Cienta y el padre

A pesar de los años, podría escribir durante horas y horas sobre aquellas muchachas. Conservo tanto de ellas; sus risas, sus miradas furtivas por la ventana, los silencios de las tardes de lluvia, las charlotadas en el comedor tras el almuerzo. Aún hoy, retazos de recuerdos de cada una de ellas sobreviven en mi memoria.

Por alguna razón, nunca pensé en ellas como víctimas, como hoy se suele hacer. Su estado de ánimo oscilaba entre una nostálgica melancolía, cuando estaban a solas, y la algarabía de sus momentos comunes, sin duda animadas por el licor de menta y los ocasionales benjamines de champán. Pero nunca me parecieron víctimas de un siniestro complot; a lo sumo, otras damnificadas de los tiempos difíciles que todos vivimos.

Supongo que, si las hubiera observado con más detenimiento, habría visto las correas que las encadenaban a una vida que no habían elegido vivir. Y quién no. En aquellos tiempos, uno hacía lo imposible por no prestar demasiada atención a quienes me rodeaban, ni a las chicas, ni a mi maltrecha conciencia. Vivíamos; con eso ya nos bastaba. Y si nos ponemos exquisitos, todos tenemos algún motivo para poner el alma a remojo de vez en cuando.

Curiosamente, apenas conservo recuerdos propios de aquella etapa de mi vida, hoy amarilleada por el paso del tiempo. En cualquier caso, tampoco es que hubiera mucho que recordar. Mis días en el Salón El Capricho se deslizaban envueltos en una monotonía insípida donde nunca pasaba nada, salvo el tiempo oneroso que arrastra las vidas de quienes temen pensar en el futuro.

Por las mañanas cortaba leña y hacía alguna chapucilla por aquí y por allá. Comía un poco antes que las chicas, despachaba con el Señor Ramón a la hora del café y salía a dar un paseo o me paraba a conversar con alguno de los viejos del lugar que acudían cada día al salón a tomar su belmonte y jugar unas partidas al dominó. En ocasiones les acompañaba a la mesa Don Paco, el viejo párroco, hasta que un jamacuco se lo llevó con su Dios y le sustituyó el bueno de Pedro, el párroco nuevo, que apenas llevaba ocho años en el pueblo y nunca vió con buenos ojos las costumbres locales.

Lo peor, por descontado, eran las tardenoches, cuando los parroquianos de El Capricho apuraban sus cafés y dejaban su sitio en la barra a los mozos de la comarca. Era empezar a palidecer la tarde y ya las chicas corrían alborotadas como gallinas que intuyen la cercanía de una rabosa. El Señor Ramón salía de su despacho pasadas las siete y se paseaba severo entre su tropa, asegurándose que cada una de sus muchachas tomara su reglamentaria copa de anís, para elevar el espíritu, y se lavara bien a fondo los dientes después. A ningún hombre le gustan las mujeres con sabor a cenicero, las recriminaba con su ronca voz de monárquico trasnochado.

Pasaba revista a su tropa femenina, dando indicaciones aquí y allá. Ese corsé está demasiado abrochado, Juani. Lolita, la sonrisa, que parece que se te haya perdido en algún sitio. Las gafas fuera, Francis, que siempre te lo tengo que decir. Hoy os quiero ver con ganas, niñas. Y a ver si sabemos cómo sacarles una segunda copa a los caballeros, que anoche, mucho palique y mucho parloteo, pero la caja fue una birria. Vamos, señoritas, que ya tienen trabajo esperándolas.

Y se pavoneaba por el local, apurando su enésimo habano, orgulloso de su regimiento, que a sus ojos semejaba centena aunque realmente no superara la docena en los mejores tiempos, y del que tanto presumía de dar buen comer y mal cobijo en tan severos tiempos, que no era cosa baladí.

Y ellas, una troupé de jovencitas de origen rural, que habían tenido la desgracia de nacer en una familia con más hambruna que escrúpulos, en una época donde el hambre era catecismo e himno nacional, bajaban en tropel la escalera precedidas del Señor Ramón, cienta y el padre, y se acercaban a los escasos mozos que se dejaban caer por El Capricho antes de que las campanas de la parroquia de San Tadeo dieran las nueve.

