Hoy me ha sucedido uno de esos sucesos extraños que te hacen cuanto menos reflexionar sobre el mundo en el que vivimos y nuestra forma de afrontarlo…
Ayer, en un momento de prisas y urgencias – como todo buen sábado que se precie -, estuve reordenando mi coche para habilitar dos sillas suplementarias para mis hijas. Se trata de uno de esos monovolúmenes estilo Transformers al cual se le pueden mover los asientos para reconvertirlo en un siete plazas en caso de así desearlo. El único hándicap para llevar a cabo esta operación – ese pequeño detalle que siempre olvidan explicarte los chicos del concesionario cuando te venden el coche – es que previamente debes vaciar completamente el maletero. Y, como todos sabéis, el maletero de un coche es un espacio mágico que posee capacidad propia para atraer toda suerte de cachivaches y trastos inútiles.
Así pues, en pleno desafío personal para llevar a buen puerto la transformación en menos de diez minutos con un parking en semipenumbra, tres niños protestándome en la nuca como si de indignados preelectorales se trataran y unos cuñados esperando pacientemente bajo la lluvia con apenas un par de grados centígrados sobre cero, me lancé a la aventura de vaciar de mi maletero paraguas, quitasoles, cajas de herramientas, chalecos de emergencia, dos botes con aceite de motor y líquido limpiaparabrisas respectivamente, bolsas, bolsos… y mi balón de baloncesto. Finalizada la conversión mecánica, volví a meter a toda prisa en el coche todos los trastos antes extraídos más un carrito, dos mochilas, tres niños y una esposa desesperada. Y sin pensarlo dos veces, arranqué y salí a la calle, a la aventura, a todo chirriar de ruedas.
No ha sido hasta hoy por la mañana, 24 horas después, cuando he caído en la cuenta que dentro de mi coche ya no estaba mi balón de baloncesto. Estaban los paraguas, los quitasoles, ambas cajas de herramientas, tres chalecos de emergencia arrugadísimos, los dos dichosos botes con aceite de motor y líquido limpiaparabrisas respectivamente, las bolsas y los bolsos, pero de mi pelota de baloncesto no había ni el menor rastro.
Tras reflexionar un rato largo sobre el tema, llegué a la conclusión de que inevitablemente debí dejármelo olvidado en el parking en el proceso de manipulación de mi coche. Por toda lógica, con las prisas entre vaciar coche, desmontar asientos, volver a llenar el coche y salir rápidamente a mi destino, debí olvidar el balón en la penumbra del parking. Quizás pudiera ser que, entre mi trajinar y mis carreras desquiciadas, diera un puntapié involuntario a la pelota y esta rodara bajo alguno de los coches vecinos.
Sea cual fuera la situación, la realidad es que el balón ya no estaba dentro de mi coche. Y, por lo que pude observar tras una larga inspección del parking, tampoco estaba fuera de mi coche. Simplemente, la pelota había desaparecido sin dejar rastro ninguno. Y, dado que los balones de baloncesto no tienen la habilidad de trepar cuestas y abrir por sí solos puertas abatibles – que yo sepa – alguien, algún amigo de lo ajeno sin duda, debía haber dado con él y decidido que aquel balón quedaría muy bien en su salón como objeto decorativo o similar.
Mi reacción, lo admito, fue desproporcionada. Cogí un cabreo del doce. Grité, maldije, protesté, pataleé y aporreé la puerta del garaje. Y no sólo por el hecho de quedarme sin mi jornada dominical de baloncesto, que ya es algo que duele. Ni es sólo por perder un balón de baloncesto de cuero reglamentario, que eso también duele. Ni siquiera por tratarse de un regalo de mis ex-compañeros, un puñado de buena gente que premiaron mi despedida tras cuatro años sufriéndome a diario con el regalo de ese balón, que está firmado y dedicado por todos y cada uno de ellos. El valor sentimental pesa, pero no era lo más doloroso. Lo que más me escoció era que el único culpable de la pérdida era yo solito y mi habitual despiste.
