Antesdeayer me encontré por la calle con mi amigo Juanfer. Juanfer es una especie de Pequeño Nicolás de la tecnología. Nadie sabe muy bien a qué se dedica, pero todos le conocen. Vive de evento en evento. Habla con todos, saluda a todos, compadrea con todos. No se le conoce oficio ni beneficio, pero no para, el hombre. Colecciona con avidez hasta la última gilipollua que sale al mercado, siempre que tenga una ranura USB y consuma energía eléctrica. Todo un personaje, Juanfer.
Andaba yo pensando en alguna tontería de las mías como, por ejemplo, qué marca de champú utiliza el Coletas para que el pelo le quede con ese volumen tan ideal o cuánto tardará Apple en sacar el e-consolator, que yo lo veo, cuando me vine a dar de frente con el bueno de Juanfer. Verle y que la congoja se apoderara de mi ánimo fue todo uno. A todas luces, Juanfer había pasado a engrosar las nutridas filas de la Once. O, al menos, ese era el aspecto que me ofrecía. Caminaba sin rumbo fijo, con la vista perdida en las alturas, mientras en su mano sujetaba con pulso tembloroso uno de esos palos retráctiles que los invidentes utilizan para tantear el camino por donde se mueven. A su paso, iba dejando un reguero de viandantes derribados al chocar contra ellos en incierto caminar.
Haciendo de tripas corazón, me situé en su trayectoria y le llamé a viva voz para captar su atención desde su mundo de lúgubre oscuridad permanente. Cuál sería mi sorpresa cuando Juanfer pareció salir repentinamente de su pretérito ensimismamiento para, al punto, reconocer a simple vista y saludarme con un abrazo efusivo, como siempre hace Juanfer con todo el mundo que conoce e incluso con no pocos desconocidos.
– Hombre, Victurs, qué bueno verte. Cuánto tiempo hacía, majo. Venga, vamos a hacernos un selfie para celebrarlo.
Acto seguido, Juanfer elevó por encima de nuestras cabezas su palo retráctil y lo dirigió hacia nosotros. No fue hasta entonces cuando caí en la cuenta de que en el extremo opuesto al mango del palo había un extraño aparato que bien podría ser un teléfono móvil de esos tamaño tableta de chocolate con leche, bien escáner para detectar metales. Ante mi estupor, Juanfer me contó que se trataba de un palo para hacer selfies.
Para los que no lo sepáis aún, un selfie es la versión del S. XXI de lo que durante los anteriores XX siglos era un apretón de manos. O sea, la forma en la que se saludan dos personas cuando se encuentran. Antes se estrechaban la mano efusivamente; ahora ponen cara bovina y miran a un cacharro para hacerse una foto juntos. Da igual que seas una estrella de cine, un papa argentino o un cocinero televisivo. Puedes negar a tu misma madre un abrazo, un autógrafo o un buenos días, pero nadie se resiste a la solicitud de un selfie. No si no quieres parecer un paria. Se de casos de personas cuya existencia podría ser perfectamente negada dada su firme negativa a tener el menor rastro en la red, que sin embargo, claudicaron sin ánimo de resistencia ante la demanda anónima de realizarse un selfie.
Tal es el tirón de la modita del momento, que algún listo, chino con toda probabilidad, ha tenido la genial y lucrativa idea de comercializar palos extensibles y retráctiles, como el que lleva mi amigo Juanfer, con la sana intención de facilitar la toma de selfies a una distancia superior a la que proporciona el brazo de su autor. Lo cuál me resulta sospechosamente estúpido, como sucede con la mayoría de las modas a las que con tanta predisposición caen los aficionados a recopilar cualquier chorrada cuyo uso se popularize.
Porque, si mal no entiendo, el selfie consiste en hacerse una foto a uno mismo, sea solo o en agradable compañía. Este autorretrato fotográfico se realiza extendiendo el brazo a más no poder y dirigiendo el objetivo hacia uno mismo. Si prescindes de tu propio brazo para hacerte un selfie, lo que te estás haciendo es una fotografía normal y vulgar, tal y como se lleva haciendo desde hace más de un siglo. Da igual que seas tu o no quien aprieta el obturador. Recuerdo que, de pequeño, mi padre programaba el retardador de su cámara para hacer una foto del grupo familiar y acudía a toda velocidad a posar con nosotros antes de que se consumieran los diez segundos de tiempo que tardaba en dispararse el obturador.
