Se conocieron en el curro de ella una gélida noche de agosto.
Angustias apuraba su enésima copa de champagne y, escondido en el último sorbo, estaba Judas. Lo suyo fue sexo a primera vista.
Él le prometió una vida nueva en un contrato escrito sobre papel de fumar. Ella aceptó, porque no sabía leer, y le dijo que le acompañaría hasta el mismísimo Infierno a condición de que no la invitara a pasar. El dueño del club, un tal Caín, aceptó treinta monedas de plata en un talón sin fondos por su libertad.
Y así fue como Judas salió del local llevándose a su diosa recién adquirida sin envolver.
Aquella misma noche recorrieron cogidos de la mano las calles desiertas de la capital, causando un incendio en cada portal. La noche se llenó de risas, besos y miradas. Fueron dos más de esos malandrines que se dejan llevar en las horas más tardías, mientras posponen ominosos su duelo al amanecer y negocian la alcoba donde disputarlo.
La deriva los arrastró al pairo. Al final del camino, las puertas de casa de Angustias se abrieron de par en par. Él entro sin pedir permiso. Resultó ser una ratonera escondida en un rincón de La Latina desde donde se veían todas las cloacas de la ciudad. A Judas aquel lugar le pareció demasiado bueno para ella.
Así que le compró un apartamento en el centro y un escaparate donde exhibirla. Sus colegas de la oficina avalaron su buen gusto. Sus compañeros de partido aprobaron una moción para que fueran felices. Y un abogado con alopecia ejerció de maestro de ceremonias.
Y así fue como Angustias pasó de puta a dama en un suspiro para convertirse en Sra. de Feroz.
Judas viajaba por todo el mundo buscando almas en saldo. Angustias le esperaba en casa haciendo encaje de bolillos con las fibras deshilachadas de sueños a medio remendar. En sus horas libres, él la sacaba a pasear por los bulevares sin saltarse ni un solo antro.
Se hicieron construir un púlpito y en él cenaban todas las noches mirando a las estrellas desde arriba. Se comprometieron a comprar semillas para plantar algún día una familia. Se prometieron pasiones que no podían permitirse el lujo de pagar. Se juraron mentiras a la cara sin pestañear. Se amaron hasta desgastar los surcos del disco en el que sonaba el bolero de sus vidas. Y sus amigos les regalaron envidia eterna.
Hasta que, sin saber cómo ni cuándo, les dio por convertirse en Rey y Reina de la Noche.
Madrid se abrió de piernas ante ellos y la diosa Cibeles les prestó el carro para sus andanzas nocturnas. Pronto no hubo fiesta, ni local, ni sarao, ni jarana, que no se disputara su presencia. Hicieron de su relación un altar sobre el que realizar holocaustos en nombre del Buen Glamour y la Mala Fama.
Nadie reía más fuerte que ellos, nadie brindaba tan alto como ellos, nadie llegaba tan lejos en la Olimpiada de la Dolce Vita.
Vivieron en una telenovela. Procuraron nunca mirarse a los ojos. Tomaron pastillas contra la vulgaridad. Confeccionaron cócteles con jugos del fruto del Bien y del Mal. Y La Buena Vida les guiñó un ojo y les soltó piropos obscenos desde su andamio.
Sonrieron en mil revistas, desayunaron en todos los hoteles, posaron como nadie ante las cámaras, almorzaron en clubes de campo para idiotas. Y mientras tanto, olvidaron completar el puzle de sus vidas, porque las piezas que les faltaban sonaban dramáticamente aburridas.
Hasta que un torpe día, al levantar la botella de champán, se sorprendieron al ver que estaba vacía. Sin darse cuenta, el metro se había saltado su parada y el arrabal donde bajaron les resultó familiarmente desconocido. Hicieron memoria, pero la resaca camufló en qué momento de la fiesta el barco se había hundido. Su trono estaba chamuscado por el azufre. Las puertas estaban cerradas con cerrojo. La línea telefónica estaba cortada.
La fiesta había terminado.
Alguna bruja malvada había pinchado con un huso maldito la burbuja sobre la que vivían y, de la noche al día, se encontraron viviendo en el trece de la calle del Desamparo, sin haber pensado en guardar unas migas de pan para marcar el camino de regreso.
Un buen samaritano con sonrisa de bótox les ofreció convertir su alcoba en un plató. Judas estaba dispuesto, pero Angustias se negó. Y es que hay cosas por las que una honrada profesional del amor no está dispuesta a tragar.
Así que su ascensor recorrió el trayecto desde el ático al sótano en menos de un segundo.
De la noche al día, Judas tuvo que trabajar de pirata; abordaba pisos embargables en jornada de bombilla a bombilla. Angustias encontró empleo de psicóloga en una peluquería de mi barrio.
Y se mudaron al Quinto B.
Se encargaron un abrigo de mangas verdes. En las noches de verano, cuando el calor de Agosto abre las ventanas de par en par, de su piso salían sinfonías de reproches que sonaban a platos rotos. En los días fríos de invierno, la calle semejaba un oasis tórrido frente al témpano de su nuevo hogar.
Con el paso de las ligas, mudaron sus vidas a habitaciones separadas. Aparcaron su futuro en un parking abandonado y siguieron el camino a pie, caminando uno frente al otro por aceras separadas. Decidieron poner los buenos tiempos en el Museo de la Amnesia. Hicieron rodar con fuerza la rueda del calendario, a la espera de que las golondrinas trajeran arrugas a su pareja.
Y así pasaron los años como dos desconocidos que una vez apostaron hasta la camisa en las mesas del casino, sin saber que la banca siempre gana cuando el Diablo ejerce de crupier.
En cierta ocasión, se encontraron en el pasillo de casa. Cruzaron sus miradas y no se reconocieron. Para entonces, en el cuarto de Judas ya habían demasiadas Lolitas, y a Angustias le dio pereza barrerlas a todas. Así que pactaron una aduana entre ambos. Judas se buscó una cajera pelirroja sin ganas de volar y Angustias levantó un castillo con botellas de ginebra barata.
Un día, al despertar, Judas se había ido. Había metido en su maleta su sonrisa y sus promesas y había desaparecido, dejando sobre la mesa de la cocina una solitaria nota: “lo siento; en el mercado no quedaban perdices“.
Y Angustias dedicó el resto de su vida a hacer honor a su nombre.
Desde entonces, el Quinto B quedó abandonado a su suerte hasta que una bala perdida lo hizo arder hasta los cimientos. Y sus cenizas se sumaron al infinito desierto donde habitan las aventuras que terminaron mal, como la vida misma, los videoclubs o la paz mundial.
Hoy, Angustias vende lágrimas en sepelios y bodas a cambio de un trozo de pan. Mientras, Judas malvive como trovador sin audiencia, de esos que roban folios de cualquier hotel barato para emborronarlos con tinta de uvas garnachas y mendigarlos en cualquier panfleto venido a menos.
Así pues, sabed que este juego que algunos llaman vida, no es sino una partida de cartas jugadas por dioses sin sentido del humor, a los que el azar les dio más poder del que merecen. Y a quien se queda dormido a media partida, se le aparece Angustias y le susurra al oído:
«lleva cuidado con lo que deseas, no vaya a ser que se convierta en realidad…»
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