Tenía que ser precisamente ayer, un 6 de Diciembre, Día de la Constitución Española a la que tanto defendieron frente a los ataques, vilipendios y humillaciones de los extremistas, cuando UPyD anunciara su disolución. Hasta el último día, UPyD fue fiel a sus nobles principios. Nadie esperaba menos de ellos. Por eso, probablemente, UPyD es hoy historia.
Con la desaparición de UPyD, se abre un vacío inquietante y descorazonador en la esfera política española. Hoy se nos queda vacante el espacio que ocupó la formación magenta durante 13 años como firme adalid del respeto a España, a su Constitución, a la incorruptibilidad, a la democracia, a la pluralidad de pensamiento, a la separación de poderes y al estado de derecho. Huérfano queda, en fín, el papel que UPyD ha jugado en la más reciente historia política española. Y lo peor del caso es que no se otean en el horizonte candidatos dignos a tomar su relevo.
UPyD nació de la necesidad de aire fresco, de la urgencia por encontrar un futuro mejor, del deseo de pasar página y avanzar hacia adelante, de la aspiración a preservar España ante los que estaban por la labor de subastarla o abandonarla a su suerte. Desde aquel esperanzador 29 de septiembre de 2007, cuando se fundó el partido en un modesto acto en el teatro-auditorio de la Casa de Campo de Madrid, hasta el día de ayer, los magenta fueron una estirpe de valientes cruzados, dispuestos a partirse la cara en mitad de la mediocre tónica general que caracteriza a nuestra casta política .
Qué poco hemos cambiado desde entonces; cuánto hemos cambiado desde entonces.
Cansados de discursos vacíos y principios quebrados, UPyD fue durante todos estos años un refugio ante el sinsentido, una esperanza de un mundo mejor inspirada en una estrofa de John Lennon, el sueño ingenuo de quienes pensaron que la razón puede ser despertada de su aletargada siesta eterna, el aliento que inspiraba a los que siempre se negaron a ser clasificados en idearios rancios.
Su voz fue un látigo incansable contra la caspa de un sistema obsoleto y oxidado. Su labor fue un grano en el culo de sus orondas señorías. Sacudió collejas, por igual, a izquierdas y derechas. Resquebrajó los cimientos de treinta años de bipartidismo anquilosado de PSOE y PP, al tiempo que les vigilaba de cerca que no siguieran escalmando el erario público y llenándose sus corruptos bolsillos. Dispuso que el centrismo no consistía en la equidistancia banal entre diestra y siniestra, sino en la confrontación rotunda frente a cualquier radicalismo doctrinal. Plantó cara descubierta y valiente a la violencia del terrorismo vasco y a la felonía del separatismo catalán. Elevó a Europa los pecados nacionales y arrastró a los tribunales a los chorizos más recalcitrantes.
Tal vez fueran demasiado altas sus miras. Tal vez su tiempo llegó antes de tiempo. Tal vez, el mundo predistrópico aún estaba demasiado abotargado tras la fiesta ochentera como para asumir su irrupción. O tal vez, quién sabe, aquello de «el centro radical» que promulgaba Rosa Díez requería de una audiencia con mayor nivel intelectual; demasiado profundo, desafiante y elevado para un electorado con demasiada querencia a la pantomima nacional.
Lo cierto es que, si hoy tenemos más de dos papeletas para elegir cúal metemos en una urna, es mérito de UPyD. Si hoy hay grupos en el hemiciclo que no sean azules, rojos o territorialistas, es mérito de UPyD. Si hoy hay órganos de transparencia en los partidos políticos espàñoles, es mérito de UPyD. Si hoy ser corrupto no es un negocio que salga rentable, es mérito de UPyD. Si hoy hay un debate público acerca de racionalizar la estructura burocrática española, es mérito de UPyD. Si hoy las fuerzas de seguridad del estado han visto avanzar sus derechos y no son (aún) más vilipendiados, es mérito de UPyD. Si hoy los autónomos tienen a alguien que piense en sus intereses, es mérito de UPyD. Y si hoy la realidad del terrorismo en España se limita a un documental de Netflix, es mérito de UPyD.
Esto es algo que nadie nos podrá arrebatar. Nos lo podrán seguir negando, nos podrán seguir ninguneando a nuestros representantes y votantes, nos podrán seguir dando la espalda descaradamente como hacían sus señorías en el hemiciclo, nos podrán seguir escondiendo como hicieron los medios de comunicación, nos podrán seguir echando en cara nuestra lucha infatigable contra la corrupción, nos podrán seguir mandando a sus hordes digitales para que hagan burla y escarnio en forma de memes de mal gusto. Y por supuesto, nos podrán seguir robando nuestro ideario, nuestras iniciativas y nuestras propuestas. Pero nadie ni nada podrá cambiar que si hoy nuestra vida política está más saneada, más plural y más tolerante que antes es mérito de la herencia que UPyD nos ha dejado.
