Ébola, y no por mi casa

Tal día como hoy, hace un año, un investigador del OMS daba en su electromicroscopio con un desconocido patógeno con forma de gusano. El virus, porque eso es lo que era, estaba entre las muestras recogidas a las primeras víctimas mortales de una misteriosa enfermedad. Sin saberlo, acababa de encontrar un nuevo brote del Ébola, uno de los virus más letales y temidos al que jamás nos hayamos enfrentado y que está sangrando el futuro de África.

Surgido en 1976 en el corazón de la República Democrática del Congo y, más concretamente, en los alrededores del río Ébola del que toma su nombre, esta enfermedad infecciosa considerada como muy grave, llega aparejada una altísima tasa de mortalidad, que suelen rondar entre el 50% y el 90% de los casos de contagio.

Los síntomas de la fiebre hemorrágica del Ébola no se detectan hasta pasados entre dos días y 3 semanas desde que se contrae el virus, lo que facilita su propagación. El enfermo sufre de fiebre, dolor de garganta, dolores musculares y dolor de cabeza, a los que siguen náuseas, vómitos y diarreas. Posteriormente, llegan los fallos hepáticos y renales y complicadas hemorragias hasta terminar con su vida. El virus puede contraerse por contacto sanguíneo o con fluidos corporales de otros enfermos o de animales infectados (generalmente monos o murciélagos). De momento, no se ha encontrado un tratamiento eficaz para su erradicación.

Desde que se documentara la enfermedad en 1976 hasta finales de 2013, el Ébola ha experimentado sucesivos brotes en distintas regiones subsaharianas, en las 5 cepas reconocidas. En estos 37 años, el virus se ha cobrado algo menos del millar de víctimas mortales al año, muy dispersas tanto temporal como geográficamente. En cualquier caso, estamos hablando en conjunto de una cifra que supera las varias decenas de miles de muertes, un dato suficientemente alarmante como para haber puesto en ello más recursos y focos de los que se dispusieron.

A principios de 2014, el nuevo brote surgía en Guinea-Conakry para expandirse posteriormente por Guinea, Sierra Leona y Liberia, una zona muy densamente poblada en la que el constante movimiento de población facilitaba su contagio y propagación masiva. La OMS fue consciente de la gravedad del caso a finales de marzo de 2014. Sin embargo, tuvieron que transcurrir 5 largos meses antes de que se decidiera a actuar oficialmente, pese a las voces en el desierto que elevaban desde Médicos Sin Fronteras y Save The Children alertando sobre el riesgo de pandemia. En aquellos primeros momentos, el grado de mortalidad de la enfermedad era del 100%.

ebola

En apenas unas semanas, el Ébola se dispersó por el subcontinente negro africano cobrándose sus primeras víctimas, ante la inoperatividad de unos gobiernos precarios  poco preparados para este tipo de emergencias y la pasividad de Occidente. El único apoyo que tuvieron aquellos enfermos provino de las organizaciones humanitarias desplazadas al terreno. Médicos y sanitarios voluntarios arriesgaban sus propias vidas para atender a una población cada vez más atemorizada, con los escasos medios materiales obtenidos de donaciones privadas y las escuetas ayudas gubernamentales que reciben. Estas personas no dudaron en abandonar la seguridad de sus países de origen para lanzarse a combatir en primera línea una enfermedad que amenazaba con extenderse por todo el continente y, quien sabe, si por el mundo entero. Muchos de estos voluntarios perdieron la vida mientras luchaban por salvar a sus pacientes. Mientras, Occidente seguía callando y mirando hacia otro lado.

Sin embargo, a base de insistencia desde los gabinetes de comunicación de estas ONG, y dada la cada vez mayor dimensión humanitaria que tomaba la enfermedad, los medios de comunicación terminaron por hacerse eco del problema. Un destacamento de médicos cubanos establecían un primer centro de control. Los ejércitos británico, estadounidense y francés levantaban hospitales de campaña; la ayuda oficial comenzaba a fluir. Bastó con un primer ejercicio de control sanitario para que la mortandad bajara al 50%; pero la tragedia ya estaba extendida.

Sin embargo, tuvo que pasar casi medio año para que Occidente pusiera sus ojos en la tragedia humanitaria que el Ébola estaba ocasionando. El 8 de agosto de 2014, la OMS decretó la situación como «emergencia pública sanitaria internacional» y recomendó medidas para detener su transmisión en medio de la expectante preocupación mundial ante el riesgo de pandemia global. Entre ellas, pedía a los países donde se habían detectado afectados que declarasen emergencia nacional y hacía una llamada a la solidaridad internacional.

