Polvo en sus zapatos, fuego en su mirada

Raimundo arrastra por el paseo marítimo todas sus pertenencias amontonadas en un carrito de supermercado. Sus pocas pertenencias, basura en su mayoría, constituyen toda su vida. Trastos viejos e inservibles, cachivaches, desechos tirados en un contenedor por los vecinos que Raimundo ha rescatado como si fueran el mismísimo tesoro de Java, aunque en el fondo sabe que valen tan poco como su propia vida. Si alguien se molestara en preguntar, Raimundo sería incapaz de explicarle por qué los acarrea. Simplemente lo hace; no se cuestiona su vida, simplemente sigue su camino por inercia entre mantas polvorientas, libros enmohecidos, figuritas de plástico, una radio vieja, tres retrovisores de coche, botellas vacías y ningún recuerdo.

La mirada vacía e inexpresiva de Raimundo se pierde en el horizonte de la playa y se confunde con su entorno. A su alrededor, familias de veraneantes caminan aceleradamente a la caza de un sitio donde colocar su toalla lo más cerca posible de la orilla. Nadie es consciente de su presencia porque Raimundo forma parte del paisaje. Se camufla entre los demás hasta hacerse invisible incluso cuando está delante de nuestros ojos. A todos los efectos, Raimundo es un trozo más de la ciudad, como los coches, los semáforos o los carteles de neón.

Raimundo lleva viviendo en la calle desde cuando su nublada mente consigue recordar. Sin embargo, una vez hubo otro Raimundo muy diferente al que vemos hoy.  Aquel Raimundo vivía en la cresta de la ola con un equilibrio y bronceado perfecto; toda la ciudad estaba a sus pies. Vivía deprisa, crecía deprisa, consumía deprisa. El antiguo Raimundo era un arrogante inversor bursátil de éxito. Cruzaba la ciudad a toda velocidad montado en un elegante deportivo, mientras hablaba por su teléfono portátil con la rubia elegida para el polvo del día. La gomina abundaba en su pelo, demasiado largo para los más puristas pero en línea con las exigencias del guión de los Ochenta. Vivía en un lujoso duplex en el centro, en ese barrio donde todos los vecinos tienen siempre un apellido que empieza por «de…». Por aquel entonces, Raimundo había dejado de apreciar el placer de comer y beber en los restaurantes y discotecas de moda a fuerza de tanto frecuentarlos. Aquel era el hábitat natural para cazar inversores con pocos reflejos, en ese entorno era donde más triunfaba.

Un día ya muy lejano, todo aquello desapareció como por arte de magia. Cuando el lobo al cargo de la manada falla el golpe de gracia que debe rematar al gamo, el resto de la manada se vuelve contra él presta a morderle por su error. Digamos que Raimundo falló su golpe con demasiado estrépito, y sus dientes castañearon al dar contra el duro suelo de la realidad. No mas Visa Oro, no más Don Perignon en el desayuno, no más coca de alta pureza en el reservado de la discoteca. En un abrir y cerrar de ojos, su imperio quedó reducido al carrito que ahora empuja, y sus ojos, cegados para siempre.

Desde entonces, Raimundo no piensa en nada, no se cuestiona su vida y sigue su camino. Su familia, sus antiguos amigos y los servicios sociales intentaron ayudarle, pero él siempre rechazó con terca insistencia todo ofrecimiento de volver a una vida normal con un techo para resguardarse, ropa limpia y comida caliente. Hace ya lustros que Raimundo decidió no darse una segunda oportunidad y arrastrar su sinsentido por las calles de la ciudad, ajeno a sus congéneres, a las comodidades y a los veraneantes que le rodean.

Para Raimundo no hay verano ni invierno, sólo polvo en sus zapatos.

Raimundo

Al otro lado del paseo marítimo, N’gende arrastra sus pies por la arena de la ardiente playa. Alto y espigado, luce su piel de ébano, el color del futuro de su país, y yergue una espalda y cuello rectos e interminables. Camina mostrando ese extraño orgullo  de quien cree firmemente en sí mismo, aunque nadie lo aprecie ni lo comprenda. Para los que le rodean, solo es otro molesto vendedor ambulante de playas.

N’gende se aproxima silenciosamente a una sombrilla, se detiene frente al que parece ser cabeza de familia y se limita a mostrar su mercancía. Su mano derecha sostiene un expositor de terciopelo rojo raído con gafas de sol de baja calidad, mientras decenas de relojes de imitación ascienden por su brazo. En su mano izquierda sujeta cuatro figuras de plástico blanco hechas en China que fracasan en su intento de imitar al marfil. No dice nada, pero la determinación de su rostro y la profundidad de su mirada lo dice todo.

