De chaval le daba mucho al baloncesto, una auténtica pasión que los años no han sido capaces de apagar, pese a que nunca se me diera demasiado bien. Por entonces, ser uno de los más altos del equipo era mérito suficiente para jugar de titular en las Ligas Escolares. De hecho, fui titular en casi todos los partidos de todas las temporadas que disputé. Y digo casi siempre porque hubo una ocasión en la que no fue así. Y mire usted por dónde, ese día aprendí una lección magistral que no he olvidado y que me gustaría compartir contigo.
El tiempo del calentamiento se terminaba y el reloj de cuenta atrás llegaba a la barrera de los dos minutos para empezar el partido, momento en el que invariablemente Piri, nuestro entrenador, nos llamaba a todos al banquillo, anunciaba el cinco titular, daba las últimas instrucciones y recitábamos nuestro ritual de antes de cada partido: «¡¡Agustinos-uno-dos-tres-sí!!».
Rutinariamente, solté el balón y me dirigí al trote hacia el banquillo, consciente de que Piri no era muy amigo de desobediencias ni esperas. Por el camino, me fui desprendiendo mecánicamente de los pantalones del chándal y de esa sudadera de Los Lakers que siempre llevaba en las rondas de calentamiento porque creía que me daba suerte. No fue hasta llegar al corro cuando vi que todos estaban callados y nuestro entrenador, siempre trajeado y engominado al estilo de un Pat Riley de equipo de barrio, me miraba furiosamente, fulminándome con la mirada.
En medio del silencio generalizado, me preguntó con voz muy seria
— ¿He dicho yo cuál va a ser el equipo titular?
— No — apenas llegué a decir avergonzado.
—¿Me has oído decir tu nombre para salir a jugar? — me preguntó de nuevo.
— No —, repetí otra vez mientras me sentía ruborizar a mi pesar.
— ¿Sabes lo que acabas de hacer? — me dijo, situándose a solo medio paso de mí, con sus brazos en jarra. — Acabas de ofender a tus compañeros, a quienes llevan toda la temporada entrenando duro tratando de ganarse tu puesto, esforzándose al máximo para hacerse merecedores de un lugar en el equipo titular. Acabas de llamarles perdedores dando por hecho que vas a salir a jugar tú en su lugar sin ni siquiera haberles dado la oportunidad de que éste fuera su partido. Los has ofendido ninguneándolos, ignorándolos, sin tener la menor preocupación por cómo se pudieran sentir. Y has hecho lo mismo conmigo, que soy el que toma las decisiones aquí. Vete al banquillo —.
No recuerdo cuántos minutos jugué de aquel partido ni cuántos puntos metí, si hice un buen o mal partido ni siquiera si ganamos o perdimos. Solo sé que ese día, las palabras de un entrenador amateur a tiempo parcial que compaginaba su hobby con su profesión de ejecutivo de banco me dieron la mejor y la más profunda lección que jamás me hayan entregado en toda mi etapa educativa.
Quizás os parezca una reacción excesivamente dura para un chaval de quince años que había actuado de forma no premeditada. Tal vez. Pero lo que sí que puedo deciros con certeza es que jamás olvidé aquel rapapolvo y el mensaje que encerraba. De hecho, desde aquel día he procurado no olvidar nunca ese aprendizaje.
Creo que he sido y soy respetuoso con quienes están a mi alrededor. Me esfuerzo en no olvidar cada día que todos los que están a mi alrededor formamos parte de un mismo equipo y que ese equipo solo puede ganar si todos y cada uno de sus miembros se sienten valorados en la labor que desempeñan. Ni la mejor compañía del mundo cerraría jamás una buena venta si la recepcionista no supiera coger un mensaje cuando alguien llama por teléfono. Ni el mejor staff del mundo sería capaz de mantener a flote a una empresa si el último becario no fuera capaz de contabilizar bien sus facturas. Ni el mejor CEO serviría de nada si su chófer no supiera conducirle a sus reuniones a tiempo.
