Cuando la noche se desenfoca en su sauna de ginebra barata, los sacerdotes queman en sus altares ofrendas de resina de la risa. El carrusel de la vida acelera su vértigo en espiral Callao arriba y las calles se retuercen y mutan caprichosamente en el laberinto de la oscuridad hasta hallarnos completamente perdidos, como un hombre-lobo coqueteando con una esteticien.
Llega siempre un momento y un lugar en la noche en el que las caderas de La Latina más canalla de la ciudad me abducen y me poseen en usufructo, ajeno ya a mas voluntad que la que decida la baraja. Y las cartas, que me odian, siempre me pintan bastos en el alma; jodido Correos…
Pero hay veces (incomprensibles, escasas, caprichosas, las menos) en las que la noche me sorprende vomitando sobre tus pantalones una buena partida y la suerte parece estar de visita por la taberna de El Fracaso.
Es en casos como éste cuando toca tragar saliva para dejarle sitio al whisky de garrafón y poner cara de torero metido a muñeco de cera, de virgen impasible con manchas, de ahorcado sin arrepentimiento ni erección, de cabaretera vieja con tendencia a abusar del bótox, de Neptuno de capital con sus pupas y sus barbas de rocamadre, de tahúr con hambre de balas perdidas.
Es tu gran oportunidad de meter la pata en el primer agujero que se abra de piernas ante tí, cuando crees tener todas las papeletas para ganar el premio gordo de la noche.
Silencio, la partida está en juego, las cartas sobre la mesa. Hagan sus apuestas y que Dios reparta suertes. Y las suertes fueron dadas y el azar jugó sus bazas. Y esa noche, quisieron los hados que los dados caprichosos me concedieran sus favores para regalarme la oportunidad de que la historia hiciera Historia.
Ominosas miradas furtivas pintadas de incredulidad culpable. Ronda de escrutinio entre los rostros de cartón-piedra que visten la falla de nuestra mesa. Carraspera delatora de maridos resentidos. Si la suerte no te abandona y el segoviano no te la ha dado con queso de Burgos, sabrás que tienes todas las bazas para dar la vuelta al ruedo tras una corrida improvisada.
Otro vistazo rápido. Maldita sea mi estampa, había visto bien; mis bazas estaban forradas con el éxito barato de las máquinas expendedoras, con la suerte de las tragaperras rabiosas, con el premio gordo de las redadas malintencionadas.
Pareja de copas y un trío de espadas que más que dagas parecían carabinas. Bendita sea mi suerte, hermano de sangre derramada; si jugaba bien mis cartas, esa mano no me la levantaría ni un manco.
Y pasaron las horas, pasé durante la ronda y dejé la noche cocer a fuego lento. Fueron cinco, alguien subió diez, descartes resignados, pase, vieron por mí. ¿Quieres? Quise. ¿Cuántas? Que sean tres y que sean buenas. Y lo fueron, vaya si lo fueron.
Sin saber muy bien casi ni como, había conseguido dar largas en una mano a mi trío de espadas traicioneras. Me felicité por tan magistral jugada. Paquete con lazo servido para envío de vuelta a domicilio; taxi con chófer albanokosovar con más ganas de hablar que dominio del lenguaje; media verónica con pase en corto a la remangillé; chotis servido frío sobre una baldosa de planes hechos sobre la marcha; regate gambitero con rabona como un buitre que se cierne sobre su sabroso plato de carroña.
Vayan ustedes con Dios, mis queridas arpías.
En un abrir y cerrar de ojos, habían volado las espadas y nos quedamos solos como un dos de copas con ganas de beberse el licor amargo de la fruta de la pasión. Ya no le quedaban brujas a la noche. La partida estaba de mi mano. Fuera los arrastres, hechos los descartes.
Llegó la hora de la verdad, esa hora en la que los caballeros deben elegir entre regresar a sus aposentos o dejar de ser caballeros. Y yo, con mis naves quemadas en la hoguera de la madrugada, decidí lanzarme al abordaje.
La noche se estiró y se derramó por los rincones de la ciudad dormida. Nos dimos un homenaje a la Fortuna obtenida de gorra al primer feligrés que pasa. Nos mojamos en los mojitos que crecen en los charcos de las esquinas más oscuras. Nos perdimos entre los nidos de las golondrinas que habitan en los aleros donde nunca se pone el día. Nos reímos hasta de nuestras sombras y las desgracias no recibieron invitación a la fiesta.
Nos bebimos el mar de los sargazos. Naufragamos en la playa del secreto a media voz. Nos desnudamos por dentro sin quitarnos la corbata del uniforme. Nos encontramos mutuamente en un mapa del tesoro que algún pirata cojo dejara abandonado en la barra de algún bar de mala muerte.
Y Madrid nos dio cobijo como siempre hace con los golfos que no tienen ganas de dormir.
Y por fin llegó el momento en el que más brillaba el sol de medianoche y las cartas fueron descubiertas. Yo quise saber si tendríamos noche de bodas y ella me invitó a pasar directamente a la luna de hiel.
Y se apagaron las farolas y los murciélagos volaron de vuelta a casa y estallaron los colores de la madrugada y las sombras se difuminaron como las lágrimas disuelven los azucarillos de las miradas mas dulces.
Y los arcanos jugaron al divorcio repentino antes de acabar como águilas imperiales que unen sus cuerpos y repelen sus almas, que se odian por debajo y sonríen con hipocresía en marcos de plata y desprecio. Y nunca más volví a entender su idioma.
Y aprendí que cuando la vida te da buenas cartas, es estúpido empeñarse en querer jugar a las damas.
Y supe que si te faltan oros nunca triunfarás a reinas.
Y entendí que la vida siempre pinta bastos para los crupiers de la taberna de El Fracaso.
Y comprendí que dos ases de copas no componen pareja, ni mucho menos.
Y asimilé que, quisiera o no, en mi baraja siempre faltaría el Dos de Copas.
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