El viejo y La Montaña

Durante una de las etapas de su interminable viaje, Forrester caminaba sumido en profundas cavilaciones como era habitual en él cuando llegó frente a una inmensa montaña, tan alta que su cima se confundía con las nubes y cuya gigantesca mole ocultaba el sol en gran parte del valle. Al pie de la misma, un anciano trabajaba afanoso la piedra, equipado únicamente con un escabel y un modesto cincel.

— Largos días te iluminen, noble anciano. Si quisieras compartir conmigo la misión de tu empresa, con gusto valoraría cómo puedo serte de ayuda,  dijo voluntarioso Forrester con una convincente imitación del acento local.

El anciano apenas levantó la vista de su labor y miró detenidamente al recién llegado.

—Largos días te deseo a ti también, sahib. Mi corazón se alegra con tu amable ofrecimiento, pero mucho me temo que tu ayuda resultaría inadecuada a mi propósito – contestó el anciano, tras lo cual retornó a la labor del labrado sobre la dura roca de la montaña.

A Forrester apenas le sorprendió la respuesta. Tenía en alta consideración a aquellas gentes humildes, pero no ignoraba su carácter hosco, no exento de cierta dosis de orgullosa soberbia. Sin embargo, permaneció largo rato observando en silencio al anciano. Su rostro, curtido y anguloso, reflejaba una edad incierta que su enjuto cuerpo tostado por el sol no ayudaba a determinar; su mirada profunda exhalaba paz interior y sabiduría; sus manos eran firmes y precisas, pero sus fuerzas parecían a simple vista escasas, como cabría esperar en alguien de su avanzada edad.

Forrester tenía serias dudas sobre si la respuesta del viejo sería del todo sincera o si, mas bien, sería fruto de la terquedad del anciano o del rechazo a ser ayudado por un extranjero. En cualquier caso, a su parecer le resultaba innoble dejar al viejo solo ante tamaño esfuerzo, así que repitió de nuevo su ofrecimiento esperando que su insistencia hiciera mella en el viejo cantero.

— Déjame conocer el motivo por el que trabajas esta piedra, hermano, y así poderte ayudar a terminar con prontitud para que puedas regresar a descansar a tu hogar.

Una vez más, el anciano hizo caso omiso al ofrecimiento y continuó su labor sumido en un silencio sepulcral, al tiempo que una enigmática sonrisa apenas se dibujaba en su austero rostro.

Afectado por la inmutable actitud del anciano, Forrester decidió sentarse frente a él para hacerle compañía con la esperanza de que su ayuda fuera requerida cuando las fuerzas del viejo flaquearan. Sujetó los doblajes de su túnica y se aposentó sobre una roca plana, cruzando las piernas y apoyando las palmas de sus manos sobre sus rodillas, la espalda recta y la cabeza erguida, tal y como había observado hacer a los brahmanes locales.

montaña

Así permaneció durante toda la jornada, sin que una sola palabra más cruzara entre ellos. Ajeno al cruel calor del mediodía o a la fría brisa del atardecer, el viejo siguió perseverando en su tarea de horadar la dura roca con su cincel sin mostrar el menor gesto de desánimo ni cansancio. Apenas se detuvo un instante a comer o beber para regresar de inmediato a su incansable empresa. Y durante todo ese tiempo, Forrester aguardó en silencio deseoso de satisfacer su insaciable curiosidad, mientras meditaba sobre los motivos que llevarían al viejo a hacer caso omiso de la ayuda ofrecida.

Finalmente, cayó la noche y, con ella, la oscuridad envolvió a ambos hasta que sus figuras se diluyeron entre las tinieblas que les envolvían. Solo entonces concedió el viejo detener su tarea; estiró un jergón junto a la roca, se tumbó sobre el y se quedó dormido al instante.

Forrester, cuya curiosidad era tan insaciable como el apetito del tigre, decidió hacer otro tanto, a la espera de que el nuevo día le trajera respuestas con las que entender mejor el carácter de aquel pueblo que tanto admiraba. Sin embargo, el tiempo nada alteró el pesado manto de silencio que les separaba. Durante tres largos días con sus largas noches permaneció junto al anciano sin que palabra alguna se cruzara entre ellos ni asomo de cansancio surgiera de su trabajo.

Hasta que finalmente, al amanecer del cuarto día, Forrester se decidió a romper el silencio por tercera y última vez.

— Estimado anciano, durante tres jornadas he permanecido junto a ti observando tu trabajo. He admirado tu destreza labrando la roca y la fuerza inagotable de tus brazos. Sin embargo, mi alma no estará en paz hasta que no tenga la certeza de que mis brazos no pueden serte de ayuda. No permitas que marche con la carga de la incertidumbre sobre si podría haber aliviado o no a un hermano necesitado. Eso empañaría mi ánimo y alteraría mi existencia. Ilumíname y muéstrame el objeto de tu trabajo, para asegurarme de que mi ayuda no es posible ni deseada.

