Nadie es imprescindible.
Seguro que tú también has oído esta frase alguna vez. Es una de esas sentencias que reptan por los ambientes laborales ofreciendo deliciosas manzanas verdes a diestro y siniestro.
Nadie es imprescindible es una fórmula laboral que equivale a decir: «recuerda que te podemos dar la patada cuando nos salga de los huevos«. Resulta especialmente útil cuando alguien sugiere un ascenso, pide una subida de sueldo o te mira el paquete/escote con lascivia.
Al aplicarla, suele venir rodeada de ciertas circunstancias:
- Quien la dice rara vez piensa que esta frase va con el/ella;
- Siempre se la dice un superior a uno de sus subordinados;
- Suele decirse cuando no hay testigos cerca que puedan oírla;
- Es una expresión de fracasados. Los que la usan, no los que la escuchan
Decirle a alguien «nadie es imprescindible» es el equivalente, en el mundo laboral actual, a dejar una cabeza cortada de caballo debajo de tus sábanas. Y normalmente suele venir de boca de alguien con el mismo sentido moral.
Pocas frases hay más rastreras, chulescas, prepotentes y desafortunadas que insinuarle a alguien que es prescindible. Suena parecida a Al Pacino en El Padrino III: “Si hay algo seguro en esta vida, si la historia nos ha enseñado algo, es que se puede matar a cualquiera”. De hecho, suena parecido, significa lo mismo, e implica tener los mismos escrúpulos. O sea, cero.
Y, lo peor de todo, es que cualquiera con dos dedos de frente sabe que esta frase es total, absoluta y rotundamente falsa. La única realidad es que no existen las personas prescindibles, sino quienes inutilizan a todos los que le rodean.
Si tu pareja se ha vuelto no-imprescindible, probablemente sea porque la has anulado hasta convertirla en una marioneta que no sabes manejar.
Si tus empleados te parecen no-imprescindibles, significa que eres tan pésimo líder que no sabes sacar lo que los demás llevan dentro.
Si tus amistades se te antojan no-imprescindibles, es porque eres de esa clase de personas para quienes los demás valen tanto como puedan darte un beneficio. Esa es la única verdad.
Aunque para alguien que se cree que «nadie es imprescindible«, la verdad no deja de ser un ligero contratiempo fácilmente subsanable. Si le demuestras que está en un error, te responderá sin inmutarse: “¿Has terminado ya?, porque me importa una mierda lo que sepas o no sepas… te voy a torturar de todos modos” (vale, no es mío, es de Michael Madsen en Reservoir Dogs).
Nothing business, it’s just personal.
Pensar que nadie es imprescindible significa valorar a las personas únicamente como recursos (humanos, pero simples recursos, a fin de cuentas). Rebaja a las personas a la categoría de unidades de producción, como si fueran gallinas ponedoras. Solo que, en este caso, más que poner los huevos, te los toca.
A lo largo de mi vida, me he encontrado esta frase en boca de dos tipos de personas: quienes que la decían y quienes la escuchaban. Los únicos que valían la pena, en todos y cada uno de los casos, sin excepción alguna, eran los segundos.
Lamentablemente, yo también he sido de los dos tipos; la he escuchado y también la he dicho. Hace ya muchos años de ello en ambos casos y no me enorgullezco precisamente de ello. Pero, al menos, me sirvió para sacar una conclusión incuestionable:
Todos somos imprescindibles. Todos y cada uno de nosotros. En la vida, en la familia, en los amigos y en el trabajo. Nada son negocios; todo es personal. Importan las personas; es lo único que cuenta. Todo lo demás es complementario. Todo lo demás es no-imprescindible.
Las empresas valen lo que valen las personas que las componen y el valor que se les otorga.
Los negocios valen lo que vale la persona que los dirige, su honestidad y su integridad.
Los profesionales valen lo que valen como personas frente a otras personas, no como profesionales.
Las marcas valen lo que valen las personas que las compran. Y valen tanto como sepan ver personas, no clientes.
Los amigos valen lo que valen como tal y como son, no como tú quieres que sean o como te interesa que sean contigo.
Las personas valemos tanto como somos capaces de entender a quienes nos rodean, de comprender que los demás son personas, como nosotros, hechos de la misma materia, que pueden sentir, sufrir o soñar como nosotros. Y que, como nosotros, son imprescindibles. Ni más ni menos.
Sin esa empatía, solo somos trozos de carne y hueso. Si delante y detrás no hay personas, todo es de cartón-piedra. Si para ti son «solo negocios«, no lo dudes, significa que eres de los que pones a la venta tus valores y conciencia y que rebajas a los demás – y a ti mismo – a la categoría de mercancía intercambiable y obsolescente.
Decir que nadie es imprescindible, no convierte en imprescindible al que la oye, pero sí en impresentable al que la dice.
Todas las personas cuentan; desde la primera a la última. Todas las personas se merecen una oportunidad. Precisamente porque son personas y, como tal, no pertenecen a nadie.
Tenemos la obligación, como vecinos de planeta y colegas de especie, a respetarlos y ayudarlos con dignidad. No se merecen que un mono juegue a la ruleta rusa decidiendo si aún valen para sus propósitos o si ya pueden ser desechadas y abandonadas al margen del camino.
Nadie es prescindible. Y, ya puesto a tirar de frases de gángsters – al fin y al cabo, ellos fueron los mayores valedores del nadie es imprescindible -, no estaría mal pedirle al mundo que hubieran menos seguidores del
“El mundo es tuyo, con todo lo que hay dentro”
y más del
“Todo lo que tengo en este mundo son mi palabra y mis pelotas, y no las rompo por nadie, ¿entiendes?”
Grandísimo el Al Pacino de Scarface, pardiez. O, por lo menos, que cada vez que alguien le recordara a alguien que nadie es imprescindible, se le apareciera el mismísimo Vito Corleone in corpore presente y le dijera con voz poligonera:
“El destino cometió un error contigo. Tenías que haber nacido muerto; yo corregiré ese error”.
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