No somos nadie

— No somos nadie — dijo La Momia.

— No diga Ud. eso, Don Ramsés. ¡Si todavía estamos en la flor de la vida! — le recriminó enfurecido el Hombre Lobo.

— O de la muerte — matizó Drácula, desde la fila de atrás.

— Tiene Ud. razón, Conde, o de la muerte — concedió La Momia —. Disculpen Uds. mi pesimismo, tan impropio de mi espíritu y comportamiento, pero es que uno anda últimamente con el ánimo pachucho tirando a mal. Esto del desempleo, que lo lo llevo fatal; me deja hecho polvo.

— No es para menos — dijo reconciliador el Hombre Lobo —. Le creo a pies juntillas. Hace mas de veinte años que no firmo un contrato comme il faut.. Ni novelas, ni cine, ni teatro, ni un miserable cómic; nada de nada. Hoy por hoy, firmaba lo que fuera; hasta un anuncio, si se me pusiera al alcance. Pero nada, que no hay forma. Según mi representante, el público de hoy prefiere licántropos jóvenes y musculosos que anden todo el día sin camisetas poniendo ojitos y marcando abdominales; ya nadie sabe valorar una buena actuación interpretativa. Esto el acabose, señores.

— ¿Qué me va a contar Ud. a mí? — le espetó el Conde Drácula —. Le recuerdo que ambos estamos en similares circunstancias, mi señor. Esos niñatos de hoy en día son la vergüenza del gremio de las tinieblas, con esas ojeras de polvos de talco, esos romances tan sumamente pueriles, esas escenas bubólicas para quinceañeras…  Imposible competir con ellos unos viejos como nosotros. En mis tiempos, sus pretendientes no hubieran resistido ni cinco minutos sin un mordisco en la yugular. Pero los guionistas actuales no están por la labor de escribir escenas de persecuciones voraces; dicen que son demasiado predecibles… ¿Qué demonios sabrán ellos? Así no hay forma de encontrar un buen papel al que poder hincar el diente… ¡Menos entrevistas y mas sangre, leches!

— No se quejen tanto, señores — replicó La Momia —. Al menos ustedes están de moda. Hoy ya nadie quiere oír hablar de momias. Somos arena pasada. Ese tal Brendan Fraser nos ha convertido en el hazmerreir de la comunidad y así no hay manera. Y luego están los directores, que esa es otra. Es cumplir los dos mil trescientos años y ya nadie se acuerda de llamarte para un casting. Pero traten Uds. de explicarle eso al director del banco… Debo ya setenta y ocho recibos atrasados del alquiler de la pirámide; el día menos pensado me ponen de patitas en la calle. Y a ver dónde me voy a meter yo, a mi edad…

monstruos

 

— Perdonen que me entrometa en su conversación —, dijo una cuarta voz desde el final de la hilera de asientos —. Por un casual y sin ánimo de meterme donde no me llaman, he sido testigo de su afable charla y quisiera decirles que cuentan Uds. con todo mi cariño y mi solidaridad. Comprendo perfectamente por lo que están pasando y me uno a sus quebrantos con gran dolor y pesar.

— Disculpe que le interrumpa — dijo el Hombre Lobo —, pero su cara me es harto familiar. ¿No es acaso Ud. el gran Mefistófeles, señor de los infiernos, si no es mucha indiscreción?

— Servidor de ustedes — contestó el interfecto con humildad, haciendo una elegante reverencia con testuz y cornamenta.

— Un placer saludarle; aquí un fiel seguidor de su obra — dijo emocionado La Momia —. Y dígame, caballero, ¿qué le trae por aquí?

— Pues verán, mi situación me temo no sea mucho mejor que la suya. Hace siglos que no firmo un buen contrato y mis cuentas andan menos que escasas. Sin embargo, el infierno no para de recibir huéspedes; tengo casi el cupo completo con la reciente llegada de banqueros y políticos. Mi alarmante situación financiera me impide darles la acogida que se merecen; hay días que apenas me alcanza para encender un brasero y sugerir a mis invitados que anden descalzos por encima, lo que a malas penas les llega para abrasarse levemente la planta de los pies. Porque si Uds. no consiguen un trabajo digno desde hace años, no les quiero decir yo. El Diablo cotiza a la baja en Hollywood, por muy de Prada que se vista. Como consecuencia, últimamente ando un tanto de los nervios, así que venía a ver si el Doctor me receta algo para darme ardor de estómago, aunque sea.

