En punto muerto

Estoy en un callejón sin salida. Así de claro. Sin tapujos ni paños calientes. Un maldito callejón sin salida. De esos que te encuentras en las calles de Chicago cuando corres desesperadamente huyendo de una banda de sangrientos gansters sedientos de venganza. Con su tapia de ladrillo rojo al final del camino, sus cubos de basura mal amontonados y su pequeña puerta de hierro cerrada a cal y canto a mitad de camino.

A estas alturas, Pavel y Sonya esperan ansiosos en el andén de una vieja estación checoslovaca a que llegue su desconocido contacto en la resistencia anti-soviética. La señorita Melancolía se ha servido otro te con canela y aguarda ante el teclado de la Olivetti a que la redacción de su poema comience. McGruder necesita un plan urgentemente antes que los hombres de Morgan o los esbirros de Romonov den con él y le cazen como una rata.

A Forrester le debo tres preguntas, que tendrá que responder acertadamente para recibir la lección mas magistral que haya escuchado nunca. Y el pobre Raimundo requiere un mejor homenaje póstumo, cuya respuesta aguarda escondida en sus memorias.

Oigo cómo me llaman sus voces desde el otro lado del muro. Cada una de ellas es un leve susurro apenas perceptible; poco más que un aleteo en mitad de la tormenta. Pero cuando se suman todas al unísono, conforman una sinfonía estruendosa de desesperadas llamadas de auxilio.

Claro que se lo que esperan de mí. Al fin y al cabo, yo soy su padre, su creador. Los he engendrado y me debo a ellos. Y ahora claman su oportunidad de llegar hasta un punto y final, hasta el tan ansiado como sobrevalorado desenlace, para poder pasar a la posteridad. Eso es lo que esperan de mí. Como si a alguien les interesara sus miserables vidas.

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Pero yo no tengo todas las respuestas. Me exigen una solución que yo no conozco aún. Y, desde luego, ignoran que me cuesta horrores trabajar bajo tanta presión. Eso tal vez funcione en una cadena de montaje de camiones o cuando tienes que archivar una montaña de facturas. Pero es inútil a todas luces cuando escribes historias. Aunque no les sirva de consuelo – que no les sirve -, no me canso de repetírselo una y otra vez, una y otra vez… es extenuante. Demasiadas bocas que alimentar para un solo teclado.

A veces me pregunto por qué crearé personajes tan tozudos y cabezotas. Lo cual resulta una pregunta bastante estúpida en sí misma; los creo así porque yo soy así y ellos, por mucho que se empeñen en negarlo y otorgarse una identidad propia, no son más que una difusa prolongación mía.

Santiago, sin ir mas lejos, que todavía no ha conocido más mundo que los cuatro folios garabateados deprisa que aguardan turno en el cajón de mi mesita, es fruto de una ominosa tarde de domingo otoñal. Siempre me han gustado las cafeterías en las tardes de domingo; se convierten en lugares lánguidos, decadentes, en los que si prestas atención, oirás narrar a media voz historias de romances que la noche del sábado sepultase a su paso. ¿Quién creéis que le dictó a Santiago las dos historias entrelazadas que escucha involuntariamente? Un servidor. Pues nada, que no se baja del burro. Se empeña en negarlo todo y hacerme creer que esa historia le sucedió realmente a él.

A veces son tan persistentes que hasta te hacen dudar. Craso error de novato; todo el mundo sabe que jamás hay que escuchar a un personaje. Para ellos son muy así; claro que es muy fácil asumir riesgos, cuando su volátil vida está hecha a base de tinta electrónica y rastros de lápiz; así, cualquiera.

Pero nosotros no podemos dejarnos embaucar ante tanta vacua frivolidad. Nos debemos a ellos tanto como ellos a nosotros, tenemos una responsabilidad. Nadie dijo que ser padre fuera sencillo. Y más, cuando te nacen tantos personajes sobre el papel que desearías que se hubiesen inventado ya los condones anti-prole para folios demasiado fértiles.

Porque luego, un mal día, llegas a uno de estos malditos callejones sin salida como me pasa hoy y los personajes se te acumulan; las historias se te acumulan; las preguntas se te acumulan. Se te acumulan las prisas, las urgencias, las llamadas de socorro, las miradas clavadas en el cogote, las peticiones de un colofón digno. Todas esas voces que claman al otro lado de la tapia pidiendo rock&roll justo el día que la guitarra le ha cogido alergia a la púa.

Y tú, con un gatillazo en la inspiración de esos que no te menees, te cagas en el padre que los parió a todos – servidor, insisto – y miras suplicante a las musas, rezándoles para que cambien de una condenada vez el semáforo a verde para hacer el crucial tránsito desde el melifluo punto muerto al deseado punto y final.

Chicos, tendréis que esperar a un mejor día…

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