Rolando versus Ronaldo

Conocí a Rolando hace treinta años y un mes. Ya era viejo, por aquel entonces. Rolando, me refiero. Me enganché a él desde el primer día. Sabía desde el principio que iba a suceder. Era uno de los libros que me aprovisiono al comienzo del verano. El nombre prometía. La Torre Oscura. «El hombre de negro cruzaba el desierto y el pistolero iba en pos de él». Todo camino empieza con una frase, toda epopeya arranca con un primer paso. Este era épico; probablemente la mejor primera frase que jamás se haya escrito.

Antes de que pudiera empezar a leerlo, mi abuelo me lo pidió. Déjame leerlo, que me ha parecido interesante, me dijo cuando la sombra del viejo olivo ocultaba los últimos rayos del sol. Al día siguiente, mientras desayunaba, mi abuelo me devolvió el libro. No había dormido en toda la noche. Imposible. El libro le había enganchado desde la primera frase. Y eso que mi abuelo no era fácil de impresionar. Tenía una librería – papelería. Muchas tardes, mientras mis compañeros de clase jugaban partidos con pelotas hechas con bolsas de plástico y cinta de embalar, yo me dejaba caer por la papelería, cogía mi banqueta y leía. Lo que fuera; desde El Caso a Alejandro Dumas; de 13 Rue del Percebe a Allan Poe; desde Tintín a John Le Carré. Mi abuelo y yo leíamos. Así que sabíamos algo de separar el polvo de la paja.

Han pasado treinta años. He desesperado ansioso a que se publicara cada nuevo capítulo de La Torre Oscura. Desde el primer libro, apenas un folletín, hasta la terriblemente decepcionante última novela de la serie, me he leído cada uno de los siete libros no menos de media docena de veces. Desde entonces, el mundo se ha movido. Mi abuelo ya no está. La papelería ya no está. Aquel yo niño ya no está. Hasta el mismo Stephen King ha estado a punto de cruzar al claro de luna, bailando al son de una camioneta despistada que jugó a molineros con sus huesos. Hoy, en apenas unas horas, traicionaré la memoria de La Torre Oscura viendo una película que de antemano se que no va a estar a la altura del libro. Pero La Torre responde a fuerzas a las que los hombres no podemos resistirnos y la fuerza de los Haces nos arrastra a su influjo, como en su día hiciera con los pistoleros que protegían la Tierra Media.

Pero hay algo de lo que estoy firmemente seguro, después de tantos años. Rolando es real. Rolando de Gileaad, último pistolero sobre la tierra, hijo de Steven, compañero de armas de Curberth, Alain y Jamie, hermano de Eddie, Sussanah, Jake y Acho, amante de tantas y amigo de nadie, es real. Existe desde que un joven Stephen King, aún mas aficionado a las vísceras que la las Altas Letras como hoy es, lo descubriera en su mente. Su mundo siempre ha existido. Tiene consistencia, textura, olor – a cuero viejo, polvo y hierba fresca – y sabores.

Frente a él, como si uno de los innumerables duelos a los que en su existencia se enfrentó, un tal Ronaldo. No, el de verdad, no. El de verdad era un brasileño con tendencia a cebarse de chuletones de buey, que no dejaba de sonreír, quizás para disimular que solo sabía meter goles, y que caía bien a todos. Me refiero al otro Ronaldo. Ya sabeis, CR7.

Ronaldo no es real, como todos los retazos del mundo donde vivimos. Está hecho de cartón-piedra, papel satinado y electrolitos. Es falso y artificial, pura ficción, como el mundo en el que vivimos. Es un héroe universal porque treinta y ocho o cincuenta tardes al año juega al fútbol y a veces mete un balón entre tres palos y una red. Nunca ha salvado una vida, nunca se ha enfrentado al peligro, nunca ha perseguido una gran causa ni ha puesto su vida en riesgo por salvar la humanidad. Ronaldo solo practica esa religión absurda llamada fútbol.  Un joven, casi un niño aún, que llora cuando le quitan el balón, grita cuando mete un gol y al que te dicen que seas amable y respetuoso cuando te diriges a él, por si se ofende. Justo las antípodas de mi querido Rolando. Sinceramente, me declaro firmemente ateo de este Cristiano.

Rolando y Ronaldo. La similitud fonética es evidente. Pero ahí termina todo parecido entre ambos. Uno es fruto de una mente calenturienta y brillante; el otro de un mundo distorsionado y vacuo. Uno pertenece a un mundo distante pero muy cercano; el otro vive en nuestro mundo a una altura no permitida para el común de los mortales. Uno ha dedicado su vida a perseguir unos valores e ideales que no llegaba a comprender pero que entendía tan elevados y sublimes que merecían sacrificar su propia existencia; el otro es la representación gráfica de una sociedad enferma que no se soporta a sí misma, que alimenta el odio y el inconformismo, un lugar de hombres y mujeres infelices, que caminan sin rumbo y alientan el encumbramiento repentino de ídolos de plástico para luego dejarlos caer desde las alturas. Dan ganas de llorar, la verdad.

Dejadme que os diga que me quedo con Roland de Gilead, sin ningún lugar a dudas. Aún cuando tengo por delante el suplicio de ver la infamia de película con la que pretenden homenajearlo (perdóname, Idris Elba, no es nada personal ni mucho menos, pero es que Rolando no era negro… o como se diga ahora). Que el sigul que forman sus dos tremendos pistolones sea el sigul de nuestro ka-tet e ilumine nuestras vidas con largos días y gratas noches hasta que la segadora nos lleve a la senda al final del camino.

Vosotros, sois muy libres de elegir vuestro propio camino. Pero tened cuidado con los dioses que elegís, las encrucijadas que tomáis y con aquello con lo que soñáis, no sea que un mal día se convierta en realidad. Recordad,

Al león no le importa lo que piensen unas ovejas. Al resto de las ovejas, le importa aún menos.

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