— Uy, pues no se haga usted ilusiones, Don Lucifer — le replicó Drácula —. llevo siete años esperando a que me den cita con el hematólogo y no hay manera. Al final he tenido que acudir al veterinario, pero claro, el resultado pierde mucho. Hoy voy a probar suerte, a ver si al menos me dan un volante para el analista y puedo refrescarme un tanto la garganta.

— Vaya por Dios, Conde. ¡Quien le ha visto y quien le ve! Una persona de su alta alcurnia y abolengo… — añadió el Hombre Lobo, más por subirle la moral que por sincera compasión —. Si es lo que decíamos; esta Seguridad Social está fatal. En mi caso, ocho meses de tratamiento contra la alopecia y mire Ud. el resultado; mire, mire… Yo también pensaba probar suerte con el veterinario, pero después de escuchar su caso, me parece que me vuelvo a casa con el rabo entre las piernas.

— Precisamente comentaba eso mismo la semana pasada con mi vecina — dijo Drácula —. Su hija lleva tres semanas sin vomitar bilis y había llamado al exorcista para que acudiera a pasar consulta a domicilio y cuando llama para dar aviso le dicen que su seguro no cubre ese tipo de satanismos (con perdón, Sr. Mefistófeles). ¡Qué cara más dura tienen estos tipos! ¿Y Ud. también anda con achaques, Don Ramsés?

— Quía… en mi caso se trata de una visita rutinaria al ATS. Cambio de vendaje, ya sabe… Antes solía ir al privado pero me cobraban una barbaridad; no anda uno muy boyante últimamente como para ir malgastando dinhares así como así. Coincido con Uds. respecto a sus quejas sobre el servicio sanitario. Baste con decirles que la semana pasada quisieron sustituirme las vendas por un vulgar Tensoplast…. Habrase visto tamaña falta de profesionalidad. Yo, que en mis tiempos me hacía vendar con seda egipcia importada del Alto Nilo… Pero los embalsamadores de hoy en día no son como los de antes; oficio es lo que falta aquí.

— Si es que no somos nadie… — contestaron los cuatro a coro.

En ese momento, el aplastante sonido de unos pasos gigantescos retumbó en la sala de espera. Un segundo después, la pesada puerta de la consulta se abría lentamente, acompañada por el agudo quejido de las bisagras crujiendo sobre sus goznes.

— Maldita puerta oxidada; ¡¡a ver si alguien la arregla de una condenada vez!! — rugió el Doctor Frankenstein con voz cavernosa a quien quisiera darse por aludido. Nadie lo hizo. A continuación miró a los ocupantes de la sala. — El siguiente — añadió desafiante,  sin dirigirse a nadie en particular.

Los pacientes interrumpieron su animada charla y se miraron interrogantes los unos a los otros. Inmediatamente se enzarzaron en una apasionada disputa por cederse mutuamente la preferencia de paso. Ora uno argüía llevar menos tiempo esperando, ora esgrimía el otro que lo suyo no era tan grave después de todo, ora decía aquel que no tenia prisa alguna, que hasta la cena no le esperaba nadie en la cripta. Y entre tanto, amenizaban su conversación con grandes aspavientos y elegantes muestras de amable educación. Pero antes de que pudieran llegar a acuerdo alguno, unos pasos quedos cruzaron la sala y cerraron la puerta de la consulta tras de sí con un portazo seco. Los antes aludidos quedaron sumidos en un incómodo silencio y volvieron a ocupar sus respectivos asientos.

— Desde luego, ya no hay respeto por nada — concluyó, claramente enojado, La Momia.

— Diga Ud. que sí, querido, diga Ud. que sí — concedió cortés el Hombre Lobo, con un no menor encono.

Desde detrás de la puerta, el doctor Frankenstein, de nuevo parapetado tras la mesa de su despacho, levantó brevemente la vista de sus papeles y preguntó al vacío — Dígame que se le ofrece, Señor Invisible.

— Pues mire, Doctor F., últimamente me veo un poco pálido y quisiera que me hiciera una exploración por si encontrara algo a simple vista…

Frankenstein levantó la vista y resopló cansadamente. Después de todo, aquel tampoco iba a ser el mejor de sus días…

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