La silla vacía

Lo peor de cumplir años no son las arrugas, ni los michelines, ni las agujetas dominicales. Lo peor de cumplir años son las despedidas.

Lo peor de cumplir años es pasar una tarde sombría en el hospital, sujetando la débil mano de alguien que ha formado parte de tu vida (un familiar, un amigo, un ser querido), apenas hoy reconocible por el cruel e inmutable paso del tiempo, convertido tal vez en una macabra broma del destino, tan distinto al ser de luz cuyos rasgos siempre pervivirán en mi memoria, mientras su vano último hálito de vida se extingue como una llama que apenas resiste en el cabo de la vela.

Tardes de dolor que devienen en mañanas de quebranto y tanatorio. Eso es lo peor que te sucede cuando cumples años.

Sabes que es ley de vida, sabes que no es sino el cruel devenir del tiempo, que se abre paso por encima de nuestras extremadamente breves existencias, arrasando a su paso todo lo que encuentran, como las crecidas de un Nilo que barre las tierras colindantes a su mítico cauce, sembrando muerte y destrucción en unos campos entre cuyos lodos pronto habrá de renacer la nueva vida. Alfas y omegas que marcan nuestra insignificante existencia de humildes mortales, tan efímeros, tan previsibles, tan llenos de razones y vacíos de respuesta.

Y aún así, saber todo esto ni te alivia ni te consuela, pero al menos te da un guión, una verdad que es inmutable, por mucho que nos duela admitirla y sentirla. Saber que algún día hemos de irnos de algún modo marca nuestra existencia y define nuestro carácter. Pasamos la mitad de nuestro tiempo bebiéndonos a grandes tragos la vida, como si nunca se fuera a acabar, y la otra mitad inventándonos mentiras para retrasar y huir de lo que sabemos que es inevitable.

Nuestro libro está escrito sobre letras de fuego que no sabemos y no podemos borrar. Si se cumple el manifiesto, si la obra llega a su fin conforme a su libreto, al menos nos queda el consuelo de haber cumplido los plazos, de haber llegado al llano al final del camino, de haber cubierto las etapas, de sentir que el navío llega a final de su deriva hasta el inevitable puerto del destino del que nadie escapa.

Sin embargo, a veces el carrusel se atasca, el vinilo da un salto y el rumbo de nuestra vida se sacude a causa de una maldita enfermedad que manda al garete todos nuestros planos. El puto cáncer y su perra leyenda sigue aquí, entre nosotros, recordándonos que no somos más que hojas caídas flotando sin control en el torrente descontrolado del azar.

Nosotros, que hemos hollado la luna. Nosotros, que hemos tocado el fondo de los océanos. Nosotros, que hemos penetrado en lo más diminuto del átomo. Nosotros, que hemos observado con todo lujo de detalles los confines del universo. Nosotros seguimos siendo necios e indefensos espectadores ante la bicha, como la bicha de Salvatore.

Para eso no te prepara la vida ni cumplir años. Parece mentira que tantas víctimas inocentes, tantas vidas sesgadas, tanto dolor prematuro no hayan encontrado aún cura ni remedio. Parece increíble que el ser humano, tan arrogante, tan altivo, tan inteligente, tan sobrado de sí mismo, no haya sabido o querido encontrar una solución definitiva a la plaga que se lleva a tantos a los que no les había llegado su momento.

Y no, no me sirve decir que nuestra vida es insalubre, que nuestros hábitos son insanos, que estamos expuestos a factores a los que no podemos escapar.

El cáncer es un verdugo cruel y sanguinario, cuyo fin está al alcance de nuestra mano. Pero su remedio, su erradicación es un mal negocio. Por eso sigue existiendo. Por eso se sigue llevando antes de tiempo a personas que hoy deberían estar con nosotros.

No tenemos remedio. Nos hemos vuelto insensibles. Nos hemos vuelto hipócritas. Nos movemos por impulsos viscerales e inhumanos. Business is business.

Habla con cualquier oncólogo, pregunta a los investigadores; sabrás que la respuesta está ahí, al alcance de la mano, mucho más cerca de lo que creemos. Solo necesitamos apostar por ella, poner los recursos para conseguirlo. Aquellos que se les priva a quienes pueden conseguir su fin, a quienes los laboratorios y farmacéuticas les dan la espalda y los gobiernos ignoran y ningunean.

Para qué, si es mejor gastarse doscientos millones pagando al futbolista del momento, trescientos a la estrella de la película, ocho mil en el nuevo complejo de edificios caducos. Para qué dedicarlo a la investigación en la lucha por ganar la lucha contra el cáncer, si no es rentable, sino ofrece dividendos de dos cifras. Ser (seguir siendo) humanos no entra en nuestro plan de negocio.

Por eso, ellos hoy, Día Mundial contra el Cáncer, ya no están aquí. Por eso, ellos ya no tienen que pensar más que es lo peor de cumplir años.

Y mientras, nosotros cada día nos seguiremos levantándonos acongojados pensando cuando el dado girará y girará y decidirá pararse ante nuestra casilla.

Y por eso, el jueves, cuando quedemos a comer, la silla de enfrente donde siempre se sentaba Maca, desde donde nos hacía reír con sus bromas y sus bravuconadas, donde nos hacía vibrar con sus inagotables ganas de vivir, con su fortaleza, con su positivismo y su energía vital, será por primera vez una silla vacía.

Maca nos dejó hace solo quince días, porque a sus cuarenta y pocos no encontró a nadie que tuviera los cojones de ayudarla a ganar La Guerra más dura. Al final su luz se apagó y nos dejó a todos los que la conocimos hechos un poco menos personas, un poco menos vivos, privados de su luz poderosa de vida y humanidad, rotos por el hueco vacío, desgarrados por el remordimiento de pensar si pudimos hacer algo más por ella, por acompañarla, por aliviarla, por animarla, por estar a su lado en esa lucha tan terrible.

Acabemos de una vez por todas con esto. Y venzamos la guerra de una puta vez. Demos las armas que necesiten a quienes pueden darnos el don de prolongar la vida. Demos esperanza a quienes tantos se lo merecen. Demos una bola extra, una vida nueva, una segunda oportunidad a quienes sufren esta odiosa y apestosa enfermedad que nunca debería haber existido. Hagamos de una jodida vez algo por hacer del mundo un lugar mejor, al menos en lo que se refiere a esto.

Hagámoslo por ellos, por los desahuciados, por los inocentes, por los que se deshilvanan a la espera de una solución que no termina de llegar, por los que se fueron antes de cumplir suficientes años, por los que se nos escaparon sin remedio; por Maca y el sonido de su risa que nunca jamás volveré a escuchar.

Acabemos con el cáncer. Acabemos con la maldición. Acabemos con las sillas vacías que tanto tememos.

«Mi herencia han sido meses baldíos, me han asignado noches de fatiga. Al acostarme pienso: ¿cuándo me levantaré? Se me hace eterna la noche y me harto de dar vueltas hasta el alba.

Corren mis días más que la lanzadera, se van consumiendo faltos de esperanza.

Recuerda que mi vida es un soplo, que mis ojos no verán más la dicha»

(El libro de Job 7, 1-4. 6-7)

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