La vida es extraña

Mi «bar de la esquina» se llama La Bodega de Aurelio. En él, Aurelio imparte lecciones magistrales de filosofía vital parapetado tras la barra, con su sempiterno mandil que alguna vez aspiró a ser blanco, y su rota vozarrón cazallera rota de noches mal trasnochadas. No hace mucho que me decía muy serio, mientras entrecerraba los ojos y con su Ducados asomando entre los labios:

«Mire uzté, zeñorito, una cosa que le viadecí: la vida (pausa dramática), la vida es como una mujé; es caprichosa, es injusta y no hay dios que la entienda…«

Pelín misógino, el Aurelio. Pero tampoco es que le falte un puntito de verdad al hombre, si me lo permitís. Quizás se le olvidó añadir, para ser justos, que la vida, de vez en cuando, también ofrece placeres que hacen que se te ponga el alma del revés, un punto más a favor de la teoría comparativa de mi tabernero favorito.

Sea como sea, esta reflexión, a medio camino entre el vermut rojo y la retórica aristotélica, se me quedó toda la tarde dando vueltas por la cabeza. Su miga debe tener el tema para que tanto se haya escrito sobre él y tan poco se haya podido sacar en claro. La vida es un juego caprichoso excede a nuestro entendimiento y del que llevamos hablando desde que se puso de moda el taparrabos y andar a dos patas.

Desde que aprendimos a pensar, el ser humano y su señora humana han tratado sin éxito de entender cuál es el sentido de la vida: por qué nacemos aquí, ahora, de este modo, qué se supone que debemos de hacer con nuestros días, qué pasará con nosotros el día que no nos volvamos a despertar.

Jamás hemos podido encontrar una respuesta y, francamente, dudo que nunca la encontremos. Y os voy a confesar algo: espero así sea. La magia siempre se desvanece cuando vemos los hilos del truco que la camuflan. Prefiero vivir en la ignorancia y seguir pensando que todo esto es sólo una ilusión en manos de un alquimista dotado de un extraño sentido del humor que el resultado de una fórmula química azarosa.

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«Creí que era una aventura y, en realidad, era la vida» (Joseph Conrad)

John Lennon dijo una vez: «la vida es eso que sucede mientras nos empeñamos en hacer otros planes». Tal vez tuviera razón; nunca sabremos si sus planes vitales se cumplieron del todo, puesto que un loco se la segó antes de tiempo. La vida es algo que ocurre al margen de nuestra voluntad, como un río que lleva fluyendo bajo nuestros pies desde antes de que el mundo comenzara a rodar y que, queramos o no, seguirá corriendo después que hayamos hecho la maleta para siempre.

En otras palabras, la vida es ajena a nosotros. Creemos que vivimos nuestra vida, pero a la vida le importa tres mierdas lo que nosotros creamos; va a seguir su curso al margen de nuestros planes sin pedirnos permiso, sin consultarnos, sin preocuparse por lo que pueda pasarnos cuando nos de la espalda.

Para mí que esto de la vida es algo demasiado gordo, demasiado importante como para tomárselo en serio. Sería bastante estúpido ponerse transcendental con este juego caprichoso, cruel e inexplicable porque no existe orden ni lógica en sus reglas; no hay justicia en sus leyes; no hay sabiduría en sus normas; no hay misericordia en sus sentencias.

La vida surge en los momentos y lugares mas sorprendentes; se abre paso sobre las rocas estériles, entre las arenas quemadas del desierto, en el fondo del mar mas profundo o sobre los hielos eternos de los polos. Pero, al mismo tiempo, resulta estremecedoramente frágil. Sólo existe dentro de un intervalo ridículamente pequeño de equilibrio físico, químico o electromagnético. Bastan solo unos amperios, unos grados o unas atmósferas de más y se extingue como la lumbre de una cerilla frente a un vendaval costero. Hasta el mas gigantesco o mortífero de los seres vivos puede doblar la rodilla frente a un virus microscópico y endeble. Y cuando esto ocurre, nuestros títulos de nobleza y nuestros valores bursátiles sirven mas bien de poco.

Siempre llega un momento en la vida que nos iguala a todos, grandes y humildes, poderosos y siervos, genios y estúpidos sin remedio… antes o después, nos pone a todos a la misma altura. Y ese es precisamente el momento en el que la vida nos abandona. Llegados a ese punto, poco importan tus méritos, tus éxitos, tus bienes o tus deudas. Todos quedamos alineados, hermanados, reducidos a una sola casta, a un mismo estatus; el de las cenizas que quedan tras nuestro paso.

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Ayer volví al bar a compartir estas reflexiones con Aurelio; no pudo ser. Una vez más Aurelio, se había salido con la suya. El cáncer le había ganado la batalla a sus cigarrillos negros y se lo había llevado al otro barrio. Y es que Aurelio era muy así, capaz de hacer cualquier cosa con tal de salirse con la suya. Vaya canalla estaba hecho.

Todo aquello me llevó a darle más vueltas a la cabeza. Pensaba en Aurelio, con el que había conversado sobre el sentido de la vida hace tan solo unos días y que, mire uzté por donde, había encontrado la respuesta mucho antes que yo. Precisamente Aurelio, con el que nunca más iba a poder filosofar. Hay que joderse; Aurelio ayer; nadie hoy. Un mundo, la diferencia.

La diferencia entre estar vivo y estar muerto es tan vana como pulsar CRTL+ALT+SUPR; tan breve como la duda antes de decidir en qué sentido apunta nuestro pulgar; como el gesto elegante de la ceja del dictador. Insignificante, como un mechero dentro de un volcán. Sutil, como una puja en la subasta del siglo. Evanescente, como una gota de cianuro sobre los mares del sur. Demasiado complejo como para aspirar a ser entendido.

