El 12 de Enero de hace cinco años un terrible terremoto de 7 grados en la escala de Richter, el peor en 200 años, sacudía los cimientos de la pequeña isla caribeña de Haití, dejando tras de sí un panorama dantesco y el fatídico balance de más de 200.000 muertos, 300.000 heridos y más de 1,5 millones sin hogar, algo más de la décima parte de su población.
Cinco años después de la terrible tragedia, Haití lucha contra su desgracia y trata de renacer de sus modestas cenizas. Cuando se produjo el seísmo, Haití ya era considerado el país más pobre del continente americano. Desde entonces, no ha hecho sino acumular razones para seguir encabezando la lista de los países con mayor deuda y subdesarrollo del mundo.
Existen muchas razones para ello. Haití nunca ha figurado entre los destinos turísticos prioritarios de Occidente. No controla el acceso a los recursos energéticos del mundo desarrollado. No supone una amenaza para la seguridad de las naciones opulentas y sus acomodados políticos. Políticamente está más cercano a Francia, país del que se independizara en 1804, que a Estados Unidos y, sin embargo, su economía depende de forma directa de los aranceles estadounidenses sobre sus exportaciones agrícolas y textiles. El analfabetismo afecta al 48% de su población. Sometido a los caprichos de la naturaleza, su geografía es periódicamente castigada por las violentas tormentas y tornados que acosan las Antillas. Y, para colmo de males, Haití ha pasado por episodios políticos internos convulsos, víctima de la epidemia de golpes de estado que acosan al Cono Sur americano, que han quebrado el futuro del país y dividido su riqueza natural.
Precisamente, esa división es uno de sus peores males endémicos. Porque Haití tiene todos los mimbres para ser un país próspero y rico. Posee reservas petrolíferas importantes que triplican a las venezolanas. En el norte del país hay abundantes reservas mineras de oro, plata y cobre. Su orografía es idónea para el cultivo de la caña de azúcar, uno de los productos más demandados del Caribe. Y, sin embargo, la riqueza del poder está concentrada en manos de la pequeña oligarquía local, que acapara todos los bienes y las propiedades nacionales.
El 20% de los hogares acumula el 64% de los ingresos totales del país, mientras que el 20% más pobre se conforma con sólo un 1% de la riqueza. 9 de cada 10 escuelas son privadas y dependen del mantenimiento de entidades extranjeras, congregaciones religiosas u organizaciones solidarias. Según informes del Banco Mundial, una cuarta parte de la población haitiana no puede cubrir sus necesidades básicas de alimentación, mientras que un millón está en peligro de caer en la pobreza.
Y lo peor de todo es que estas circunstancias suceden mientras los ojos de las naciones desarrolladas están vueltos hacia otro lado y hacen caso omiso a las desigualdades de Haití. Aún a día de hoy, más de 100 mil personas siguen viviendo en carpas en condiciones infrahumanas, sin acceso al agua potable, luz ni a las mas mínimas condiciones higiénicas. Estados Unidos solo ha entregado una tercera parte de los 12.000 millones de dólares prometidos, probablemente frustrados de ver cómo las ayudas se quedan en manos de las mafias corruptas y no llegan a los verdaderos necesitados. El cólera azota cruelmente el país, con más de 700.ooo enfermos hasta octubre de 2013, y afecta especialmente a aquellos que más sufren las penurias de la corrupción y la desidia de las autoridades, ajenas a las necesidades de su pueblo.
Ahora, que el mundo recuerda la efemérides de aquel desgraciado 12 de enero de 2010 en el que la Tierra se resquebrajó para tragarse las esperanzas de un lugar olvidado del mundo y sumir a sus humildes gentes en la desgracia que les acompaña desde hace décadas, es un buen momento para que tengamos un momento de recuerdo en nuestros pensamientos por Haití.
Al fin y al cabo, sus habitantes son seres con dos piernas y dos brazos como tu y como yo, semejantes a nosotros, hermanos de nuestra sangre, herencia de nuestra tierra, compañeros y cohabitantes de este pedazo de tierra y barro que llamamos Planeta Tierra. Su desgracia es la nuestra. Su dolor es afín al que podemos sentir. Su miedo nos es especialmente familiar. Su futuro es el mismo que nos espera si no somos capaces de sensibilizarnos con su situación, de entender lo que están pasando, de ponernos en su misma piel. Ellos, por sí solos, no tienen medios ni capacidad de resolver la difícil situación en la que se encuentran y, desde luego, sus dirigentes no están por la labor de dedicar sus esfuerzos a mejorar la vida de sus ciudadanos.
Sólo desde la solidaridad de las naciones desarrolladas podemos obligar a que Occidente asuma de nuevo un papel relevante que movilice a sus dirigentes para resolver los problemas inconclusos de su país y, de este modo, sajar las devastadoras heridas que aún asolan Haití, impidiendo que su desgracia se infecte en la perpetuidad del tiempo hasta que la gangrena acabe con el rayo de luz y esperanza que todo ser humano tiene y merece por su mera condición y del que somos culpables y responsables todos y cada uno de los que compartimos raza, humanidad, hábitat y sentimientos. Por nuestras malas obras o por nuestra inacción.
Por eso, hoy más que nunca, comparto y elevo el grito desgarrador que Haití necesita. Os animo a amplificarlo, difundirlo y hacerlo vuestro; entre todos podemos. Yo soy Haití. Todos #SomosHaití.
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