Los que me conocen personalmente, saben de sobra de lo que hablamos. Para los que no, creo que bastaría con contaros que hace mas o menos un año pesaba 56 kilos más de los que peso hoy en día. Sin ir mas lejos, he pertenecido a la categoría de «gordo» durante todos y cada uno de los últimos 20 años de mi vida. De hecho, hace 23 añazos que no pesaba lo que peso hoy, que se dice pronto.
Como una imagen vale más que mil palabras y ocupa menos espacio, este es mi recorrido de los últimos meses:
Antes de que tengáis la tentación de preguntar, ya os contesto que no, no hay fórmula mágica que valga. Ni dieta milagrosa, ni fórmula química, ni medicamentos, ni operación ni máquina infernal… Por lo menos, no lo ha habido en mi caso. Lo he conseguido como se consigue todo lo que vale la pena en esta vida; a base de fuerza de voluntad, de una fe en mí mismo a prueba de bombas y de una motivación tan fuerte como para mover de sitio el Himalaya, cuyo origen ahora no viene al caso.
Aunque la verdad es que no vengo a hablaros de dietas – puede Ud. dormir tranquilo, Monsieur Dunkan… – ni de métodos psicológicos propios de loqueros argentinos. Lo que hoy quiero contaros es mi experiencia personal sobre lo que se siente cuando pasas de ser un patito feo a un cisne… igualmente feo, pero con 10 tallas menos de ropa. Supongo que, al fin y al cabo, no es algo que muchos hayáis podido conocer en vuestras propias carnes. Tanto mejor para vosotros.
La primera lección que aprendes en el tránsito desde la talla XXXXXL (sí, cinco) a la talla M es que vivimos en un mundo absolutamente cínico e hipócrita, donde la superficialidad y el materialismo dominan las relaciones humanas. A todos se nos llena la boca hablando de conceptos grandilocuentes y sobrevalorados como la igualdad, el respeto a la identidad, la tolerancia, la integración, que suenan fenomenal en una tertulia durante un cóctel y que combinan muy bien cuando nos lo colgamos como etiqueta en la solapa de nuestra chaqueta de tweed, pero que resultan tan falsas como un avatar de Twitter.
En la vida real, no hay problemas entre tú y yo. Siempre y cuando seas caucásico, de talla media, tengas pelo en la cabeza, te definas como ligeramente progresista y estrictamente ateo, ejerzas de heterosexual a tiempo completo, tengas los dos ojos y las dos orejas en su sitio, tu cuerpo no tenga máculas ni defectos, no te guste el ajedrez, funcionen perfectamente todos tus sentidos y te desplaces sobre dos piernas. Absténgase tullidos, frikis, monstruos y otras deformidades. No se confundan, no tenemos nada contra ellos; dejémoslos vivir. Pero preferiríamos que no se cruzaran en nuestro camino ni compartieran con nosotros ascensor u oficina ni se casaran con nuestras hijas.
Tenemos convencionalismos y estigmas para casi todos. Si eres universitario o no tienes estudio, si eres muy alto o muy bajo, si trabajas por la noche o detrás de una ventanilla, si tienes demasiados años, cero hijos o mas de la media, si vistes de tal o cual manera, si conduces determinado coche, si llevas corbata, pajarita o nada, si has nacido en este o aquel lugar. Y por supuesto, si tienes sobrepeso. Si eres gordo no eres miembro de honor pero tampoco un don nadie dentro de la comunidad de los parias.
Porque los gordos, además de unos pocos o unos muchos kilos de más, también tienen que cargar a sus espaldas con los convencionalismos y los prejuicios que los demás les asignan. Personalmente os puedo contar que cuando comencé mi carrera tuve un jefe que ponía un especial interés en dejarme totalmente claro que no tenía ningún futuro en esta profesión con el físico que me había tocado tener (el tiempo, que es así de cabroncete, me dio años después la recompensa de verle suplicándome una oportunidad de negocio; me reservo la respuesta aunque ya la podéis imaginar…).
Cuando eres gordo, la gente da por hecho que eres vulnerable, débil, carne – abundante – de cañón, hipersensible, simple, incapaz de dominar tus impulsos y sin ningún auto-control. Para las mujeres eres un amigo pero no un amante. Para los hombres, alguien a quien hablar con deferencia y compasión fingida. Estereotipos por todas partes, tópicos hasta en la sopa, lugares comunes para dar y tomar. No tienen ni puta idea de cómo piensas, a qué aspiras, qué es lo que te gusta y qué pasa por tu cabeza. Pero todo el mundo se ha formado una idea sobre quien eres desde la primera vez que te ven. Hasta el anonimato te parecería una solución de agradecer que, desgraciadamente, no está a tu alcance. Sobre todo cuando te sobran un buen puñado de arrobas.
Es difícil de asimilar la profundidad de estos prejuicios hasta que sufres una metamorfosis como la que yo he pasado. Y mejor que no tengáis que experimentarlo nunca porque, francamente, por salud y por higiene mental no le deseo a nadie que pase por este mal trago pero tampoco dejo de pensar que más de una persona de las que he conocido debería tener la ocasión de ponerse en la piel de lo que se siente y se experimenta siendo un gordo.