El anciano escuchó de nuevo a Forrester con detenimiento sin detener su terca labor. Las palabras del extranjero quedaron suspendidas sobre el polvoriento suelo hasta que la brisa se las llevó de un plumazo para esparcirlas a lo largo del valle. Durante una fracción de tiempo, creyó ver Forrester de nuevo aquella misteriosa sonrisa cruzar por el gesto vacuo del anciano antes que se dignara éste a dar respuesta alguna.

Próximo andaba Forrester a pensar que tampoco esta vez tendría el consuelo de una respuesta, cuando el anciano habló.

— Generoso sahib, ciertamente has sabido permanecer a mi lado en respetuoso silencio y has seguido pacientemente cómo realizo mi trabajo sin interrumpirme con el habitual torrente de palabras que usa tu gente. Has observado con detenimiento y en tu espíritu veo sed de aprender. Así que gustosamente daré respuesta a tus inquietudes para que puedas marchar en paz si antes me respondes a tres preguntas.

Forrester asintió con la cabeza emocionado y acudió a sentarse junto al anciano.

viejo
— ¿Qué crees que estoy haciendo?, preguntó el anciano en primer lugar.

— Labrar la roca, contestó Forrester al instante.

— ¿Por qué crees que labro la roca? En esta ocasión la respuesta no fue tan rápida — Porque ese es tu oficio, supongo — dijo el extranjero, con cierto deje de inseguridad en su contestación.

— ¿Para qué crees que labro la roca? añadió finalmente el viejo.

— ¿Porque es tu modo de ganarte un sueldo? preguntó a su vez Forrester, dubitativo.

El anciano meditó aquellas respuestas en silencio durante un tiempo mucho más allá de lo que la impaciencia del extranjero hubiera deseado. Cuando, transcurridos los minutos, el anciano se animó a hablar, el extranjero observó que en su rostro había vuelto a aflorar la misma sonrisa irónica que observara antes.

— Vivimos en un mundo construido deprisa. No tenemos tiempo para observar, no tenemos tiempo para pensar y no tenemos tiempo para cuestionarnos nuestros propios pensamientos. Juzgamos casi al mismo tiempo que observamos y, de este modo, nuestra lengua se convierte en un músculo casi tan torpe como nuestro cerebro. Completamos la fracción de conocimiento que no sabemos con presunciones, tópicos o intuiciones.

De este modo, la realidad que asumimos como verdadera es como una red de pescar. Quizás sirve para capturar peces grandes, pero es incapaz de retener un simple vaso de agua.

— ¿Ves esa gigantesca montaña que se muestra ante nosotros? -preguntó el anciano. Forrester asintió, cohibido por las severas palabras del cantero. — Mi propósito no es otro que el de labrarla enteramente, de arriba abajo, hasta convertirla en un panteón para mí y mi familia donde podamos descansar eternamente en paz cuando dejemos este mundo, en comunión con la naturaleza y nuestros antepasados, dijo el anciano con convicción. No me moveré de aquí mientras mi labor no esté total y absolutamente concluida.

Forrester elevó la vista entrecerrando los ojos, hasta la cumbre del monte que se perdía entre un techo de nubes altivas. Desde las alturas, bajó la vista hasta el reducido espacio que el anciano había labrado ya, apenas mas grande que el salón de una choza modesta. Atónito, observó de nuevo al anciano, quien le devolvió la mirada con firmeza; sus ojos ancianos destilaban firmeza y convicción. Con sumo esfuerzo, Forrester intentó encontrar palabras que ordenaran sus pensamientos sin herir los sentimientos y propósitos del cantero, lo que supuso una empresa harto complicada.

— Pero eso es imposible, noble anciano, si me permites mi consejo. Aunque pese sobre tu ánimo oírlo, la realidad es que tardarías siglos en acabar tú solo semejante tarea.

— Sin duda, respondió el anciano. Pero la montaña no lo sabe. Por eso podré hacerlo. Y en cuanto a mí, dijo encogiéndose de hombros, la realidad es que no tengo ninguna prisa en morirme.

Finalizada su respuesta, sobre el extraño brillo de sus ojos cruzó un destello de luz que confirió a su misteriosa sonrisa nuevos matices, imposibles de interpretar para un forastero. Meditabundo, Forrester se despidió al fin cortésmente del anciano y reanudó su camino. Y al arrancar a andar de nuevo, deseoso de que las piedras de la senda le otorgaran respuestas que su mente encontraba esquivas, reflexionó largo y tendido sobre la delgada línea que en ocasiones separa el cruel sarcasmo de la bendita inocencia del ignorante.

Con el pasar de las millas y las jornadas, por toda respuesta Forrester tuvo que conformarse con admitir que tal vez jamás llegara a entender del todo a aquel remoto y extraño pueblo tan bien como desearía.

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