Cuando Hans Müller despertó, tras una noche inquieta de duermevela, tuvo una terrible premonición: aquel día sería su último día de vida
Hans se levantó con la terrible y absoluta certeza de que algo muy malo iba a pasar en su vida durante aquel aciago día. Ignoraba el qué, e ignoraba cómo podía estar tan seguro de ello, pero no tenía el menor resquicio de duda acerca de la grave amenaza que le acechaba.
Se levantó con sumo cuidado de la cama, tratando inútilmente de encontrar una vaga explicación a su desasosiego. En vano, intentó calmar su desazón recurriendo a mil y una razones comprensibles: una pesadilla demasiado vívida; algún ruido extraño captado por su subconsciente en el silencio del apartamento; una digestión pesada, tal vez un pedazo de carne mal digerida, como hubiera dicho Ebenezer Scrooge. Pero ninguna le resultaba convincente.
Una vez incorporado, Hans miró a su alrededor en busca de una explicación plausible a su azoramiento pero, si existía tal respuesta, ésta no parecía hallarse en la soledad de su austera habitación.
Hans vivía solo; siempre había sido así. De hecho, Mr. Müller bien podría considerarse el genuino paradigma del clásico hombre solitario. Siempre había procurado evitar a toda costa cualquier interacción innecesaria con el resto de miembros de su especie.
A resultas de su ahínco por desechar cualquier atisbo de lazo personal, no había en su vida ni familia, ni amigos, ni amables vecinos, ni siquiera un credo al que recurrir cuando necesitaba compartir sus desvelos. En la vida de Hans Müller no había ni un resquicio para las improductivas y estériles relaciones interpersonales a las que eran tan aficionados sus congéneres.
Hans dejó a un lado su desayuno favorito – café con leche, tostadas con bacon y un zumo de naranjas recién exprimidas – y otro día más, optó por tomar algo frugal. Cuando tienes la certeza de que no tu vida está en juego, no muestras mucho apego a los placeres de la vida.
Se vistió con sobriedad, fiel a su estilo, y se dispuso a ir al trabajo otra jornada más. Mientras lo hacía, un millón de ululantes alarmas seguían vibrando dentro de su cabeza bajo un aparatoso abanico de luces rojas intermitentes. Haciéndoles caso omiso, decidió antes de salir, tomar buena nota de llamar a la consulta del doctor Schulz y concertar cita para un chequeo de urgencia, a ser posible, esa misma tarde.
Al salir a la calle, Hans echó a caminar con precaución, poniendo mil ojos a cada paso que daba. Evitó las calles más transitadas, las aglomeraciones, los cruces peligrosos o las amenazadoras cornisas. Cualquier paso, cualquier rincón, cualquier momento, le parecía una terrible ocasión para morir.
Mientas caminaba con pasos inciertos, intentó poner en orden sus pensamientos. Porque, si hay un misterio irresoluble en este universo, ese era entender cómo semejante idea había encontrado cobijo en una mente tan pragmática como la de Hans Müller.
Probablemente no había nada más ajeno a su naturaleza escrupulosa y racional que dejarse alterar por una premonición absurda, salvo, quizás, el amor. Y, sin embargo, Mr. Müller estaba por la labor de concederle la máxima credibilidad a su premonición matutina.

Al fin y al cabo, esas cosas pasan constantemente, ¿no? En algún lugar había leído que los lobos del zoo de San Francisco se habían vuelto locos justo antes del Gran Terremoto. Y luego estaban los videntes, los zahoríes, los analistas económicos… En fin, en nuestro mundo hay docenas de personas que poseen la habilidad de ver cosas que escapan a los sentidos del resto de los mortales.
Por muy irracional que sonara, Hans estaba más que dispuesto a hacer una excepción en su mente matemática. Quién sabe, tal vez esas personas extrañas fueron alguna vez gente normal y corriente, tan profundamente escéptica como Hans, hasta que un determinado día algo estalló en su vida.
Y ese día bizarro parecía haber llegado a la vida de Hans Müller en forma de premonitoria guadaña.
Una vez llegado al trabajo, Hans saludó por cortesía y se encerró en su microcosmos laboral. La naturaleza de sus quehaceres no exigía interrelación alguna con sus compañeros. Para Hans, esto suponía una auténtica bendición.
Por descontado, no tenía por costumbre congeniar mucho con sus compañeros. Pero aquel día, Hans estuvo especialmente ausente. Su mente volvía una y otra vez a la acuciante sensación de amenaza fatal, cuya intensidad no hacía sino crecer y crecer a cada hora pasada. Sentía como su corazón latía con la fuerza de un pura sangre salvaje bajo su camisa gris ceniza pulcramente planchada, disparando el ritmo de sus pulsaciones.
Pasado el mediodía, el personal de la oficina se dispuso a salir a almorzar. Al verlos marchar, Hans sintió la punzante tentación de unirse a ellos. Pero, tras recapacitar sobre los riesgos que esto podría implicar – en forma de un atraco violento al bistró de la esquina, una esquirla de pollo obturando su garganta o una extraña reacción alérgica que le causase un colapso inmediato, -optó por rechazar la idea de salir.
Otro día más, Hans Müller almorzó solo en su puesto de trabajo, sin más compañía que la de la impertérrita pantalla del ordenador.
Transcurrido algo más de una hora, los compañeros regresaron a la oficina. Hans, aún vivo a la sazón, observó desde su cubículo con gesto taciturno el alborozo de sus risas y sus algarabías. Su comportamiento siempre se le antojaba insoportablemente frívolo. ¡Si ellos supieran las terribles amenazas a las que vivimos expuestos!