Pero, sin duda, lo peor de todo es cuando notas cómo se altera la percepción que los demás tienen hacia tí cuando terminas tu cambio. Cuando te das cuenta de que hay personas que te miran y te hablan como diciendo «por fin eres uno de los nuestros; ¡Bienvenido!». Me conocen tanto como me conocían antes, saben de mí tanto como hace un año porque no se han molestado en intentar conocerte, pero de repente te tratan como un colega, como un amigo, como un igual. Y entonces se te cae la venda de los ojos y ellos mismos hacen ostensible la apatía o la antipatía con la que se habían dirigido antes hacia tí. Y descubres la pobreza humana que se esconde tras estas personas.
Y, por contraste, también tienes la oportunidad de descubrir que hay otros seres humanos maravillosos que siempre te han tratado con respeto, que te hablaban mirando hacia adentro, que no se quedaban en el aspecto exterior, que hacían caso omiso del continente – por muy grande y anti estético que fuera – para poner en valor tu contenido; personas para las que siempre has sido un semejante, un compañero, simple y llanamente un ser humano. Afortunadamente, también aprendes a valorar a estas personas y a distinguir el polvo de la paja.
Permitirme que os deje una última reflexión. Ser gordo no es un trago agradable para nadie.No conozco a nadie que sufra obesidad por placer o incluso por decisión propia. Enfermedades, desajustes metabólicos o endocrinos, tendencias hereditarias, problemas mentales… hay muchos motivos que empujan a muchas personas hacia la obesidad.
La vida no es nada fácil cuando eres gordo. Encontrar pareja se convierte en un imposible. Conseguir un trabajo o tener una vida social normal es mucho mas complicado que para una persona de complexión normal. No puedes elegir vestir o calzar como a tí te gustaría. Tienes limitaciones en algunas circunstancias de la vida. Temes permanentemente estar siendo observado con lástima o con asco por parte de los demás. Vives con la espada de Damocles de que alguien decida convertirte en diana para su ira, válvula de escape para su frustración. Y, por supuesto, estás expuesto a multitud de enfermedades cardiovasculares, respiratorias, circulatorias, musculares y oseas que ponen en peligro tu salud. Ser gordo es un problema que atormenta a quien lo sufre.
Por si fuera poca carga todo esto, vivimos en un mundo donde el canon de belleza impone y casi exige más estar delgado que dentro de una complexión normal y media. Nadie sabe quién y por qué se marca esa moda, pero está demasiado fuertemente asentada como para discutirlo. Cuando tienes obesidad, obesidad mórbida como fue mi caso, estás en el extremo más opuesto de lo que se entiende como belleza.
Sé lo que se siente siendo gordo. Lo he experimentado durante veinte años de mi vida y apenas he dejado atrás esa etapa de mi vida. Sé lo extremadamente difícil que resulta romper con un hábito de toda tu vida para reconstruirte como un ave fénix sin magia ni poderes sobrenaturales. Sé que sólo el azar de la vida puede ponerte en contacto o crear el caldo de cultivo necesario como para generar en tí la motivación necesaria para querer cambiar. En la mayoría de los casos no importa el poder cambiar; esto casi se presupone. Pero a veces es mucho más complicado querer renunciar a todo, romper con todo, luchar contra todo y contra tí mismo y encontrar la clave para querer transformar tu vida.
Y esta es una realidad que afecta por igual a quienes padecen obesidad, a las que sufren limitaciones físicas o mentales, a las que sufren exclusión social por motivos de raza, origen, religión, clase u orientación sexual, a los que tienen algún tipo de adicción física o mental. En resumen, a quienes tienen que luchar contra las dificultades que la vida nos pone delante o las que nos creamos nosotros solos.
Creemos ser seres superiores por no tener que pasar por esas circunstancias. Nos sentimos aliviados por no estar en su piel. Mostramos compasión o incomprensión y repudio por su debilidad. Marcamos las distancias y establecemos un perímetro de seguridad entre ellos y nosotros. Pero nadie, absolutamente nadie, está exento de poder pasar por un trance así en su vida. Nadie. Ni tu ni yo. Seamos quienes seamos, vengamos de donde vengamos y tengamos los salvavidas y las habilidades que tengamos. La vida gira y gira y a veces se pone del revés sin darnos tiempo ni a notarlo. Mañana puedes ser tú el señalado con el dedo, el motivo de mofa, el marginado, el paria. O yo. O pueden seguir siendo ellos, que sienten y que sufren y que respiran como tú o como yo.
Piensa en ello la próxima vez que des un paso atrás, que asome una sonrisa burlona en tus labios, que des un respingo, que juzgues a la ligera, que establezcas juicios de valor sin meditarlos. Y piensa cómo te sentirías si tú llevaras sus zapatos. Créeme; no te gustaría. Lo se por experiencia.