Llegados a este punto, mi labor era permanecer en el salón rayando la invisibilidad, convertido casi en mueble, que a los hombres no les gustan los observadores cuando están en labores de adulterio. Ora barría los escupitajos del suelo, ora esparcía serrín fresco, y siempre tenía bien cuidado de mantener la caldera a todo gas, conforme a las instrucciones del Señor Ramón, hasta que la calentura del pequeño salón subiera tanto que invitara a desabrocharse camisolas y a pedir nuevos tragos.

La cohorte de doncellas pululaban de mozo en mozo, admirando sus musculosos brazos y seduciéndoles con los escasos encantos de sus pestañas postizas y sus sonrisas remilgadas. Les daban conversación, con fingido interés por sus bravuconadas, y reían con estrépito sus torpes esbozos de halagos corteses.

Si no era día de paga, rara vez subía alguno a las habitaciones, que la vida en el campo no era la más apropiada para alardes. Eso quedaba reservado para las noches de los sábados, cuando los mozos se buscaban la vida desplazándose a algún pueblo vecino, a buscar bronca y cortejar a las jóvenes casaderas que, si bien eran menos accesibles, al menos eran mujeres de reputación intachable.

Ese día El Capricho era para los casados, que aparcaban a sus señoras en el salón parroquial y acudían en masa en busca de esparcimiento y pecado barato. Don Damián, el alcalde, se sentaba en una mesa cerca de la caldera, rodeado de sus adláteres, desde donde invariablemente presumía de sus contactos con los altos estamentos del régimen. El señor Ramón acudía a saludarle con exagerado boato e insistía en invitarle a una copa de brandy, que el señor alcalde apenas fingía insistir en rechazar.

Ramírez, el capitán de la Guardia Civil, se apalancaba al final de la barra, desde podía ver todo el local y darle palique a Manoli, la mujer del señor Ramón, deshaciéndose en burdos piropos que, salidos de su boca, sonaban a villancicos entonados por Remigio, el hijo pequeño de Herminio, el herrero, que era tonto de nacimiento, nunca supe bien si por consanguinidad o por alguno de los azotes que le diera el bestia de su padre.

En esas noches, la cohorte de doncellas volaba de manos en manos, reclamada por la noble clientela del local. Hablaban con uno, reían con otro, brindaban con aquel de más allá o daban respingos, ingenuamente sobresaltadas, cuando alguien les tocaba el culo al pasar, bajo la inquisidora mirada de Ramírez y la reprobación del señor Ramón. Eso arriba, que se está mucho mejor, les decía entre risas, con sus ojos avariciosos brillando ante la perspectiva de reales frescos que meter en la caja.

Y así transcurría la vida entre las cuatro paredes de El Capricho. Eran tiempos difíciles, en los que España se sacudía el polvo y la ceniza de la reciente guerra incivil, que había pasado de largo por la mayoría de los olvidados pueblos de la estepa manchega. Allí, en aquel lugar perdido de la mano de ningún Dios, no habían vencedores ni vencidos; el Capricho los igualaba a todos, rojos y nacionales, que dejaban aparcadas sus trencillas cuando se trataba de demostrar su hombría y sucumbir a la tentación de un jergón razonablemente limpio y el tibio y dulce regazo de una cortesana de pueblo.

No fue aquella la mejor etapa de mi vida, ni, de lejos, la peor. Mientras callara e hiciera mi trabajo, vivía y me dejaban vivir en paz, que no es poco. Nunca me faltó un plato de comida. El señor Ramón no se prodigaba más de lo necesario en broncas y zarandeos. Y las chicas, quizás las únicas que fueron conscientes de mi existencia en aquel tiempo y lugar, siempre me mostraron su cariño y simpatía, salario con el que me sentía más que sobradamente pagado, a mor que no otro.