Luego, mi padre se hacía fotos a sí mismo a voluntad propia, solo o acompañado. Igual que lo que hacen ahora los orgullosos poseedores de palos extensibles para hacerse selfies. Entonces, ¿debo entender que mi padre ya se hacía selfies hace 30 años? Ergo, ¿qué novedad hay detrás de una práctica que hace décadas se inventó?
Y lo que es peor, ¿para qué necesitamos comprarnos un palitroque, que posiblemente dejará de funcionar al tercer o cuarto uso como siempre sucede con los productos de fabricación asiática, si la misión del mecanismo en sí es la de realizar una captura fotográfica a una distancia que perfectamente podemos sustituir por la participación de un tercero, fotógrafo voluntario e improvisado a la sazón?. ¿Qué diferencia existe entre sacarte una foto a tí mismo a metro y medio y pedirle a alguien que tome una foto a dicha distancia?
Mucho me abstuve de compartir esas inquietudes con mi querido Juanfer. Soy consciente de la desazón que le consume cada vez que le desmonto la estupidez de su última flamante incorporación. Como cuando me enseñó una pulserita, bastante hortera estéticamente, que se había comprado a precio de kilo de foie de oca austro-húngara, que es sabido es la más cara que existe. El cacharillo en sí tenía la dudosa utilidad de indicarle cada treinta segundos las pulsaciones y ritmo cardíaco, veinticuatro horas al día, siete días a la semana, al tiempo que subía automáticamente los registros a la nube para que allí constaran para futuras generaciones cuya existencia sería absurda e incompleta en ausencia de tan relevante información. En un exceso de ironía le comenté a Juanfer que no sabía cómo la humanidad había conseguido sobrevivir durante tres milenios y pico sin conocer cuántas pulsaciones ofrecía nuestro pulso a las cuatro de la madrugada. Incomprensible la vida sin este dato transcendental. Juanfer me miró largo rato sin pestañear para, acto seguido, desprenderse de su pulsera, lanzarla al suelo, pisotearla con avidez, depositarla en un cubo de basura cercano y marcharse sin despedida ni selfie, envuelto en un mar de dudas existenciales.
Desde entonces, me guardo muy mucho de desmontarle la presunta utilidad de sus infantiles juguetitos. Le sigo el juego, dándole la razón mientras le doy palmaditas en la chepa por tan inteligente y provechosa adquisición. Así hice en esta ocasión, por supuesto. Aproveché para escabullirme la confusión provocada por la repentina irrupción de un grupo de adolescentes orientales de sexo indefinido, que se aproximaron a mi amigo con la pretensión de hacerse un selfie con el famosísimo Juanfer. Y es que Juanfer es toda una celebridad. Al menos en Twitter. Aunque su vecina no sepa ni cómo se llama ni a qué se dedica. Ni su vecina ni nadie, si a ello vamos.
Lamento haberme marchado sin despedirme de él, pero no me preocupa. Se que a Juanfer le queda el selfie que nos hicimos juntos a modo de recompensa digital. Con eso ya es feliz. Con eso y con su recién adquirido palitroque. Aunque me conste que en menos que canta un gallo acabará acumulando polvo en el cajón donde guarda el proyector Super8, el cigarrillo electrónico, la mariconera y el reproductor de video Beta, junto a tantos otros utensilios de muy dudosa utilidad que alguna vez se pusieron incomprensiblemente de moda y de los que Juanfer siempre ha sido cumplida víctima, so pena de perderse la última tendencia popular y ser considerado paria tecnológico. Antes muerto que sinselfie…
Yo los ‘selfis’ no me los hago con cualquiera… y por supuesto, antes solo que mal acompañado. Por cierto, Sin palo, a la antigua!
Así me gusta, como mandan los CANONes, Oscar 😉