Por tanto, hice lo que se suele hacer en estos casos: culpar a cualquiera con tal de excusar nuestro orgullo dolorido. Culpé a mis hijos por sus protestas, a mi mujer por las prisas, al encargado del mantenimiento del aparcamiento por no tenerlo suficientemente iluminado y, sobre todo y por encima de todo, al vecino chorizo y ladrón que me había sustraído mi querido balón con premeditación, alevosía y diurnidad. Maldije y prometí que si encontraba a ese maldito bastardo le iba a partir el alma. Entré a casa de un portazo y me encerré en mi habitación, extremadamente malhumorado, dando absolutamente por perdido para siempre mi balón.
Sólo transcurrida media hora, acepté dejar a un lado aparcado mi berrenchín y pataleta y escuchar a mi mujer y mis hijas. Su consejo era poner carteles por todo el bloque avisando del extravío para ver si localizábamos a quien hubiera encontrado el balón. Su teoría, descabellada a mi entender, era que alguien podría haber encontrado perdido el balón y habérselo llevado a su casa para posteriormente buscar al dueño del mismo. Vamos, la teoría famosa del «todo el mundo es bueno», radicalmente contrario a mi creencia más cercana a lo de que «el hombre es un lobo para el hombre» (qué culpa tendrán los pobres lobos, querido Félix…).
Finalmente acepté a regañadientes y forré el parking, la entrada al edificio y los ascensores con panfletos y cartelas anunciando mi dolorosa pérdida y agradeciendo su localización y devolución o, en su defecto, cualquier pista que pudiera ayudarme a dar con el caco de marras y/o su detención y entrega vivo, muerto o agonizando.
No habían pasado ni diez minutos desde que puse el primer cartel cuando cuatro vecinos de mi escalera ya habían pasado por mi casa para avisarme de que mi balón estaba desde ayer en el descansillo de la segunda planta de mi bloque de pisos. Alguien, todavía desconozco quien, lo había encontrado perdido en el parking y lo había subido hasta su piso para evitar que fuera pisado por algún coche. Desde entonces, casi veinticuatro horas después, decenas de personas entre propietarios, inquilinos y visitas habían pasado por su lado sin tocarlo, al no tratarse de un objeto de su propiedad.
Visto lo visto, no tengo palabras para describir la cara de idiota que se me quedó. Pedí perdón a los míos por mi reacción y mi enfado, retiré todos los carteles, excepto uno nuevo que puse en esa planta para dar las gracias a mi desconocido bienhechor y me senté en mi sillón a reflexionar sobre todo lo que había acontecido.
Y, si me lo permites, quisiera compartir mis pensamientos y conclusiones contigo, paciente lector, a los que he llegado por mi mismo tras un largo y prolongado período de meditación:
- Quizás, la gente no sea tan mala como solemos creer. Todos se merecen una oportunidad de que seamos bienpensados.
- Ante una crisis, la respuesta más lógica suele ser la acertada.
- Siempre es mucho más productivo reflexionar, pensar con lucidez y actuar – hacer algo, lo que sea – que dejarnos llevar por nuestros impulsos y sentimientos más espontáneos y perentorios.
Al fin y al cabo, todo esto me recuerda una anécdota – quizás un chiste, nunca lo tuve claro del todo… – que una vez me contara un agustino profesor mío y, sin embargo, amigo. La historia en cuestión cuenta que en cierta ocasión se encontraban reunidos en una choza de la montaña un monje benedictino, uno franciscano y un jesuita. En cierto momento, cuando caía la noche en mitad de una violenta tormenta, la luz de la habitación se apagó repentinamente. Los tres monjes quedaron a oscuras, en silencio y algo sobrecogidos por la situación. Pasados unos minutos el hermano benedictino dijo:
— Hermanos, aprovechemos la humildad de esta oscuridad y entreguémonos con recogimiento y sacrificio a la oración en esta modesta morada.
Y el silencio y la oscuridad los envolvió de nuevo. Debió pasar otro buen puñado de minutos cuando el franciscano intervino:
— Hermanos, entonemos un himno de alabanza a Dios por darnos la luz, y al hermano Sol, que nos ilumina cada mañana, y a la hermana Luna, que nos protege y nos da luz con su rostro plateado incluso en medio de la noche más oscura.
Y se calló, dejando que la noche y el silencio les cubriera otra vez. Y, de repente, como si de un milagro se tratara, la luz volvió inesperadamente y contra todo pronóstico. El benedictino y el franciscano se miraron perplejos y después clavaron su mirada en el jesuita, que, de pie en el centro de la habitación, acababa de cambiar la bombilla fundida.
Deja una respuesta