El individuo en un primer momento pretende actuar como si N’gende no existiera, pero cuando asume que éste no va a ceder en su insistencia, se limita a murmurar entre dientes una excusa para que N’gende se marche, sin dignarse a mirarle a la cara. El veraneante mueve su enorme culo debatiéndose entre la incomodidad de su conciencia por no compartir algo de su dinero con alguien que se esfuerza por soñar con un mundo mejor y la indignación porque se le moleste en mitad de su descanso estival.

N’gende permanece quieto un segundo más y se vuelve para dirigirse a la siguiente sombrilla, a la siguiente negativa. Jamás pronuncia una sola palabra. Aún el idioma — sólo conoce algunos términos sueltos, los suficientes como para poder regatear con los pocos interesados — pero no es ese el motivo principal de su silencio. N’gende calla como muestra de protesta y desprecio.

Protesta por un mundo donde no encuentra oportunidades. Desprecia a una sociedad que le ignora y le ningunea constantemente. Entiende que nadie quiera comprar ninguna de las absurdas mercancías de pésima calidad que vende, pero no se acostumbra a aceptar que nadie quiera mirarle a la cara, que no se atrevan a enfrentarse a su obstinada mirada, llena de determinación y autoconfianza. Ese tipo de marginación se le antoja la peor de las torturas.

N'gendeLa próxima semana se cumplirán 18 meses desde que N’gende llegó a la civilización, al Primer Mundo, a España (Europa). En ocasiones aún se le hiela la sangre recordando aquella tremenda travesía del Estrecho en una barca en la que tenía que estar continuamente achicando agua junto con 22 desconocidos. Recuerda las noches a la deriva, recuerda el miedo a volcar por el exceso de pasajeros al principio, recuerda la sed de los siguientes días, recuerda a los muertos por insolación que tuvieron que arrojar al agua a apenas unas horas de la salvación, angustiado al descubrir que la que debía haber sido última etapa de su interminable peregrinación desde Rwanda hacia el futuro se había convertido en una trampa mortal para muchos de sus compañeros.

La vida no ha sido fácil para N’gende. Sus ojos están llenos de horror, de muerte, de dolor. Ha visto cómo la gente de su pueblo era torturada y asesinada a machetazos por sus congéneres. Ha sufrido la inquina y avaricia de los traficantes de mano de obra esclava reclutada forzosamente entre los fugitivos. Ha sentido a su alrededor la muerte por desnutrición y por enfermedades que en otros países se hubieran curado en apenas unas horas. Nunca ha sentido odio hacia los seres desalmados cuyo negocio consiste en comerciar con las esperanzas de los desesperados como él; solo una lástima infinita por su pobreza moral.

Y ahora, cuando creía haber llegado al final del camino, a la tierra prometida, todo ese dolor, esa maldad sin límites es recompensada por el desprecio y las burlas de personas que lo consideran un ser inferior. Caminan erguidos como él; hablan por la boca como él; tienen brazos y piernas como él. Pero se consideran superiores a él por el simple y arbitrario hecho de haber tenido la suerte de nacer en una parte del mundo mas afortunada que la suya, algo de lo que apenas son conscientes y por lo que nunca muestran signos de agradecimiento. Aun es mas, maldicen no poder contar con mas comodidades, vivir con más holgura, gozar de más lujos.

N’gende no dice nada. Calla todo, erguido y orgulloso. Sólo sus ojos, que todo lo ven, muestran el fuego en la mirada de quien maldice su suerte y no desespera en pos de alcanzar su sueño de llevar una vida digna y normal.

Tal vez no hayas reparado nunca en ellos. Pero este verano, cuando llegues a tu destino vacacional, Raimundo y N’gende serán unos más de tus vecinos en la costa. Pasarán a tu lado y tú no los verás. Se cruzarán en tu camino y cambiarás de acera con gesto mohíno por su olor corporal. Te pedirán ayuda, con palabras o sin ellas, y tú se la negarás sin escrúpulos. Te sentirás capacitado para juzgarlos, para opinar sobre ellos sin conocerles. Y pensarás para tus adentros cuán afortunado eres por vivir como vives, por tener lo que tienes y por no ser como esa gente rara. Y, aunque no sea tu intención, inevitablemente, te sentirás mejor contigo mismo por ello.

Y por la noche, cuando Raimundo y N’gende busquen un cobijo donde escapar del bullicio del ocio nocturno para dormir, cuando el bochorno húmedo de la noche estival disminuya hasta niveles soportables, ambos se sentirán casi como seres humanos. Desde su rincón, oculto a los ojos del prójimo, ajenos a una vida mejor por uno u otro motivo, Raimundo y N’gende, N’gende y Raimundo, se dejarán vencer por el cansancio mientras se deslizan por sus toboganes. Hacia el abismo, Raimundo; hacia las estrellas, N’gende.

Y en ese último hálito de consciencia, ambos rememorarán sus deseos mas fervientes:

Una botella de vino llena para Raimundo; Una vida mejor, en el caso de N’gende.

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