Mientras os escribo esto, Sandra, mi hija mayor de 10 años, representa a su colegio en un concurso de redacción de la Comunidad de Madrid. Esta mañana la he visto marcharse al colegio la mar de tranquila, como si no tuviera importancia, como si le diera igual. Que se que no. Supongo que ella sabe tan bien como yo que se le da bien. Para hacer honor a la verdad, creo que tiene un don. Una virtud maravillosa, sublime. Sabe escribir. Sabe contar cosas. Sabe narrar.
Inevitable que en estos momentos, mientras ella se enfrenta a la temida hoja en blanco, o terror dos escribientes, mi imaginación vuele desbocada. Me vienen recuerdos de años atrás. Muchos años. Demasiados años. Recuerdos en los que la gente que me quería me decía que escribía muy bien, que yo tambien tenía un don, que se me daba fenomenal narrar historias. Nunca supe a ciencia cierta si lo decían para animarme en mi empeño o si eran críticas objetivas. Y de serlo, hasta que punto estaban capacitados para evaluar mi capacidad.
Solo se que les creí. Porque quise creerlos. Porque deseé que fuera verdad. Porque siempre me ha gustado escribir. Por lo menos, mientras no estoy leyendo. Encuentro un placer difícil de igualar al sentarme ante un teclado o un folio y empezar a hilvanar letras, palabras, frases hasta construir una historia, un todo, un trozo de vida inventada, un mundo imaginario que nunca había existido hasta que yo lo cree.
Lamentablemente, en algún momento de mi vida, probablemente en la condenada adolescencia, que tantas vocaciones ha torcido y echado a perder, mi pasión se diluyó como un terrón de azúcar en mitad del océano o las tinieblas de la noche cuando rompe el sol por el horizonte. Tal vez fuera lo mejor. Antes o después me hubiera tenido que enfrentar a la dura realidad de que estos son malos tiempos para la narrativa. Ganarse las lentejas a tanto el kilo de palabras no es un buen negocio, hoy por hoy. Como pueden dar fe cientos de amigos que, de un modo u otro, escogieron la pluma, la máquina de escribir y el procesador de textos como herramientas laborales.
Hoy (casi) todos ellos son reputados periodistas en paro, copys publicitarios especializados en formularios del INEM, escritores que nunca vieron sus obras envueltas en tapas duras, blogueros con polvo en las estadísticas de tráfico. Y no penséis que tengo una visión demasiado prosaica del tema; pero los tiempos del «contigo, pan y cebolla» están un tanto manidos. A los bancos no les vale como aval que (creas que) sepas escribir. Redactar una buena historia no le quita el hambre a tus hijos. El coche no se mueve a base de posts con menos de 50 lecturas. Hace falta algo más. Y ese algo más no existe. No hoy. No aquí. No ahora.
Mientras desayunaba, tuve la tentación de decirle algo a mi hija Sandra. Ya sabéis, el habitual «tú puedes», «confío en tí», «a por ellos», «da lo mejor de tí y nadie te podrá quitar ese premio». Pero no lo hice; supe morderme la lengua a tiempo. Mi silencio es, creo, el mejor consejo que puedo darle. Que mantenga viva la llama, que no pierda su ilusión, que siga disfrutando con lo que escribe, con lo que crea, con lo que inventa. Y que eso la llene y la ilumine. Pero mientras pueda evitaré que albergue esperanzas infundadas; que ansíe en un futuro poder disfrutar del lujo de dedicarse a lo que la llena y la hace sentirse plena y feliz; que crea que la vida premia a los que se esfuerzan; que sueñe ilusionada con folios en blanco, como yo sigo soñando aún después de tantos años…
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