El arte perdido de la lectura

Termino de releer, tal vez por millonésima vez, el prólogo de Todo Es Eventual, el recopilatorio de relatos que publicó Stephen King en el lejano e idílico 2001. Tal vez alguno de vosotros tambien lo tengáis en vuestra biblioteca ya que fue todo un bestseller en su momento, como todo lo que toca el genio de Maine.

En su prólogo, King habla amargamente sobre el éxito que obtuvo con Montado sobre la Bala, un relato corto publicado poco tiempo antes. Aquel relato le supuso aparecer en la portada de la revista Time, el New York Times e incluso el Wall Street Journal. Supongo que te preguntarás, como él hizo, si se trataba de un relato tan bueno como para merecer tanta repercusión. En realidad, según explica, el motivo de tanto alboroto nada tenía que ver con el contenido del relato en sí; lo que realmente causó tal impacto es que fuera su primera publicación en formato de libro electrónico. Ya sabes, Internet no ha existido desde siempre y estas cosas eran una auténtica revolución apenas 3 lustros atrás.

A raíz de la fama conseguida, muchas personas empezaron a pararle por la calle para pedirle autógrafos. Los hombres de negocios con los que se cruzaba en los aeropuertos se detenían a hablar con él y varios programas de entretenimiento le llamaron para entrevistarle en directo.

Sin embargo, el bueno de Stephen King – Dios tenga en su gloria muchos años para que siga regalandonos esas historias tan alucinantes a quienes las necesitamos tanto como el oxígeno, el hidrógeno o la paella del domingo -, habla asqueado de aquella experiencia y de que la causa de tanta adulación viniera por haber publicado su primer e-book pero que a nadie parecía importarle un carajo aspectos tan mundanos como la historia que contaba el relato – que, dicho sea de paso, es muy, pero que muy bueno -, cómo lo hubiera escrito ni qué le había inspirado. No tuvo apenas reseñas literarias ni comentarios por parte de sus presuntos lectores. SK aún hoy teme preguntarse por cuántas de todas aquellas descargas se convirtieron efectivamente en lecturas, después de todo. Creemos conocer la respuesta, ¿verdad?

Comprendo y comparto perfectamente la opinión de Stephen King. Hace ya tiempo que sentimos más admiración por la aparición de nuevos formatos y soportes en los que publicar que por el contenido en sí de los mismos. Content is the king, dicen los marketinianos. Pero me pregunto qué credibilidad tiene decir eso cuando te dedicas a vender contenidos. Luego, todas las marcas se dedican a crear contenidos: nuevas webs, blogs, newsletters… Pero, ¿alguien se cree que todos tengan algo que decir, algo que aportar? ¿O más bien publicamos porque hay que publicar, hay que estar ahí para que nadie te pueda acusar de no seguir las tendencias, de estar donde se supone que tienes que estar?

Constantemente leemos en noticias en las que nos hablan sobre la creación de una nueva red social, el lanzamiento de tal portal, la aparición de un nuevo sistema de publicación. Pero, ¿cuántas noticias has oído recientemente sobre lo bueno que es este artículo, el fantástico relato que ha escrito tu escritor favorito ó el sorprendente éxito de tal escritor novel? Entonces, no tenemos más remedio que enfrentarnos con la dura realidad:

A nadie le importa un rábano el QUÉ; hoy en día solo hay cabida para el CÓMO y el DÓNDE.

Tras leer de nuevo el prólogo de SK, he sentido un escalofrío. Si se planteaba esta situación hace 13 años, qué podríamos sentir nosotros hoy en día, cuando vivimos sepultados en un mundo saturado y desbordado de contenidos editoriales. Un mundo el que cualquier capullo – yo, por ejemplo – puede abrirse un blog y juntar palabras sin ton ni son de forma gratuita y sin tener excesivos conocimientos técnicos. Terminas tu redacción, pasas un corrector ortográfico – en el mejor de los casos – y te lanzas sin el menor pudor hacia ese poderoso botón que dice PUBLICAR. Tres o cuatro centésimas después, tu publicación está en el aire, accesible a cientos de millones de personas y, a un mismo tiempo, oculta entre mil trillones de publicaciones más.

Según la agencia OMEE, en 2013 se publicaba en el mundo unos 42.000 posts al minuto sólo en la blogosfera. Sin duda, unos cuantos de ellos son publicaciones literarias. A ello habría que sumar libros electrónicos, microrrelatos en redes sociales y hasta algún que otro demente visionario que aún sigue editando libros impresos. Toda una eternidad de atiborrada competencia entre la que destacar y hacerte un hueco. Internet, tierra de oportunidades…

Concedamos que las factorías literarias funcionan mejor de lo que nunca han hecho; la tecnología nos ha permitido que cada día surjan miles de nuevos apasionados escritores que se animan a compartir públicamente sus creaciones. Concedamos que, por una simple ley de probabilidades, una parte de ellas es medianamente digerible. Ya que estamos tan generosos, concedamos tambien que un ínfimo porcentaje del total sean brillantes relatos, dignos de figurar en las estanterías más exigentes. Si haces las cuentas, una enésima parte de una infinidad sigue sumando muchísimo. Esta sí es una maravillosa noticia. Hoy por hoy, tenemos a nuestro alcance un amplísimo catálogo de buenas obras, muchas de ellas totalmente gratuitas, y contamos con un elenco de estupendos escritores que quizás sea el más abundante de la historia. Nunca, desde que el hombre es hombre y gasta calzoncillos, habían convivido en una misma generación tantos creadores publicando regularmente. Y hasta aquí llegan las buenas noticias.

