humanos. Mamá, tengo ya once años y no tiene sentido seguir ocultándolo; soy lo suficiente mayor como para saber que el Ratón Pérez, en realidad, no existe — contestó Sandra entre lágrimas.

R.P. ladeó la cabeza contagiado por la tristeza de Sandra, y enroscó su rabo bajo sus patas traseras; sus temores se habían hecho realidad. Sabía que ese día tenía que llegar en la vida. Pero no podía evitar que se le rompiera el corazón, como cada vez que pasaba a formar parte del álbum de recuerdos de un niño que había dejado de ser niño. Tal vez fuera ley de vida, pero hasta los jueces saben que hay penas que, por muy justas que fueran, no dejan de dolernos.

Ajena a la presencia del ratón, la madre de Sandra se aproximó a ella y la abrazó al tiempo que la besaba dulcemente en la frente, como hacía cuando se lastimaba jugando en el parque. Solo que esta vez, su pequeña había tropezado esa piedra que aparece en nuestro camino cuando nos hacemos mayores; ella no podía hacer nada por aliviarla, sino acompañarla en su entrada al mundo de los adultos.

Sandra se abrazó a su madre, sin dejar de llorar desconsolada. Su buen amigo, el Ratón Pérez, había salido de su vida para siempre. El silencio de su madre lo confirmaba. Y ella no podía dejar de llorar, como nos sucede al despertar de un sueño feliz.

En su mente aún infantil comenzaron a surgir miles de preguntas nuevas cuyas respuestas no estaba segura de querer conocer. Y con cada una, el mundo de las hadas quedaba más y más lejano…

Desde su escondite, Pérez experimentó la pena que sienten los desheredados del país de los sueños, los ángeles caídos en desgracia, los duendes expatriados de su comarca, las hadas madrinas sin ahijados. Él era un ser real, existía; pero de poco le servía saber que era real; lo único que importaba era que su amiga lo creyera o no. Afligido, recogió su mochila y se dispuso a volver a la caja de galletas donde tenía su hogar. No tenía fuerzas para más misiones por esta noche; hoy no habría un buen diente que llevar al taller y, tal vez mañana, resultaría un poco más difícil terminar otro cepillo de princesas o algún piano quedaría cojo de teclas o tal vez un elefante tendría que conformarse con ser tuerto de colmillos.

Antes de abandonar el dormitorio por última vez, Pérez se giró hacia la cama de su amiga y la miró con compasión. Sus orejas se agitaron a modo de despedida, mientras una lágrima salada se escurría por sus bigotes hasta la gran moneda de oro que había abandonado en el suelo, su último regalo para Sandra. Elevó su delgada pata delantera hasta la altura de su hocico, depositó un beso en ella y lo sopló hacia su amiga adolescente.

En su cama, Sandra elevó su rostro desde el regazo de su madre, sacudida por un escalofrío invisible, y miró distraída hacia el rincón donde el ratón se escondía. Una sonrisa cálida se dibujó tímidamente en sus labios, movida por vaya a saber qué dulces recuerdos. Quién sabe, pensó Pérez; tal vez, todavía exista suficiente pureza en su corazón como para conservar durante el resto de su vida un buen trozo de su infancia; ojalá sea así. Aunque sabía que esa era otra historia y no era a él a quien le tocaba vivirla.

R.P. se encogió de hombros, le guiñó un ojo y se adentró en las profundidades de sus caminos ocultos para no volver nunca más.

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