A eso de las siete de la tarde, Hans Müller se personó en la consulta del doctor Schulz, su médico de cabecera de toda la vida. Tras someterse a un exhaustivo chequeo, el doctor le corroboró que, con absoluta certeza, no existía motivo alguno del que preocuparse. Su salud no mostraba ningún signo de enfermedad, presente o futura. Hans no era un Hércules precisamente, pero sí estaba todo lo sano que cabe esperar de un hombre de mediana edad con cierta tendencia a abusar del sedentarismo.
Sin embargo, el gesto del médico le hizo pensar que algo ocultaba. Bajo sus palabras tranquilizadoras, Hans intuyó un velo de preocupación, la clase de prudente complot que suele anteceder al anuncio de una terrible noticia de carácter médico.
Al reflexionar sobre ello, Hans Müller dedujo que no era la primera vez que su médico le escondía un secreto. En pretéritas visitas había percibido un incómodo silencio, más propio de una consulta con esa clase de pacientes que no saben aceptar con decoro las malas noticias.
Otro día más, Hans intentó sonsacarle por activa y pasiva, pero todo esfuerzo fue en vano; el buen doctor se cerró en banda a soltar prenda. Si había algo que pasaba por su mente, había decidido que este no era el día más adecuado para sincerarse. Decididamente, su cobarde comportamiento no ayudó a calmar su ansiedad.
Hans salió a la calle agobiado por la opresión que le atenazaba. No tenía a nadie con quien compartir su problema. Y aunque hubiera sido así, desahogarse con el prójimo le hubiera asemejado una reacción harto estúpida. Seguramente, le mirarían como si estuviera loco.
Al fin y al cabo, nadie podía entender mejor que él la cruda realidad del peligro inminente que le atenazaba. Y, en cualquier caso, una cita no sería sino una causa más de exponerse a riesgos innecesarios; la gente tiende a ser asquerosamente prolija a contagiarse mutuamente virus, bacterias y otras miasmas.

Hans regresó a la seguridad de su apartamento a paso vivo, procurando no cruzar su vista con ningún transeúnte con aspecto amenazador lo que, en su opinión, englobaba a la inmensa mayoría de la población de la ciudad.
Una vez en casa, y tras cerrar con ahínco hasta el último cerrojo de la puerta acorazada, Hans se acomodó, se sentó en el sillón de orejas y dedicó un rato a ver distraídamente la televisión. No había en ella nada que fuera motivo de su atención. Apagó el aparato y ojeo con desgana alguna vieja revista. A pesar de lo avanzado del día y de encontrarse en su hogar ajeno a los peligros del exterior, la sensación de sentirse amenazado seguía estando presente en su ánimo.
Azorado, cenó algo sencillo y decidió irse a la cama pronto. Una vez acostado, Hans intentó ordenar de nuevo sus pensamientos, al finalizar la jornada. El día estaba ya cerca a llegar a su fin y nada perceptible le había sucedido. Nada de nada. Tal vez, después de todo, aquel día no sería el día de la muerte de Hans Müller. Por alguna razón incomprensible, y contra todo pronóstico, había vencido al destino.
Reconfortado por esa sensación, Hans fue poco a poco abandonándose al sueño reparador. A pesar de todo, la noche se avino inquieta y desconcertante. Terribles desgracias se sucedieron en sus pesadillas, hora tras hora, a lo largo de toda la noche, hasta el punto de hacerle despertar varias veces, agitado y sudoroso, en mitad de la noche.
Cuando despertó tras una noche inquieta de duermevela, Hans tuvo una terrible premonición: aquel día iba a ser su otro último día de vida.

así sucedió durante todos y cada uno de los restante días de su azarosa vida, que finalmente no fueron pocos. El día que los bomberos echaron abajo la puerta de su apartamento, alertados por los vecinos a causa del fuerte olor que exhalaba el interior, encontraron su cuerpo plácidamente muerto en la cama.
Hans Müller llevaba ya más de dos semanas muerto en su cama. Nadie le echó en falta durante todo ese tiempo. Aunque, para hacer honor a la verdad, el hecho es que Hans Müller llevaba muchos, pero que muchos más años, muerto. Aunque ni él ni su perfectamente rutinaria y ordenada existencia fueran realmente conscientes de ello.
Y no hubo otro día en la vida de Hans Müller.