Mientras tanto, alguno de los voluntarios que habían acudido a la primera llamada de auxilio, ya contagiados por la enfermedad, eran repatriados a sus países de orígenes para ser tratados de la enfermedad. A su llegada, tuvieron que enfrentarse al repudio de la opinión pública. La respuesta de los compatriotas fue desoladora: estupor en un primer momento, pánico posteriormente y aversión contra sus enfermos, en última instancia. De solidaridad, ni rastro.

Tan pronto pisaron tierra, la sociedad se volvió un clamor para exigir que fueran aislados y recluidos o, simplemente, que se les dejara morir en África. Todo con tal de mantenerse a salvo; una cosa es que murieran centenares de africanos en algún remoto país, pero de ahí a contar con enfermos en nuestra tierra, había un abismo.

En España, el Ébola solo se ha cobrado 3 víctimas de las que murieron 2. Eran misioneros religiosos que trabajaban en Sierra Leona y Liberia realizando labores de contención de la enfermedad hasta su contagio. Mortalmente enfermos, ambos fallecieron al poco tiempo de su regreso. El primero de ellos en fallecer, Miguel Pajares, fue incinerado en el pueblo donde vivo; aún recuerdo con verdadero asco las protestas de algunos vecinos pidiendo explicaciones sobre por qué tenían que traer su cadáver contaminado hasta nuestra tierra. Todo un ejemplo de falta visceral del menor civismo.

Se hicieron bromas sobre los medios de contención de la enfermedad. Estallaron casos de pánico ante la puesta en marcha de protocolos de prevención en hospitales. Se señalaba con el dedo a cualquier paciente de color que tuviera fiebre. Se pidieron responsabilidades políticas por un riesgo que nunca llegamos a sufrir, mientras manteníamos las manos calientes en el bolsillo. Lo que fuera, menos arrimar el hombro.

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Hoy, un año después de aquel primer caso del último brote de ébola, la tasa de mortalidad ha descendido al 30%. Atrás queda un dato demoledor: más de 10.000 muertes, 10.000 víctimas inocentes que, tal vez, podrían haberse evitado de haber mediado una mayor concienciación social y una actitud más activa por parte de los organismos pertinentes. Y ese sólo es un dato oficial. Se estima que la cifra real de víctimas mortales puede rondar el triple.

Algunas ONG y desplazamientos médicos empiezan a recoger sus instalaciones para volver a sus países de origen. Pero la enfermedad dista mucho de estar controlada. Todavía queda incontables bolsas de enfermos en remotas aldeas y guetos de la selva. Basta con que algún contagiado se desplace a un núcleo urbano con densidad alta de población, algo bastante frecuente en África, para que la virulencia de la enfermedad vuelta a extenderse como la pólvora. Pero, al menos, se encontrará donde a nuestras atocinadas conciencias le conviene: bien lejos de nuestra vista.

El Ébola ha desaparecido de los titulares y la primera página de los medios de comunicación. Ya no hay más inquietantes imágenes de muertos amontonados en algún hospital de campaña. Ya no hay más cifras escalofriantes. Ya no hay más alertas sobre el riesgo de contagio. Podemos dormir tranquilos. Aunque en el proceso, se nos haya visto nuestro verdadero rostro.

El rostro de la cobardía más vergonzante; el de los que jamás harán gratuitamente nada por nadie pero que no dudarán en exigir a gritos toda la atención cuando se sientan amenazados; el de los que huyen como ratas al menor rastro de peligro en vez de arremangarse para afrontarlo. El rostro hipócrita del que mira hacia otro lado para evitar enfrentarse a la realidad; el de los que ven repulsivo el sufrimiento ajeno; el que los que repudian todo lo que pueda suponer algún esfuerzo o sacrificio, aún a costa de la vida de sus propios vecinos.

Hoy, el noticiario nos hablará de 22 adolescentes pegándole patadas a un balón de cuero, de la cuenta de resultados de los inversores que nunca se manchan las manos con sangre ajena, de quién esquilmará nuestras cuentas públicas durante los próximos 4 años. Pero no encontraréis ni una palabra sobre las 10.000 vidas que el Ébola ha sesgado a su paso, ni sobre quienes combatieron valientemente para impedir que fueran otras 10.000, ni sobre las próximas 10.000 muertes que irremediablemente volverán a producirse, mientras Occidente no se decida a investigar para desarrollar una vacuna para erradicar definitivamente la enfermedad.

La del Ébola, me refiero. La de su propia indolente estupidez, me temo, va a requerir mucho más que un milagro…

(Nota: Los enlaces a MSF y Save The Children dirigen a las páginas de donación de estas ONG. No he recibido ninguna contraprestación por estos enlaces. Este post, como todos los que publico, no es lucrativo. Son mi pequeña aportación a sus nobles causas. Hace años que colaboro económicamente con ellos; me consuela pensar que, con mi pequeño granito de arena ayudo a hacer este mundo un poco mejor. Te animo a sumarte a esta iniciativa.)

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