Por mi parte, como decía, nunca pensé en ellas como víctimas. Ni siquiera el día que a Jacinto se le fue la mano con la Juani y tuve que intervenir, ante la pasividad de todos los asistentes, aunque eso me costara cuatro dientes y un brazo roto. No fue un acto de justicia lo que me movió aquel aciago día, solo una estúpida reacción nacida de algo parecido a una caballerosidad que nunca me pude permitir. Antes de que pudiera pararme a pensar en mis actos, agarré a Jacinto y lo empujé contra la pared anticipándome a que alguno de los bofetones con los que reprendía a la Juani por recriminarle tocarla donde un caballero jamás debe tomar a una dama en público tuviera consecuencias irreparables.

Supongo que le dolieron más las risotadas de la concurrencia, sorprendidos porque un mozo tumbara a un mulo como Jacinto, que el propio dolor del golpe. El caso es que Jacinto consideró oportuno resarcir su maltrecho orgullo dándome una soberana paliza. El público de El Capricho observó la escena sin intervenir, hasta que Ramírez decidió medrar e invitar a Jacinto a dar un paseo afuera, para que se le pasara un poco el sofoco. 

Aquella misma noche, al alba, la Juani y yo abandonamos el pueblo y emprendimos la aventura que dio con nuestros huesos en Madrid.

Sentí sus pasos por el pasillo camino de mi habitación y enseguida supe que era ella quien acudía a visitarme en mitad de la noche. Abrió con suma cautela la puerta de mi chiscón y puso su mano sobre mi maltrecha espalda, sabedora de que no estaría durmiendo por culpa del dolor de los golpes recibidos. Me dijo vamos, y al punto supe qué era lo que me estaba pidiendo. Siempre fue parca en palabras, mi Juani.

Tomé mi bolsa de lona e introduje en ella las pocas pertenencias que poseía. Ella llevaba en su mano un atillo similar. Salimos por el ventana de las cocinas, para no alertar a los demás con el sonido de los cerrojos de la puerta en el silencio de la noche. La ayudé a trepar hasta el dintel de la ventana, arrojé a la oscuridad nuestro escaso equipaje y salté tras ella. La helada noche de la meseta nos recibió bajo una cortina de brillantes estrellas. Al pasar junto a la cerca tomé el hachuela de cortar la leña y la manta que usábamos en el pajar para tapar el arado, que eché sobre los hombros de la Juani. La abracé y emprendimos el camino a través de las calles solitarias del pueblo.

Al llegar a la segunda casa antes del final de la aldea, Juani se detuvo y me miró fijamente. Asentí sin necesidad de decir nada y me separé de ella, camino de la casa de Jacinto. Acerté al imaginar que la puerta no estaría cerrada con llave, dada la melopea que llevaba aquella noche.

Penetré en la oscuridad de la vivienda, encontré su habitación orientado por el nauseabundo olor del vómito de la borrachera, me acerqué a su cama y descargué el hacha con todas mis fuerzas en la cabeza de Jacinto. La hoja se hundió en el lóbulo frontal hasta el mango. Jacinto no tuvo tiempo a decir ni mú. No creo que llegara siquiera a despertarse de su borrachera.

Cuando volví junto a la Juani, me sonrió, besó las lágrimas que rodaban por mi rostro hirsuto, agarró mi mano con fuerza y me animó a reemprender la marcha.

Hoy, que hace ya más de un lustro que me dejó la que fuera mi compañera y confidente durante más de medio siglo, paseo por las interminables calles de Madrid y me entretengo pensando en los viejos tiempos de El Capricho. Recuerdo con añoranza una época perdida en el albor del calendario, y mi memoria se llena con las risas inocentes de las jóvenes doncellas que vivían la vida con la escasa dignidad que los pobres se pueden permitir, y a mis oídos parece llegar de nuevo la voz cavernosa de su alcahuete, con la que alentaba a sus polluelas a ir por el mundo con la cabeza bien alta y el orgullo lo menos pisoteado posible, siempre y cuando supieran cómo sacar una última copa de ginebra al mozo de turno.

Y en esos instantes, la Juani se materializa junto a mí, estrechando mi mano en su cálido regazo, como siempre hacía cuando me estremecía al recordar el macabro secreto que guardamos juntos en silencio hasta el final de sus días. Y retomo mi paseo a su lado, acunado por los recuerdos de una vida en la que ya no temo al pensar en el quebradizo futuro, porque cada nuevo paso es un regalo sin par para un viejo como yo.

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