Las malas empiezan, precisamente con el atiborramiento de publicaciones. El primer problema surge de separar el grano de la paja. Más que nada por que, por la misma regla de tres, nunca ha habido tanta paja acumulada. Y eso es un problema; o más bien digamos que es El Problema.

Los escasos productores de granos quedan camuflados entre la infinita oferta que existe. Duele sólo de pensar la cantidad de obras maestras que se nos estarán pasando desapercibidas cada día, caídas en el anonimato sin que nunca lleguen a ser conocidas. En la virtud nace la enfermedad, como diría el bardo. Sospecho que si Shakespeare, Cervantes, Dickens o Tolstoi hubieran vivido en el siglo XXI estarían condenados a tuitear gilipolleces con la vana esperanza de que alguien picara en pinchar sobre su enlace y llegara a leer alguno de sus textos. Siempre y cuando tuvieran menos de 500 palabras… Ni hartos de vino y opio se les hubiera pasado por los bigotes dedicar centenares de páginas a una obra. A nadie le hubiera interesado. Toda su obra se hubiera ido al garete, desesperanzados y frustrados entre tanta mediocridad.

A todas estas, ni se te ocurra contar con los expertos en separar granos de paja. Los editores están demasiados preocupados tratando de encontrar una fórmula para salvar su negocio. ¿A quien demonios le puede interesar pagar por una novela o un relato, sea impreso o digital, cuando en apenas unas horas estará disponible en las redes de descarga sin coste alguno? ¿Quien quiere invertir su valioso tiempo sabiendo que no va a recibir ninguna gratificación por ello? Tanto más se puede decir de los críticos literarios. Ávidos de nuevas publicaciones, andan perdidos entre bucear por el universo de publicaciones existentes con la esperanza de tener la suerte de tropezar con algo que valga la pena y la preocupación sobre dónde publicar sus críticas cuando magazines, revistas literarias y columnas de narrativa echan el candado y los medios de comunicación andan más atentos a cómo meter tuits en sus programas que en encontrar un hueco a la literatura en sus páginas o programas.

Entonces, ¿qué nos quedan?. Los Santos Lectores. Ahí viene el colmo de la paradoja: la escasez de Santos Lectores  y su Valioso Tiempo para leer se debe en buena parte a que ellos mismos están demasiado ocupados creando nuevos contenidos. Subiendo fotos de pies en Instagram, haciendo burlas sangrantes sobre el tema de moda en Twitter, fisgando en la vida de nuestros vecinos en Facebook o haciéndose pasar por concienzudos profesionales en Linkedin.

Vivimos en un mundo acelerado, donde la inmediatez y la hiperconectividad se come una buena parte de nuestro tiempo. Nadie se quiere perder estar en la cresta de la ola. Esto nos impide perder el tiempo en tareas mundanas como leer lo que han escrito otros. Una catástrofe.

Tal vez a Stephen King todo esto se la sude mucho. Al fin y al cabo, estamos hablando de un escritor de fama universal que lleva 45 años publicando relatos, tiene en su haber decenas de millones de libros vendidos – y leídos, que es lo que realmente importa – y ha sido premiado y reconocido a lo largo de los años con la admiración del público y de los críticos literarios, resignados a admitir la calidad de su obra.

 Pero, ¿qué pasa con nosotros? ¿Qué pasa con los humildes y anónimos escritores que robamos parte del tiempo que no tenemos para escribir con la simple esperanza de ser premiados por la lectura de nuestras publicaciones? Si nadie lee, ¿para qué perder el tiempo redactando algo cuando sabes a ciencia cierta que nadie lo va a leer? ¿Qué valor tiene predicar en mitad del desierto, escribir novelas enteras sobre la arena húmeda de la orilla del mar, narrar una historia y dejarla en la cara oculta de la luna? ¿Qué motivación queda, qué combustible podemos usar para mantener encendida la llama cuando cada día el fuego arde con menos fuerza y las pocas ascuas a las que tocamos cada uno no alcanzan para mantenernos calientes?

A veces, solo a veces, entiendo a mis colegas cuando me comentan que tal vez valdría la pena mandarlo todo a freír espárragos y dedicarnos a otra cosa más agradecida, como el cultivo de piedras rodantes en la china mandarina o la educación de sauces llorones con hiperactividad, sin ir más lejos. Acto seguido, abro el blog, escribo un nuevo post de 1600 palabras y me quedo tan pancho, no vaya a ser que haya aprendido algo…

Un comentario sobre “El arte perdido de la lectura

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  1. Ami me gustaba, y me gusta leer, pero la falta de tiempo hace que casi no lea.
    Ahora con el peque (bueno ahora es el grande) Cada noche leemos juntos, cada uno su libro un rato, así retomo las buenas costumbres y él va cogiendo el gusanillo

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