No deja de ser mi opinión personal, pero honestamente soy de los que aún piensan que Unión de Progreso y Democracia empezó a morir el día que nació, que firmó su sentencia de muerte el día que se presentó en la causa de las tarjetas black y que empezó a agonizar el día que cometimos el error de dejar/provocar que Rosa Díez se bajara del barco, ignorando de este modo de que la capitana es la pieza más importante del arbolado de cualquier bajel pirata y en su ausencia, solo queda la zozobra a deriva por costas inciertas. Sé que habrá quien discrepe, pero lo expreso tal y como me sale de muy adentro.
La autopsia de UPyD nos habla hoy de un virus interno; el que nace cuando uno lleva la democracia hasta sus últimas consecuencias. Sus ideas eran demasiado elevadas como para encontrar unas bases que estuvieran a su altura y no se perdieran en diserciones en los que todos querían ser escuchados ni pocos escuchar a los demás, sacudida por el espíritu de querer cambiar mucho en poco tiempo, de querer escuchar y dar voz a todos y, es probable de un cierto tufillo a proselitismo excesivamente despegado de los mortales que nos rodean del que me confieso haber sido en ocasiones culpable y pecador.
Sea como fuere, la muerte de UPyD es indiscutiblemente una victoria aplastante e incuestionable, sin paliativos, sin piedad, que sin duda muchos estarán hoy celebrando. Su epitafio queda así escrito en forma de tragedia compuesta por tres actos de victorias y un epílogo con sabor a derrota amarga.
El primer triunfo es el del iracundo e irracional status quo patrio a quien se atrevió a plantar cara. La segunda victoria es la de la endémica corrupción política española. La tercera victoria es la del cuarto poder, el que componen los medios de comunicación españoles que, fieles a sus principios inmorales, aún siguen destrozando y devorando sin compasión a cualquiera que ose cuestionar la idioticia de sus amos ideológicos, los que les sostienen económicamente a cambio del favor de sus aplaudidores. Por último, y a causa de todo ello, nos vemos abocados a la derrota del sentido común en su más pura expresión, con el beneplácito de una sociedad que siempre ha demostrado su predisposición a ser manipulada, su querencia hacia el bipartidismo fraticida de las dos Españas y su espartana resistencia ante cualquier atisbo de pensamiento político exento de visceralismo.
Quizás estas líneas puedan sonar a rancio discurso revanchista. No me voy a molestar en negarlo porque, en cierto modo, así es. Admito abiertamente que los sentimientos que hoy se agolpan en mi teclado están manchados de dolor, de rabia y de desasosiego.
Dolor por permitirnos que nos bajaramos del ascensor cuando nos dirigíamos hacia nuestras más elevadas cotas que tanto necesita nuestro país, dejándonos despistar del que era nuestra meta y objetivo.
Rabia al recordar cómo las ratas royeron nuestro engranaje, corrompieron nuestra moral y luego huyeron del barco al percibir la línea de flotación demasiado cerca de los camarotes.
Y desasosiego por el funesto panorama que nos espera, condenados a ser meros espectadores del combate suicida entre un PSOE corroído por la podredumbre moral y un PP carente de ideas frescas cuando se le corta el acceso a la saca, mientras en la cuneta Ciudadanos espera para saber qué chaqueta tiene que ponerse hoy cuál Carpanta hambriento, las chekas de Podemos siguen con su purga intelectual en pro de la dictadura del pensamiento único (perdón, única) bajo principios estalinistas, Vox incendia los ánimos con antorchas de odio y supremacía y los chacales indepes miran de reojo a sus mayores a la espera que alguno se distraiga para morder la mano que les da de comer y les concede el derecho constitucional a existir políticamente.
Estos y no otros son los pensamientos que hoy me conmueven. Pero mañana, cuando hayamos terminado el duelo por la muerte de los justos, será el momento de volver a levantarnos, resurgir de nuestras cenizas y empezar a construir de nuevo la oportunidad de tener un futuro del que podamos sentirnos orgullosos. Y entonces yo seré el primero en ofrecer mi brazo para trabajar por ello.
Volveremos.
Muy buen artículo. Suscribo las líneas expuestas. El regeneracionismo es necesario en España.