Una compañía, por muy grande que sea, es como un equipo de baloncesto o un puzzle. Si falla una sola pieza, por insignificante que pudiera parecer a priori, el conjunto pierde todo su valor. La labor de un buen líder de equipo radica en su capacidad de hacer ver a todos sus miembros el valor que su trabajo tiene para el perfecto rendimiento del grupo. Esta es la mejor forma de construir sinergias, que es el material con el que están hecho los equipos ganadores. Sólo cuando todos los componentes de un conjunto son capaces de visualizar su valor individual, adquieren la responsabilidad necesaria como para preocuparse por el bien común, se sienten partes de una entidad que les supera y se esfuerzan para estar a la altura de sus compañeros, sabedores de que estos les necesitan y de que los demás se esfuerzan de igual modo por el objetivo del grupo.
Lamentablemente, la práctica habitual dista mucho de reconocer esta realidad. Me resulta bastante lamentable cuando me encuentro alguno de esos personajes que sienten un especial placer en ningunear y despreciar a quienes trabajan por debajo de ellos en el escalafón de su compañía. Los ignoran, los tratan como instrumentos, desprecian cualquier tipo de contacto humano. Y, por supuesto, no admito que nadie haga tal cosa con mi equipo.
Recuerdo una ocasión en la que el consejero delegado de un importante grupo empresarial llamó preguntando por mí y ese pedazo de crack que teníamos por recepcionista le preguntó el asunto por el que llamaba. Su respuesta fue tan insolente como desagradable: eso no es asunto suyo, señorita. Ella tuvo el placer de transmitirle la respuesta que le dije que le diera. Aunque por cortesía y educación, no os voy a decir a dónde le dije que lo mandara… Simplemente, si no sabe respetar a mis compañeros, me está faltando el respeto a mí.
Lo peor de todo es que estos personajes, cuando actúan y obran así, demuestran hacer un mínimo esfuerzo. No se trata de una postura en los negocios, se trata de una absoluta falta de respeto por los que están a su alrededor. Y yo me pregunto que puede llevar a alguien a creerse tan importante como para considerarse superior a sus congéneres. ¿Qué nos pasa cuando pisamos nuestra oficina o cuando nos dan una tarjeta con un puesto importante escrito en él como para volvernos unos cafres sin escrúpulos? Si tienes un buen fondo, si sabes respetar a tu prójimo como semejantes y conservas un mínimo de coherencia en tu trabajo con tu yo personal, posiblemente no serás capaz de actuar con soberbia delante de nadie. Por tanto, quienes así actúan, demuestran la escasa valía que tienen como seres humanos.
No por muy frecuente que sea podemos acostumbrarnos a ello. Desgraciadamente, de la tierra de la que vengo es bastante frecuente este tipo de comportamientos en los negocios. La gente tiene la estúpida idea que valen lo que son en los negocios y acostumbran a medir y valorar a quienes tienen a su alrededor en función del puesto que ocupan y del salario que cobran. Siempre me pareció mezquino y despreciable. Y no creo que, por más extendida que esté esta práctica, te obligue a ser cómplice de este comportamiento. Son tus valores y tus principios los que deben guiar tu forma de actuar frente a los demás, no las modas idiotizadas que nos rodean.
Y si no somos capaces de aceptar a los demás como semejantes, no podremos ponernos en su lugar, no seremos capaces de desarrollar un pensamiento empático. Y sin empatía, difícilmente podremos valorar ni hacer sentirse a los demás valorados en su medida. Y sin ello, no hay equipo, ni conjunto, ni sinergia, ni éxito. Quizás esto debería ser algo que tuvieran más en cuenta los departamentos de recursos humanos y los headhunters a la hora de seleccionar a aquellas personas que hayan de estar al frente de un equipo, en vez de dejarse deslumbrar por tanto ego desmedido y tanta figura mediática con escasa o nula capacidad de ver personas entre sus subordinados.
Yo cometí un inocente error cuando era joven y tuve la oportunidad de ser corregido y aleccionado. Lástima que no haya siempre un Piri dispuesto a darle en el hocico a quien actúan con tanta mezquindad…
Empatía: Dícese de la capacidad cognitiva de percibir en un contexto común lo que otro individuo puede sentir. Vulgarmente, la habilidad de saber ponerse en los zapatos del otro, entender y asimilar cómo puede sentirse y pensar.
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