Las tortugas marinas (las Cheloniidae, por ejemplo) tienen una fea costumbre. Gustan de nadar a su libre albedrío por los cálidos mares del Sur para, de súbito y sin previo aviso, trasladarse hacia alguna playa desierta, excavar un hoyito en la arena y enterrar en él sus huevos – refrescante práctica, según me han contado -. Tras finalizar este ritual, la madre-tortuga desaparece sin mirar atrás y, si te he visto, no me acuerdo. Cuando sus vástagos nacen, deben eclosionar los huevos ellos solos, desenterrarse ellos solos, desplazarse lo antes posible hasta el mar ellos solos y, ellos solos, aprender a sobrevivir lo antes posible, si los depredadores se lo permiten.
En otras palabras, el instinto maternal de la tortuga marina es como una oferta de trabajo en España; se supone que existe, pero nadie lo ha visto jamás.
Tampoco es que se pueda culpar de ello a las madres-tortuga. La simple tarea de educar a sus hijos sobre las inconveniencias de bañarse después de comer, sin esperar las dos horas de digestión de rigor, se me antoja harto difícil de inculcar cuando tu prole es tortuguil. Y tampoco creo que los niños-tortuga sientan mucho su pérdida. Tener que darle un beso de buenas noches a una madre-tortuga debe ser un verdadero asco. Precisamente, ese es uno de los argumentos que esgrimen todos los padres-tortuga que alguna vez salieron a comprar tabaco y jamás volvieron. Sospechoso, teniendo en cuenta que la inmensa mayoría de las tortugas – especialmente las marinas – no fuman casi nada.
Debería ser dura la infancia de un niño-tortuga, sino fuera porque la tortuga no conoce otra forma de vida. Acepta su temprana orfandad con la misma naturalidad con la que aprende a nadar o con la que enterrará el día de mañana sus propios huevos en alguna playa desierta. La verdad sea dicha, cuando eres tortuga, nadie espera demasiado de tí ni de tus actos…
En teoría, hay una serie de hechos que diferencian a los seres humanos y a las tortugas. Podría citar cientos de elementos diferenciadores a poco que lo pensara pero, para no alargarme ad perpetuum, he optado por haceros una breve selección de los puntos en discordia más significativos:
- Las tortugas llevan su casa a cuestas todo el tiempo. Nosotros no lo hacemos pero, teniendo en cuenta lo caras que están las hipotecas y el tamaño de los pisos que nos permiten comprar los bancos, tambien podríamos llevarlas a cuestas, si quisiéramos.
- Las tortugas se esconden dentro de su caparazón siempre que sienten alguna amenaza. Nosotros, por el contrario, nos escondemos bajo el nick anónimo de nuestros perfiles en redes sociales y, desde allí, lanzamos dardos agudos como «pues anda, que tú…» y otros.
- La mayoría de las tortugas no tienen trabajo. Nosotros, sin embargo, tenemos orejas.
- Ninguna tortuga admitirá jamás tener la culpa de un accidente de tráfico. Nosotros lo tenemos mas claro: la culpa es del que tiene el coche mas caro (por eso, Línea Tortuga Aseguradora ni cubre tortugas-berlina ni asegura a los humanos).
- Una tortuga educada solo habla del estado de las corrientes cuando se cruza con una vecina en el ascensor. Nosotros, sin embargo, miramos disimuladamente el culo de nuestra vecina. Siempre y cuando no sea una tortuga.
- En los bares y restaurantes para humanos no se puede fumar. En los bares y restaurantes para tortugas, por el contrario, está permitido. Pero como están todos debajo del agua, resulta harto complicado encenderse un pitillo.
- Las tortugas abandonan a sus hijos a su suerte y riesgo, dejándolos expuestos a las amenazas de tiburones y orcas. Los humanos, para ese menester, ya tenemos a nuestros políticos, que nos dan el mismo cariño maternal y nos abandonan a la suerte de agencias de riego, expedientes de regulación de empleo, cajas de ahorro en bancarrota y demás carroñeros.
Visto lo visto, a lo mejor resulta que humanos y tortugas no somos tan diferentes, después de todo.
O tal vez sí. Porque, bien pensado, los humanos jamás nos atreveríamos a dejar a nuestros hijos solos y abandonados a su suerte, enredados con una lista interminable de clases extraescolares y bajo el cuidado de la asistenta, mientras nosotros nos entregamos al trabajo en jornadas de catorce horas diarias, sin apenas oportunidad de ver a nuestros cachorros bajo la luz solar de lunes a viernes.
Eso es algo que un humano jamás consentiría. Sería como ponerse a la altura moral de una tortuga – con perdón para mis queridas tortugas -.
O por debajo de ellas, incluso. Al fin y al cabo, hay cosas que ni una tortuga estaría dispuesta a aceptar y por la que nosotros pasamos con suma docilidad.
Ahora solo me queda dilucidar cuál es la especie más evolucionada de las dos. Y me temo que la respuesta no viene en la Wikipedia… Estoy perdido. Como una tortuga, sin ir mas lejos.
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