Y sin embargo, siempre habrán momentos en nuestra existencia en el que nos tendremos que preguntar el por qué de una perdida incomprensible. Pocas respuestas son capaces de dejarnos un sabor tan amargo. Sobre todo porque no tiene respuesta; la solución no está escrita en la penúltima página. Y aunque la conociéramos, nunca nos iba a servir de alivio. Nada lo puede hacer.

Locos que disparan a discreción en un colegio infantil. Trombos azarosos que se detienen en la aorta y bloquean el paso a la vida. Macetas que un día decidieron caer sobre la acera por la que nunca debimos pasar. Balas perdidas. Bacterias encontradas. Frenazos que llegan demasiado tarde. Neumonías que llegan demasiado pronto. Rayos furtivos que caen sobre nuestras esperanzas. Edificios que se vienen abajo sobre nuestro futuro. Tsunamis sobre nuestro mañana.

Siempre vamos a preguntarnos el sentido de la crueldad de perder a un inocente, a un alma pura. Pero a lo largo de nuestros días esto es algo que va a suceder ayer, hoy y mañana. Tal vez lo sepamos, tal vez lo ignoremos; pero todos los días, a la hora del aperitivo caerá al menos un inocente y nunca habrá un porqué esperándonos para darnos una respuesta satisfactoria, nunca vamos a encontrar consuelo por ello. Es simple, llana y crudamente la vida. La puta vida.

La vida es una ruleta rusa en la que ignoramos cuándo y dónde dejará de rodar el tambor del revólver y si en su interior habrá una bala con nuestro nombre. Nadie ni nada puede garantizarnos lo que nos va a pasar con nosotros dentro de una hora. La vida se puede desvanecer en apenas un suspiro. Sin pre-aviso, sin justificación, sin sentido.

Tal vez la diferencia entre estar vivo y dejarlo de estar sea insoportablemente pequeña en el plano físico pero comprende un abismo infranqueable. Es la diferencia entre el ser y el no ser; entre la existencia plena o la desaparición absoluta en el abismo de la eternidad. No existe mayor distancia entre dos puntos. No hay un Ying y un Yang mas irreconciliables.

Y es una situación a la que, tarde o temprano, todos tendremos que actuar en papel protagonista. Entonces, ¿Cómo pensar en mañana cuando tenemos la certeza de que habrá un día que sea el último y que este día ha de sucedernos en apenas unas décadas, en el mejor de los casos? ¿Cómo afrontar el futuro si tenemos que cargar siempre con la imposibilidad de conocer lo que nos espera? Sólo esa perspectiva te paraliza, te hiela la sangre, te intimida hasta extremos inimaginables.

La respuesta es la ignorancia. La solución es que el enigma no tiene solución. El combustible que nos mueve se genera cuando cerramos los ojos, cuando miramos hacia otro lado, cuando dejamos la mente en blanco. Cualquier otro atajo te lleva a la encrucijada del miedo y, una vez en ella, todo pierde el sentido. Mejor tomar otra vía, mejor dar media vuelta, mejor dejar que la vida siga fluyendo y aceptar que ella y nosotros no tenemos nada en común.

Sólo vivimos una vez. Nuestras posibilidades de cómo hacerlas son limitadas y están sujetas a las leyes del tiempo. No podemos bañarnos dos veces en el mismo río, porque el río siempre está en movimiento. Aprendemos sobre la marcha, a base de golpes y alegrías, de ensayo y error y vuelta a probar y vuelta a errar… Hace un par de días oí una de las respuestas mas sorprendentes que jamás haya escuchado a una de las preguntas mas inquietantes que jamás haya formulado:

«¿Tú qué tomas para ser feliz?» «Yo, decisiones»

Sublime y surrealista. Como la vida misma.

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Convertimos nuestros días en una insaciable búsqueda de razones, como si las hubiera. Queremos conocer, queremos hacer otros planes, y mientras tanto nos perdemos esa maravillosa aventura que es la vida. Lo que hoy no hagas, no digas o no pienses, mañana no tendrá cabida. Porque no nos mata el tiempo, nos mata la duda, la incertidumbre.

¿Y si no hubiera respuesta? ¿Y si este juego fuera tan sólo eso? Al fin y al cabo, filósofos, científicos y sabios de todos los tiempos se han devanado los sesos debatiendo sobre si hay un motor en la vida, una fuerza superior que marca nuestro destino y explica por qué suceden las cosas que nos suceden. Dios, Destino, Determinismo, Azar, Providencia, Porvenir. No busquéis la respuesta en el teletexto ni en Google; no existe, nadie la conoce.

Correr, saltar, comer, respirar, amar, besar, beber, fumar, soñar, escribir, volver, pensar, divagar, sentir. Esas son mis decisiones. Y espero que me hagan feliz. Y si no, al menos mientras tanto lo habré pasado bien en lo que dure el juego.

Porque sólo sabemos lo que sentimos, lo que experimentamos, lo que llevamos marcado sobre la piel. Sólo somos conscientes de que el reloj corre y que el marcador avanza. La cuenta atrás se activa desde el mismo momento en el que nacemos. Nadie sabe el tiempo con el que contamos entre la primera y la última vez que abrimos los ojos. No vamos a encontrar la respuesta, no vamos a dar con la verdad. Solo vamos a experimentar una aventura. Nada que ver con eso que llaman vivir…

Al final, tal vez todo se resuma en algo como esto:

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«Hay un mundo mejor, pero es carísimo» (Les Luthiers)

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