Cuatro velas. Sólo cuatro tenues luces vigilantes, como única iluminación. Un momento para encontrarte contigo mismo y con Dios. Reflexión, recogimiento, oración.
De todas las simbologías del imaginario católico, ninguna me llama tanto la atención como las cuatro velas que iluminan los días del Adviento. Quizás porque suponen el único símbolo que adorna al sobrio Adviento, que anticipa la llegada de la bulliciosa y barroca Navidad.
Las cuatro velas, con su verde corona de esperanza y vida, marcan el principio del año litúrgico cristiano y nos recuerdan el inicio de un breve lapso de tiempo, apenas las cuatro semanas previas a la Navidad, en el que nos entregarnos a la meditación y a la preparación espiritual quienes creemos en el sentido religioso de estas fechas.
Amor, Paz, Tolerancia y Fe. Cuatro palabras. Cuatro caminos. Cuatro velas.
La llegada del Adviento siempre ha supuesto en mí una sensación de inquietud y premura que preludia cómo se remueven los sentimientos en mi interior. Siempre hay tantas cosas por arreglar ahí dentro; siempre hay cachivaches que limpiar y ordenar, deudas que saldar, heridas que sanar…
Mi memoria me evoca el otoño frío y oscuro de los pueblos pretéritos, donde los rincones de calles y plazas se llenaban de silencio y soledad tan pronto caía el helado manto de la noche, y la vida se recogía en el interior de los hogares, alrededor del brasero y las cuatro velas.
Eran momentos de quietud y tranquilidad, donde el Adviento primigenio, el más puro, se vivía con especial intensidad entre quienes querían abrirle las puertas, que eran mayoría por aquel entonces. Aquellas personas de misa en latín, que vivían una vida sencilla pero no exenta de dureza y dificultades, tenían la oportunidad perenne de encontrarse a sí mismos, de conversar con Dios cara a cara, sin interrupciones ni caídas de red.
Era un diálogo más limpio, más puro y, si me lo concedéis, quizás un punto más ingenuo que el que hoy vivimos, pero también mucho sincero. Aquellas personas podían y sabían mirar a los ojos de quienes se encontraban a su alrededor y veían con claridad en sus almas, en su más profundo interior, ajenos a las distracciones que hoy ocupan nuestra vida. Y de esta forma, establecían entre ellos un primitivo vínculo, que estaba por encima de los tiempos y las líneas de la sangre y los genes.
Hoy, cuando las luces de neón, las aplicaciones del móvil y la música de ascensores no nos dejan encontrarnos a nosotros mismos, es difícil hallar momentos como los de aquellos tiempos. Hoy pagamos a caros confesores de bata blanca para que nos perdonen nuestros pecados desde su diván de cuero; consumimos libros de bolsillo sobre nirvanas baratos; nos inscribimos en elitistas seminarios de meditación donde ilustres gurús no hacen sino recrear la espiritualidad que envolvía al antiguo Adviento.
Y eso en el mejor de los casos. El resto, la mayoría de nosotros, huimos de encontrarnos a solas con nosotros como de la peste, atemorizados por los abismos que pudiéramos encontrar en nuestra mente si dedicáramos un segundo a mirar en ella. Y así, procuramos estar siempre confortablemente anestesiados y blindados a cualquier dolor. Y nos rodeamos de mucha gente para olvidar lo solos que estamos, lo perdidos que estamos, lo poco que nos conocemos a nosotros mismos cuando evitamos mirar hacia adentro y hacia arriba. No es que nos resulte demasiado difícil; si de algo andamos sobrados es de paraísos artificiales donde huir ante la amenaza de la más leve introspección personal o divina.
Si tanto nos cuesta abrir diálogos interiores, pararnos a reflexionar, dar las gracias por aquello que nos ha sido dado, reconocer nuestros errores y nuestros fallos, cuánto más lo será para poder – y querer – hacerlo con los que tenemos a nuestro alrededor; nuestros hermanos, nuestros amigos, nuestra familia, nuestros compañeros de trabajo, nuestros vecinos.
Y, por descontado, con este Dios al que, en el mejor de los casos, dejamos a la menor ocasión relegado a un discreto segundo plano, por detrás de las series de Netflix, las copas del afterwork y las compras en Amazon. Si al menos Dios tuviera Whatsapp, tendría una oportunidad, pero así, a pelo…
Para mí, la llegada del Adviento es una alarma en mi agenda mental que me recuerda que hay Vida dentro de la vida. Me recuerda que tengo muchas conversaciones pendientes con Dios, diálogos que nos hemos dejado a medias y otros que ni siquiera he encontrado tiempo para empezar. Me recuerda que solo cuando bebo en esa inmensa fuente de paz y reflexión, me encuentro a mí mismo y me recuerdo que no se pierde nada por intentar ser mejor persona.
Me encanta oír cómo, ahí fuera, la música y la temperatura ambiental comienzan a subir progresivamente según la Navidad se aproxima. Y encuentro un placer especial en apurar las últimas horas de recogimiento y oración, sabiendo que en breve podré salir de mi silencio y abrirme a los demás con los deberes bien hechos.
Sabré entonces que, sólo desde mi paz interior, tendré fuerzas para intentar abrirme y mirar con mayor profundidad en mis allegados, contagiarles mi felicidad, alegrarme sinceramente por ellos y con ellos, escucharles, ponerme en sus zapatos, sentirme unido.
Porque solo cuando tenemos las cuentas ajustadas con Dios y con nosotros mismos, podemos y sabemos dedicarnos por entero a los demás.
Amor, Paz, Tolerancia y Fe. Paz, Fe, Tolerancia, Amor. No son malos conceptos vitales. Dejadme que os lo recomiende encarecidamente. Os prometo que, en el peor de los casos, no os provocarán ningún mal, aunque no os sintáis llamados por ninguna religión y credo, porque de los cuatro andamos escasos. Sólo por escucharlos por un rato, por dedicarles unos minutos a reflexionar sobre ellos, obtendréis un fruto reconfortante.
Y no, no será mérito de la magia, ni del mindfulness, ni de un poder telepático de origen extraterrestre. Es mucho más sencillo que todo eso; es el Espíritu Santo que, queramos o no, se abre y acampa en nosotros a poco que le demos la más mínima oportunidad, por mucho que nos resistamos a hacerlo.
Así que démosle esa oportunidad y hagamos la prueba, aunque sean sólo unos minutos de silencio y recogimiento como hacían aquellas gentes primitivas en el calor de sus hogares tras los gruesos muros de piedra que los protegían del crudo otoño y las tinieblas. Sin ruido de fondo, sin prisas, sin interrupciones, sin cobertura. Sólo nosotros solos.
Estoy convencido de que os va a sorprender la de cosas tan interesantes que podemos llegar a contarnos, estoy seguro que os va a encantar descubrir la persona tan maravillosa que lleváis dentro; darle una oportunidad de conocerla, entenderla, perdonarla y compartirla.
Y, si este ejercicio resulta beneficioso para vosotros, ya puestos a ello, os aconsejo que aprovechéis la oportunidad para dar las gracias de corazón a quien lo ha hecho posible, sin temor alguno. El disco duro de Dios tiene suficiente memoria como para almacenar todos los agradecimientos que se le envíen. Pensad que lleva miles de años recibiéndolos y ni siquiera ha llenado una mínima parte de su capacidad. Y desgraciadamente, no será en los tiempos que nos ha tocado vivir cuando vaya a llenarse del todo…
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